Comienza con un choque, un palo que se pega Paulina en una avenida porteña. Manejaba mal, le habían dicho, pero ella no sabía bien por qué ni tampoco cómo corregirlo. Como pasa en los accidentes graves, hay un reseteo de la conciencia: la vida se reinicia y ella empieza a reconocerse de a poco. Quién es ella, cómo se llama, dónde está, quienes la acompañan. Así, de a poco y entre incertidumbres, es como entramos en su mundo.
Pero pronto descubrimos que es la reconstrucción de un mundo en ruinas: comienza con un choque, pero en rigor el choque había empezado mucho antes. Paulina era un accidente que tarde o temprano iba a suceder. Una mujer de treinta y pico que estaba hundida en una crisis de sentido y de deseo. Separada, con un trabajo que no la representa, desapegada de su familia y casi sin amigos, sólo atada al presente gracias a un perro que tiene el nombre de un futbolista.
Es interesante lo que hace Camila Fabbri con la protagonista de su nueva novela, La reina del baile, porque aborda de una manera distinta un tema que suele aparecer estereotipado en novelas y películas: la angustia de baja intensidad de una mujer que sufre la alienación del mundo actual, que se siente envejecer sin lograr hacer algo que la trascienda, que pasa del hedonismo a la anhedonia, que no sabe lo que quiere pero lo quiere ya.
La novela resultó finalista del Premio Herralde de Novela. No lo ganó —el premio fue para Lluis López Carrasco con El desierto blanco—, pero, más allá del dinero que hubiera recibido si ganaba, ese lugar le queda mucho mejor a su Paulina.
Después de los cuentos de Los accidentes y Estamos a salvo, después de El día que apagaron la luz, el gran ensayo sobre la tragedia de Cromañón, Fabbri saca una novela inesperada que recuerda al estilo de Silvina Ocampo y tiene como cartas de presentación las recomendaciones de Leila Guerriero, Alejandro Zambra y Rodrigo Fresán: “La de Camila Fabbri es una prosa que parece llegada del espacio exterior”, dice Guerriero; “Es impresionante su capacidad para mantener en el aire las ilusiones de sus personajes desesperados”, dice Zambra; “No salgo de mi asombro. No quiero salir”, dice Fresán.
“¿El poder de observación de Paulina es un don o una condena?”, se pregunta Fabbri ahora en diálogo con Infobae Leamos. “A ella no le sirve mucho, no es un gran superpoder para el personaje. Quizás lo sea para quien la escribe, para poder contarlo todo. Pero a ella la deja afuera, la desinvolucra de la realidad. Creo que Paulina es un personaje bastante escindido de las cosas que pasan. Quizás hacia el final empieza a conectar con su compañera de trabajo, con el perro, con qué significa tener una amiga. Pero creo que eso es algo que la aparta, que le resta”.
—Una vez, Ana María Shua me dijo que todo lo que le pasa al escritor se puede convertir en material narrativo. Está pasando por la experiencia —sea algo bueno o malo— y una parte del pensamiento dice: “¿Cómo contaría esto?”. ¿Cómo es tu caso?
—Creo que no estoy tan alejada de ese síntoma, que, calculo, lo comparto con toda la gente que escribe, y es creer que todo sirve para algo y después darte cuenta de que nada sirve para todo. Es una buena señal del oficio escritor, pero no es tan buena en la vida civil... Es difícil el presente. Es difícil no estar sacándole una tajada a cada situación, de una manera más villana. Dicho así suena solemne o triste. Depende cuál sea la situación, pero uno tiene que saber que a veces algunos escritores o escritoras, están y no están. Nunca están totalmente.
—Los accidentes son una presencia en tus libros ya desde el título del primero, ¿por qué?
—Creo que van apareciendo de distintas maneras. En Los accidentes es un título, un nombre. En este caso aparece como un hecho aislado, por el que comienza la novela…
—También hay otro, el de una chica que va en bici…
—Sí, una chica que se accidenta en la bici y salen unas monjas a auxiliarla. Creo que, de alguna manera, los accidentes aparecen como algo ineludible que no está necesariamente relacionado con una tragedia. Es la posibilidad de un panorama que cambia en un instante. Creo que va por ahí. A veces pienso que hubo algo fundante en Cromañón. Algo que puede ser personal y a la vez generacional: estás viendo un show hermoso y de un momento a otro, todo termina en catástrofe. Algo de eso fue formador para todo lo demás que hice después. En El día que apagaron la luz digo algo que eso va a ser algo que va a venir con nosotros a todos como un satélite. Quizás algo de eso armado que se desarma sea como una obsesión con la que trabajo. Creo que todos los escritores tienen una obsesión con la que trabajan y siempre hablan de eso, aunque de distintas maneras. No sé quién decía que los artistas siempre están escribiendo el mismo libro. Creo que ese es el mío.
—Si salgo del tema del accidente y pienso en los otros dramas de Paulina aparecen la soledad y la maternidad, que van a contrapelo de un discurso que se dio en los últimos tiempos, cuando otras escritoras hablaron del deseo de no ser madres.
—Puede ser que en el inconsciente colectivo se haya instalado que es un poco retrógrado cumplir con ciertas estructuras, y entonces, para romperlas, hay que ir en contra y no desearlas. El personaje de mi novela tiene un deseo muy fuerte. No habla necesariamente de conformar una familia. Puntualmente habla de la maternidad, que puede ser una maternidad individual y que, evidentemente, es una forma nueva de maternidad. A mí me gustaba que quedara claro que eso era lo que ella quería, que no era una duda. Lo mismo pasa con su amiga; las dos están en esa búsqueda. Pero es una búsqueda en medio de los escombros, porque están muy desencontradas con la gente de su generación, con el amor y con el romance. Es como querer encontrar algo en la nada.
—¿Por eso Paulina congela óvulos?
—Es un tema poco explorado, ¿no? Es como querer comprar tiempo para no desesperar, una especie de ansiolítico muy poderoso que requiere que una mujer se ponga inyecciones en la panza durante una semana y después la duerman y le saquen los óvulos. Hay algo como de carnicero, también. Yo creo que dentro de un tiempo va a ser como que te hagan un tratamiento de conducto, algo que van a hacer todas las mujeres. El cuerpo quedó en el mismo lugar, pero todo lo demás cambió mucho entonces y quizás ahora el plan es ser madre a partir de los cuarenta.
—Además de la cuestión de la maternidad, te hablaba de la soledad: casi desde el comienzo sabemos que Paulina se separó de Felipe y la amiga va enhebrando una serie de relaciones fallidas.
—Me da la sensación de que respecto de esto siempre hay como un gag de Friends o de Seinfeld con la chica treintañera que está soltera y que tiene citas que le salen mal y se da un universo de desencuentros alrededor de ella. Nunca me pareció tan gracioso eso. Traté de que la novela no fuera ni para un lado ni para el otro. Son mujeres que tratan de estar en el presente y resolver las cosas como pueden, porque están en sintonía con lo que desean.