En estos días anduvo dando vueltas por las bocas y por las redes la palabra “crueldad”.
La puso negro sobre blanco el escritor Martín Kohan, que en una entrevista radial en Futurock dijo: “La crueldad está de moda en la Argentina. Luce bien, cae bien”. Y detalló: “En un contexto donde la empatía y la solidaridad deberían prevalecer, se observa una preocupante tendencia hacia la humillación y la exposición de otros al ridículo”.
Muchos replicaron la frase: “La crueldad está de moda”. Hablan de lo que la realidad impone —ajustes, alquileres de departamentos modestos que casi duplican una jubilación mínima, disminución en la compra de medicamentos, despidos— y de cómo algunos se burlan de quienes sufren esa realidad. En redes, principalmente. O desde cargos públicos. La crueldad es hacer sufrir y se refina cuando el que hace sufrir se burla del que sufre, exhibe que goza con ese dolor.
Me pregunté para qué se hace eso, qué efectos se buscan. Y me pregunté por qué muchos de los que se ríen y patotean en redes sociales son los mismos que ya son afectados por la inflación y los recortes… o están en la fila para serlo.
Casualmente, cuando escuché la frase de Martín Kohan estaba leyendo Las indignas, una novela de Agustina Bazterrica que no ahorra crueldades. Para que se entienda, empieza así: “Alguien grita en la oscuridad. Espero que sea Lourdes. Le puse cucarachas en la almohada y cosí la funda para que les cueste salir, para que caminen debajo de su cabeza o sobre su cara (ojalá se le metan en los oídos y aniden en los tímpanos y sienta cómo las crías le lastiman el cerebro)”.
Y dice, enseguida: “Me tocó limpiar el piso y me perdí la decisión sobre qué castigo ejemplar se implementará con Mariel. Se rumorea que tendrá que desnudarse y Lourdes va a clavarle una aguja en alguna parte del cuerpo. Es un buen escarmiento. Simple y elegante. Me hubiese gustado que se me ocurriera a mí, pero Lourdes piensa los mejores castigos”.
Las indignas se trata de mujeres encerradas, prisioneras en un monasterio donde hay mutilaciones y torturas. La novela recuerda a El cuento de la criada, de Margaret Atwood, y rezuma crueldad, ese regodeo en el dolor de otro que hoy sorprende ver entre gente que comparte el mismo tiempo, el mismo cielo, la misma especie.
Tanto Las indignas (publicada en 2023) como El cuento de la criada (que salió en 1985) son novelas que ocurren en un futuro cercano, un futuro que las autoras imaginan autoritario y cruel. “Mañana es peor”, parecen gritar mostrando los dientes y mandando al museo la bella canción de Luis Alberto Spinetta.
Lejos, distintos, mejores
“Es inhumano”, decimos frente a la crueldad. ¿Es inhumana la crueldad? ¿O es humanisima, parte de este rejunte de pulsiones que somos? ¿O es útil, sirve para poner la fragilidad afuera, separarnos del otro para llevar adelante acciones que lo van a perjudicar?
“La crueldad es un rasgo exclusivo de la especie humana, es una violencia organizada para hacer padecer a otros sin conmoverse o con complacencia”, dice la psicoanalista Ana Berezin en el artículo La crueldad: un recorrido, que salió en la revista Topia. Berezin también es autora del libro Sobre la crueldad, editado por Psicolibro Ediciones.
Es que para poder hacer algunas cosas —una encerrona colectiva en la que los ingresos no aumentan y los gastos sí o dejar a cientos y cientos sin trabajo— tal vez hace falta primero ser cruel. Separarse de los dañados, verse lejos, verse distinto, verse mejor. Dice Berezin: “Frente al padecimiento del otro nada hace temblar, nada sacude ni emociona. Distancia absoluta con el otro”. Es decir: “Lo que destruye la crueldad es a lo humano mismo presente en los otros. Esos otros tan humanos, con sus indefensiones, sus precariedades, sus desamparos, sus conciencias de la muerte”.
Y, claro, así es más fácil.
Un reconocido psicoanalista argentino, Fernando Ulloa —que murió en 2008—, también se ocupó de la crueldad. Según él, “la vera crueldad necesita de un dispositivo sociocultural, cuyo eje es la encerrona trágica; una situación de dos lugares, el victimario, protegido en su pretensión de impunidad, y la víctima desprotegida de todo auxilio”.
Un victimario con poder, en el momento en que se siente intocable y una víctima desvalida, ese es el esquema, dice, de la crueldad. Que no es sólo hablar mal, de manera desagradable. La crueldad es asimétrica, es de arriba para abajo, le tira al agredido el peso de lo que no puede hacer, le echa en cara su indefensión. Humilla y, así, reafirma la fuerza del fuerte. ¿Quién no conoce de eso? ¿A quién nunca le tocó? ¿Quién se atreve a reconocer que la ejerció?
El que es cruel desconoce la humanidad del otro para poder pisotearlo tranquilo y aplasta al que objeta lo que dice aunque esté diciendo que el sol es negro. Escribe Ulloa en el artículo Una perspectiva metapsicológica de la crueldad: “Si algo caracteriza al agente de la crueldad mayor y a su dispositivo es la negación de toda verdad que cuestione el saber canalla de quien pretende conocer la verdad absoluta”. No es que tenga la verdad, es que tiene el poder de cerrarle la boca al otro.
Ulloa insiste en el vínculo entre el cruel y la verdad y esto me interesa porque gran parte de nuestras vidas pasa por las redes y porque gran parte de la discusión se da por afirmaciones falsas, fake news —de los números de la economía al champagne que se tomaba en la residencia de Olivos— y mucha violencia verbal acerca de qué es cierto y qué es mentira. Dice el psicoanalista: “El saber canalla excluye, odia, y cuando puede aniquila al pensamiento opuesto y a quien lo sostiene; el mismo repudio merece lo que aparezca culturalmente como distinto, o sólo sea extraño. El racismo y sus posibilidades genocidas ejemplifican esta situación”.
En la vereda de los fuertes
Vuelvo a las novelas de Bazterrica y Atwood: la extrema crueldad se da en el encierro. Porque si no, ¿por qué no irse? Pero el encierro no siempre se hace con paredes altas, alambre de púa y guardias. Hay encierro por miseria, encierro por edad —¿adónde vas a ir a los 80 años?—, encierro porque tenés familia a la que cuidar, encierro por amores varios. Ser un alma libre que hace la valija y busca el lugar más conveniente es una opción para pocos.
¿Serán esos pocos los que acompañan las burlas y los ataques con likes y apoyo? ¿Será que intentan ponerse del lado del fuerte, verse como él, salir, al menos en un tuit, de la vereda de los frágiles? ¿Será que se identifican con el que castiga para dejar de sentirse castigados?
Finalmente: ¿para qué sirve la crueldad, la crueldad pública? Digo que también para intimidar a los que la miran, a los que desde la tribuna vemos el huracán que se levanta contra cualquiera que marque diferencias. Para que lo pensemos dos veces.
Si hay hambre, si hay una crisis calamitosa, si hace décadas nos abre el pecho el dolor de ya no ser y no hay otra solución que más hambre y más crisis, entonces hay crueldad.
Me sorprendió, hace unos días, lo que me respondió Fernando Savater —el pensador español, hoy insospechable de izquierdismo— cuando le pregunté cuál es la utopía del presente. “Creo que lo que me gustaría es una sociedad basada en la solidaridad, en la compasión”, me dijo. Y escribió en su último libro, Carne gobernada: “La principal función del Estado es favorecer a los pobres (no solo los lastimados económicamente sino también los menos despiadados, los que carecen de sentido práctico, los que hasta en el mejor de los mundos se quedarían rezagados) y protegerlos de la desventura”.
La compasión como programa político no tiene nada que ver con la igualdad pero es muy diferente de la crueldad que campea por estas pampas.
No es que esté de moda la crueldad. Es que es una herramienta de los tiempos.
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