Kobo Abe: 100 años del “Kafka japonés” que tradujo el terror de la guerra y las bombas atómicas

Con sus laberintos sin salida, es uno de los grandes renovadores de la literatura nipona del siglo XX y logró plasmar la crisis identitaria que sufrió su país luego de la Segunda Guerra Mundial.

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Kobo Abe: "Todas las cosas
Kobo Abe: "Todas las cosas que se valoran por su estabilidad me ofenden".

A diferencia de sus premiados contemporáneos Yukio Mishima y Yasunari Kawabata, el escritor japonés Kobo Abe no se suicidó. Así me lo vendió un librero, hace ya una década, después de que le pidiera recomendaciones de literatura nipona que, en la medida de lo posible, no fuera demasiado deprimente. Me dio un ejemplar de su novela Encuentros secretos, en la que un hombre tiene que buscar a su esposa en un hospital laberíntico y pesadillesco, y me advirtió: “Ojo, igual es el Kafka de ellos”.

De hecho, las fechas -y no solo las similitudes entre sus obras- dan para que Abe sea el sucesor del autor de La metamorfosis, ya que nació en 1924, año en el que Kafka murió. Pero, aunque a los occidentales nos sirva la comparación como referencia, este escritor, fotógrafo, músico e inventor es mucho más que una versión japonesa de su colega checo, y a 100 años de su natalicio, todavía es considerado como uno de los responsables de transformar y renovar la literatura de su país en el siglo XX.

“Lo exótico, o lo típicamente japonés que busca un lector acostumbrado a ciertos códigos de la literatura japonesa no hallarán aquí ninguna correspondencia. Entrar en el laberinto narrativo del autor significa comprender la realidad desde la dinámica producida en la cinta de Moebius. Las escenas por lo general se desarrollan en espacios signados por la opacidad y sus personajes pueden parecer fantasmas que merodean convertidos en corporeidades etéreas”, escribe el venezolano Gregory Zambrano en su prólogo a Los cuentos siniestros de Abe.

"Los cuentos siniestros", de Kobo
"Los cuentos siniestros", de Kobo Abe, editado por Eterna Cadencia.

Kobo Abe nació en Tokio, capital japonesa en la que murió a los 68 años, pero pasó su infancia en Manchuria, China. “Esencialmente, soy un hombre sin ciudad natal. Tal vez sea esto lo que está detrás de la ‘ciudadnatalfobia’ que recorre lo más profundo de mis sentimientos. Todas las cosas que se valoran por su estabilidad me ofenden”, dijo en una entrevista de 1978.

Más que compararlo, como suele hacerse, con Kafka, Dostoievski o Edgar Allan Poe, tal vez sería mejor relacionar su obra a otro arte japonés que surgió en aquellos años en los que Abe publicó sus primeros libros: el butō. Esta es una danza que, como sus novelas, cuentos y poemas, es un producto de la posguerra. A raíz de su rendición en 1945, los países aliados de la Segunda Guerra Mundial -Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética- ocuparon Japón, que pasó de ser un Imperio a un Estado democrático. En aquellos años, la identidad japonesa entró en crisis y el arte, como siempre, lo reflejó.

El butō, creado por Kazuo Ōno y Tatsumi Hijikata, surgió como respuesta a la crisis que habían dejado la guerra y los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, en los que murieron casi 250 mil personas. Esta danza se caracteriza por sus movimientos grotescos, erráticos y repetitivos, un maquillaje generalmente blanco y extravagante pero precario, y muecas exageradas que traducen desde la belleza hasta el miedo.

Al igual que la obra de Kobo Abe, el butō es un laberinto intrincado en el que se canalizan la ansiedad y la desesperación ante un mundo cambiante. Ambos trabajan con la muerte, con la desolación, con todo aquello que, de tan espantoso, le escapa al lenguaje y a la tradición. Pero tanto en el butō como en Abe hay, adosada a esa oscuridad que prevalece, una luz tenue que subsiste a pesar de todo. A veces en forma de erotismo, otras disfrazada de humor, no viene a desafiar el terror imperante, sino que surge como un subproducto inevitable, escaso y preciado.

Kobo Abe tenía 21 años cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. Creció en un mundo sumergido en el caos, y su adultez se edificó en las ruinas de aquel mundo desintegrado. Estudió medicina, un poco para satisfacer a su padre, otro poco para evitar el servicio militar. “Los estudiantes que se especializaron en medicina quedaron exentos de convertirse en soldados. Mis amigos que eligieron humanidades murieron en la guerra”, dijo. Pero nunca ejerció. Supo, desde aquellos primeros años en los que se fanatizó con Dostoievski, Kafka, Nietzsche y Heidegger, que quería ser escritor.

Y escribir, escribió. Publicó 25 libros de cuentos, 19 obras de teatro, 17 novelas, 15 libros de ensayos y 2 de poesía. Su mayor éxito, la novela La mujer de arena, fue galardonada con el Premio Yomiuri y adaptada a la pantalla grande por el director Hiroshi Teshigahara, que representó a Japón en los Premios Oscar de 1964.

Aunque la mayoría de su obra no está disponible en español, la editorial argentina Eterna Cadencia viene publicando hace más de una década -y a paso paciente- algunos de sus mejores títulos, traducidos directamente del japonés: Los cuentos siniestros, Historia de las pulgas que viajaron a la luna, Encuentros secretos y El mapa calcinado.

Desde que lo leí en 2014, y a pesar del impacto que me causó, los dos libros de Kobo Abe que tenía terminaron olvidados en una caja al fondo de un armario por falta de espacio en la biblioteca. Pero gracias al centenario que hoy, 7 de marzo, se cumple desde su nacimiento, no solo recordé la existencia de un autor fundamental del siglo XX -y de mi adolescencia- sino que descubrí, aliviado, que me esperan otros dos libros suyos para cuando, harto de un mundo que también parece desintegrarse, necesite refugiarme en su laberinto.

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