Los últimos días de Julio Verne, lo nuevo del escritor y periodista argentino Sergio Olguín, combina lo mejor del policial, el relato de aventuras, el terror, la ficción histórica y la novela psicológica. En este libro, editado por VR, el autor de libros como El equipo de los sueños y de guiones cinematográficos como El ángel indaga los móviles más secretos y oscuros de sus personajes en una narración ambientada en el viejo mundo, pero contada con el ritmo vertiginoso y el lenguaje desprejuiciado propios de su estilo.
La novela arranca en París, en ese “limbo” entre el final del siglo XIX y los albores del XX, en el que coexisten los tranvías a caballo y la inusitada velocidad de los nuevos automóviles. Michel Verne, hijo del célebre escritor detrás de clásicos como La vuelta al mundo en 80 días y Viaje al centro de la Tierra, recibe de parte de su padre un encargo que no puede rechazar: veinte mil francos a cambio de deshacerse de un cadáver.
Junto con sus amigos, el Lobo y Gandolfo, y su compañera Leyla, la más audaz del grupo, deberán emprender esa tarea, que en principio parece sencilla pero que no tardará en complicarse, lo que pondrá en riesgo sus vidas y la del propio Verne.
Entonces, para resolver el misterioso crimen, habrá que remontarse a la travesía que el autor de Veinte mil leguas de viaje submarino realizó a bordo del Saint-Michel III bordeando la península ibérica, el norte de África e Italia. En el camino, tendrán lugar peripecias de todo tipo, amores furtivos y revelaciones sorprendentes, pero sobre todo deberán enfrentarse a un personaje siniestro, quien en nombre de la ciencia es capaz de las aberraciones más abyectas.
Así empieza “Los últimos días de Julio Verne”
En el nombre del padre
Lo último que recordaba era a Leyla, desnuda de la cintura para arriba. La habitación se había dado vuelta y su nariz había pegado contra el piso de roble encerado, justo al lado del sillón regencia. Consiguió apoyar las manos en el asiento y apenas hizo a tiempo para voltear la cabeza y no vomitar en el tapizado. Después de la segunda arcada, la habitación volvió a girar y esta vez vio la araña de bronce, que nada más tenía un par de velas encendidas. No podía respirar, sentía que se ahogaba y no había manera de remediarlo. Entonces apareció Leyla, sin ropa, y tapó la visión de las velas. Ella le hablaba y él podía oírla, pero su mente no llegaba a armar las frases, ni siquiera a comprender las palabras. Cuando Leyla le levantó la cabeza, su cara rozó el cuerpo de la chica. Le hubiera gustado acercarse más, pero en ese instante se le cerraron los ojos y cayó en un pozo profundo, como si se hubiera muerto.
Ahora, frente a sus ojos abiertos, estaba su padre. Lo observaba serio, sin un rasgo que delatara sus sentimientos. Así se imaginaba que la gente lo iba a mirar cuando lo velaran. Estoy muerto, pensó, y le alegró la idea de poder seguir viendo el mundo, aunque el mundo fuera la barba canosa y los ojos glaucos de su padre. ¿Podría también hablar si se lo proponía?
–Papá…
No. No estaba muerto y se sintió un estúpido al decir “papá”. Debería haber dicho “padre”, incluso “Verne”, que era como lo llamaba en algunas ocasiones, o cuando se refería a él ante terceros. “Papá” era demasiado cariñoso, demasiado concesivo para ese hombre que lo miraba con frialdad.
–¿Dónde… dónde está Leyla?
Intentó levantarse, pero se sentía tan débil que su cuerpo parecía estar atornillado a la cama. Su padre no atinó a ayudarlo y Michel se resignó a quedarse acostado.
–Le dije que se fuera, que quería hablar a solas con vos. Michel trataba de comprender qué estaba pasando. ¿Su padre había venido porque él casi se había muerto? ¿Quién le había avisado? ¿Cómo había hecho para llegar tan pronto a París? ¿O habían pasado varios días y él había perdido la cuenta?
–¿No estaba en Nantes, padre? ¿O en Amiens? –llegó a preguntar y con la fuerza que le quedaba consiguió incorporarse. Tuvo miedo de sufrir un mareo, pero fue peor: un dolor lacerante le estalló en la cabeza. Cerró los ojos y sin abrirlos oyó a su padre.
–Hace cuatro días que estoy en París. Vine a verlo a Hetzel y también a Dumas. Y a reunirme con los amigos de Hetzel padre y con los amigos de Dumas hijo. Finalmente parece que la Academia está dispuesta a reconocerme.
Tenía que estar ocurriendo algo demasiado grave si su padre contestaba con tanto detalle a una pregunta suya. Verne también habría notado que su comportamiento no era el de siempre, así que no dio más vueltas.
–Vine a verte porque necesito tu ayuda.
Sin pensar en las puntadas que le atravesaban la cabeza, Michel se sentó en el borde de la cama y quedó frente a su padre, que apenas apoyaba el culo en el sillón que habían comprado con Leyla en el Mercado de Pulgas de Saint-Ouen. Verne se sentaba a la altura del comienzo de los reposabrazos, como una púdica virgen que no quiere mancillar su virtud apoyando parte de su cuerpo en un mobiliario promiscuo y sucio. Era la primera vez que su padre visitaba el piso en el que vivía con Leyla, era la primera vez que le daba alguna explicación sobre su vida de escritor y era la primera vez que oía de sus labios un pedido de ayuda, a él o a otra persona. Tantas novedades le daban mala espina.
–¿Yo, ayudarlo?
–Vine desde París en barco. Fondeé en Charenton. Necesito que vengas conmigo al barco. Ahora mismo.
El Saint-Michel III. Una embarcación a vapor y vela con la que alguna vez Verne había bordeado la Península Ibérica, el norte de África e Italia, en un viaje al que no lo había llevado. ¿Dónde había dejado el reloj? Debían ser las siete de la mañana.
–No puedo, no estoy en condiciones de moverme –dijo con cierto tono de fastidio. La visita de Verne comenzaba a resultarle molesta. Hubiera preferido que su padre le reprochara el desorden del piso, la ropa interior de Leyla tirada por toda la habitación, el olor rancio que le recordaba los vómitos de la noche anterior. O que su padre lo amenazara con la cárcel nuevamente. Cualquier cosa, antes que la presencia de ese hombre que intentaba ocultar la desazón que lo invadía. Sin dudas, había problemas y su padre era un ángel negro que venía a darle las malas nuevas como un arcángel San Gabriel del infierno.
–No te pido que me hagas un favor. No estoy loco. Necesito tu ayuda y voy a pagar por ella.
Sacó del bolsillo interior de su chaqueta un fajo con billetes. Sin contarlo, lo dejó sobre la sábana arrugada, al lado de las piernas peludas de Michel, que solo tenía puestas una camisa y una muda de ropa interior.
Michel miró el fajo de plata, pero no lo tocó. Volvió la vista a su padre.
–Hay dos mil francos –le aclaró Verne–. Tengo dieciocho mil más para vos en el barco. La ayuda que necesito cualquiera me la daría por doscientos francos.
–¿Y entonces?
–Solo en vos puedo confiar. Los otros diecinueve mil ochocientos son el pago de tu discreción.
Veinte mil francos era más de lo que Michel podía gastar en un mes tomando el mejor champagne de Reims, perdiendo al póker todas las noches y en el hipódromo de Vincennes todas las tardes. Era más de lo que le cobrarían las modistas para hacerle a Leyla decenas de vestidos nuevos. Era más de lo que él hubiera derrochado en mujeres en Place Pigalle. Era mucho más de lo que el diablo pagaba por un alma como la suya.
–¿Y qué tengo qué hacer?
–Deshacer. Tenés que deshacerte de un cadáver.