Hace algún tiempo, en una cena, discutíamos sobre lenguaje inclusivo. Lo que había encendido la mecha había sido la palabra “presidenta”. Algunos argumentaban con la gramática en la mano: el participio presente, decían, señala a quien realiza una acción. “Cantante”, porque canta. “Estudiante”, porque estudia. “Presidente”, porque preside. No indica género. Por lo tanto, decía, quien preside es presidente y no presidento ni presidenta. Lógica pura.
Sentada a esa mesa, la escritora Claudia Piñeiro escuchó e intervino. “¿Cómo le decís a la señora que trabaja en tu casa?”, preguntó. Un silencio paralizó los tenedores. Nadie dijo nada pero en todas las frentes ya se había formado una palabra. Piñeiro no perdonó: “¿Qué? ¿Presidenta no pero sirvienta sí”?
La estocada de la escritora iba más allá de la discusión en la mesa. En los libros de gramática, el caballero que argumentaba sobre el participio tenía razón. Pero ese músculo poderoso que es el uso, ese músculo indomable, había necesitado “sirvienta” para nombrar a tantas mujeres que limpian tantas casas de otros. y lo había naturalizado. Por la simple pragmática: son algo cotidiano. “Presidentas”, en cambio, ha habido menos. Entonces cabía recordar el sistema de la lengua.
En este caso en particular, la Real Academia Española tiene algo que decir. En su “Diccionario Panhipánico de Dudas”, aclara: “El uso mayoritario ha consolidado ya hoy el femenino específico presidenta, documentado en español desde finales del siglo xv y único que se recomienda usar en la actualidad”.
En cambio, en cuanto a “generala” y “coronela” -cuyas formaciones gramaticales serían mucho más sencillas que “presidenta”, porque son sustantivos simples- la Real Academia dice que su uso “no es normal”. ¿Querrá decir que todavía no hizo falta?
Esto viene a cuento porque en estos días, el ministro de Defensa argentino Luis Petri estableció que en su ámbito debe “emplearse el idioma castellano, conforme a la normativa y reglamentación que rige cada área respectiva, bajo los términos y reglas fijados por la Real Academia Española (RAE) y los reglamentos y manuales vigentes en las FUERZAS ARMADAS”. En la práctica, que no se diga “generala” ni “coronela” ni “soldada”, ni “caba”. Otra vez, el uso: ¿cuántas generales hay en el ejército? ¿Y cuántas sargentos?
“Caba”, además, tiene su particularidad porque el término es habitual en enfermería. La caba es la jefa de sala. ¿En el ejército no y en el hospital sí?
Hace unos años otra escritora, Isabel Allende, habló de sus problemas con el lenguaje inclusivo. No en español sino en inglés, donde el sistema creado para intentar hablar de todos o indicar una vacilación respecto del género es complejísimo. “Mi nieta habla de su pololo y dice They, conjuga el verbo en singular con el pronombre en plural, para no decir He (él). Me confunde”, decía. Aunque él se reconocía varón: el evitar ser nombrado en masculino tenía que ver con una posición -sí, señores- política. Era una forma de declarar que se oponía a un sistema de géneros binario (varón/mujer) que el joven entendía como opresivo.
Hacer lo contrario también es tomar posición. Y el ministerio de Defensa argentino lo hace explícito: “El masculino genérico o masculino gramatical ya es inclusivo, ya cumple esa función como término no marcado de la oposición de género”, escriben. Es cierto, como lo es que cuando una encuesta muestra un gráfico sobre “población” en general lo suele hacer con unas figuritas idénticas a las que se usan en los baños de varones. El masculino como universal, como sinónimo de “humano” ha funcionado durante siglos, todos los entendemos y a esta altura sabemos que no es casual ni es gratuito.
Es incómodo el cambio, claro. Y son incómodas las transiciones. En Chile, el país de donde viene Allende -que vive hace décadas en Estados Unidos- hasta hace unos años todavía se decía normalmente “la médico”. Hoy se usa “la doctora” pero, explican hablantes desde el otro lado de la Cordillera, todavía “la médica” suena raro. En la Argentina es lo más habitual. ¿Qué sería -siguiendo a la resolución del Ministerio de Defensa “el castellano”? ¿El de Chile o el de Argentina?
Este martes, el vocero del presidente Javier Milei informó que, en la administración pública, “se va a proceder a iniciar las actuaciones para prohibir el lenguaje inclusivo y todo lo referente a la perspectiva de género”. Y que no se va a poder utilizar la letra “e”, la arroba ni la “x””. También dijo que se evitará en la redacción de documentos públicos “la innecesaria utilización” del género femenino. Seguramente habla de esa duplicación tan cansadora que es “los empleados y las empleadas”, por ejemplo. Algo que es, justamente, una muestra de voluntad política para resolver algo que el idioma de los diccionarios todavía no logró: cómo hacer que el lenguaje nombre a todos de manera no jerárquica. Es incómodo, dijimos, suena mal. Eso también lo muestra el lenguaje: la tensión que todavía existe.
Por supuesto que el lenguaje es político. Por eso, cuando ganó la Guerra Civil en España, Francisco Franco prohibió lo de regiones que los habían hablado por siglo: el gallego, el catalán, el vasco. Esos idiomas, sin embargo, no murieron, aguardaron replegados en las casas, en los cantos de las mamás a los bebés, en los insultos entre dientes, en las palabras de amor dichas en la oscuridad. Cuando las cosas se dieron vuelta volvieron, porque siempre habían estado ahí. Y hoy son lengua, incluso, de la Administración Pública.
Es que el lenguaje, como cualquier construcción social, se hace al andar y nunca está resuelto. Se sigue formando, se nos va de las manos, encuentra cómo nombrar realidades que ayer no existían, deja ver conflictos nuevos, aparecidos donde hasta ayer había concordia.
A algunos les/nos puede dar nostalgia esa concordia pero el río del uso, el río de la vida, es tan caudaloso y tan impredecible que no hay tristeza que lo detenga ni resolución que lo conduzca.