Son comunes las novelas escritas por economistas. Aburridos tal vez de los juegos analíticos típicos de su profesión, o tal vez simplemente para darse un gusto personal, estos arriesgados homo economicus se suelen aventurar al terreno literario, a veces como un juego, otras veces quizás como catarsis. No son tan comunes en cambio las novelas de escritores profesionales con contenidos “serios” de economía. Pululan los textos con referencias vagas y lugares comunes que por lo general desnudan el amateurismo del autor, pero que no suelen formar parte de la caja de herramientas del economista profesional.
El escritor argentino Hernán Díaz ha conseguido en su novela Fortuna este vuelco de manera fenomenal, y lo hace con una naturalidad que intimida. Vale aclarar que pese al título, si bien la economía y especialmente las finanzas están siempre presentes, no son ni de lejos su ingrediente principal. El estilo literario es maravilloso, la narrativa es atrapante, los giros totalmente inesperados, y los personajes están desarrollados con maestría, pero no diré mucho más acerca de lo que no soy especialista. Como economista que visita la ficción sólo como entretenimiento eventual, fueron las profundas observaciones que brinda el texto sobre economía las que me inclinan a escribir estas líneas.
La novela me infundió especial respeto por cómo el autor entiende y retrata las patologías centrales que afectan al sistema capitalista: las crisis económicas. En Fortuna la crisis no es un mero evento externo que conmueve y perturba a sus personajes sino uno de los detonantes de la historia. Esta centralidad provee el combustible a la hipótesis que directa o indirectamente recorre toda la novela: ¿son las crisis eventos complejos provocados por las decisiones descentralizadas de millones de individuos coordinados en un “mal equilibrio” (no puedo evitar ponerme técnico, pero confío en que se entienda la idea), o bien el resultado del complot organizado de un grupo de multimillonarios con ambiciones desmedidas? E incluso si se aceptara acríticamente esta última teoría, ¿podemos señalar como responsable a un único empresario suficientemente codicioso? No por casualidad el título de Fortuna en inglés es Trust, pero no en el sentido de “confianza” sino de “megamonopolio”.
En la novela se lee que la crisis del año 1873 puede considerarse peor que la de 1929, aunque por algún accidente de la Historia la memoria social olvidó la primera y propagó la segunda. Y en consonancia con la preferencia típica de los economistas, la trama se centra en buena parte en los dorados años veinte y en su dramática eclosión sobre el final de aquella década.
Naturalmente, las novelas enfrentan un límite en su conexión con la macroeconomía, ya que si asumimos que las crisis son colapsos sistémicos, no parece fácil delinear personajes específicos, individualidades cuyo accionar se vincule con la irrupción del suceso. La teoría necesariamente diluye a los protagonistas en la marea de los eventos agregados.
Y de hecho, a lo largo de la novela los medios y buena parte de la sociedad parecen culpar de la crisis directamente al protagonista, el multimillonario Andrew Bevel. Él, mientras tanto, diseña con natural indulgencia una conjetura propia acerca de lo sucedido. Desde su perspectiva, el colapso fue el resultado de una combinación de dos factores. Por un lado, la especulación insolente por parte del vulgo, que se subió a una ola alcista desconociendo lo que estaba haciendo, una estampida de inversiones aficionadas donde participaban “hasta las mujeres”. Por el otro, la inexplicable e imperdonable pasividad de la Reserva Federal, que dio rienda suelta a lo que más modernamente se ha dado en llamar una “exuberancia irracional”. Según Bevel, una política monetaria más restrictiva, esto es, tasas de interés más elevadas, habría detenido a tiempo la burbuja. Pero no ocurrió y la burbuja explotó. De todos modos, Bevel no se ocupa de difundir su tesis y, a falta de mejores culpables, él es sindicado como el responsable principal.
En el medio, en Fortuna hay otro ingrediente que batalla con la teoría: la novela no pierde tiempo en considerar el factor de impredecibilidad de la crisis. Esto es importante porque lo que en esencia produce esas enormes transferencias de riquezas desde las clases medias y bajas hacia los más ricos durante las crisis es la supuesta capacidad anticipatoria de los acomodados, de esos que “entienden de finanzas”. Desde luego, Díaz es mucho más sutil y no compra este argumento naif, como se revela sobre el final.
Lucrar con la miseria
El examen frío de las crisis producido por los economistas otorga un rol bastante menor a estas sospechas individualizadas. Después de todo, si los poderosos son capaces de lucrar con la miseria ajena provocando quiebras generalizadas, ¿por qué no lo hacen todo el tiempo? ¿Por qué estos empresarios incluso defienden las políticas para prevenirlas? Decididamente, la narrativa del todopoderoso creador de auges y colapsos es demasiado simplista.
La presunción más razonable es que las crisis son fenómenos emergentes, que surgen como consecuencia de dos factores subyacentes más o menos recurrentes. El primero es la acumulación de desequilibrios provocada por el entusiasmo de los años de auge previos, muchas veces acentuada por la política monetaria expansiva. Esto es vivido no solo como un momento de éxtasis para gastar, sino además como una señal de que la euforia ha llegado para quedarse.
En esta lógica, no faltan quienes publicitan la efervescencia desde cada rincón, predicando una nueva era de riquezas para todos. Y del otro lado están quienes aceptan gustosamente estas quimeras invirtiendo sus escasos ahorros en pos de un retorno permanente de proporciones bíblicas. En esta historia tampoco faltan los estafadores memorables, como Carlo Ponzi en aquella década de 1920, o Bernie Madoff en los inicios de los 2000, vivillos que aprovechan la ola para vender sueños imposibles, pero que durante las épocas doradas no son demasiado distinguibles de los posibles.
El segundo factor es la explosión en sí de ese sueño. Y lo que se puede decir de ella es bastante poco. En la práctica casi cualquier evento puede operar como “la gota que rebalsa el vaso”. Si bien a menudo se anota a estos acontecimientos como los causales fundamentales de la crisis, lo que mata no es el chispazo, sino la pólvora cargada al interior de la bomba. En un sistema de complejas interconexiones, cargado de vulnerabilidades latentes, cualquier detalle puede coordinar el desastre, y no se necesitan grandes operadores para la ignición que lleve al crack.
Desde luego, estas crudezas técnicas resultan indigeribles para una novela, pero también para el hombre de a pie. La naturaleza humana pide a gritos narrativas intuitivas, con culpables identificables. Y el más sospechoso, lo sabemos, es quien se hizo rico a costa de los demás. Pero esta correspondencia no está asegurada, y el papel del azar es mayor que el que normalmente nos gusta reconocer. Para decirlo claramente, las crisis no son el resultado de las desigualdades, sino una de sus fuentes. Andrew Bevel será un fraude de principio a fin, pero su concepción general acerca de lo que produce las crisis es plausible y, debo decir, suficientemente justificada por la evidencia.
Queda por explorar una característica fundamental de las crisis, que es su potencial estatus sistémico inevitable. Fortuna es, se ha comentado, otra novela que retrata los excesos del capitalismo, la ficción de la especulación financiera, y el fetichismo del dinero. Cabe preguntarse entonces si las crisis no son sino una manifestación de un sistema fallido por naturaleza.
La respuesta debe buscarse en la recurrencia y la profundidad de estos fenómenos. A escala global, estos episodios han sido desde 1930 sorprendentemente poco comunes, aunque sí se han repetido en países particulares (no es difícil imaginar uno de los más afectados). Hasta la crisis de 2007-2009, bautizada como la Gran Recesión, pocos consideraban factible una catástrofe de magnitud comparable a la de la Gran Depresión. Más aún, en 2010 las respuestas de la política económica de casi todos los estados, en la práctica bastante coordinadas, fueron muy efectivas para paliar sus consecuencias y evitar repetir la zozobra de ochenta años antes.
Finalmente, cabe recordar que algunos fenómenos de crisis se relacionan con proyectos de inversión que lucen perfectamente realistas. En efecto, los entusiasmos mencionados no se producen por nada, sino que son en muchos casos el resultado de negocios que parecen “pagarse a sí mismos”. Alguna vez fueron los ferrocarriles, luego la electricidad, más tarde las comunicaciones y el entretenimiento y, más modernamente, internet. Todas promesas con retornos potencialmente gigantescos, que embriagaron por igual a empresarios, trabajadores y gobiernos. Cuando un golpe de realidad los enfrentó a las náuseas, el alcohol reunido fue suficiente para una resaca duradera y penosa.
Lo repetiré una vez más. Estas cavilaciones no deben interpretarse como enmiendas académicas a las numerosas y seductoras referencias de economía en Fortuna sino como el mero entusiasmo de un economista que se deja llevar por el hechizo de su profesión. Se trata de abstracciones seguramente menos interesantes que las referencias sobre economía y finanzas que Díaz despliega con brillantez a lo largo de sus páginas. Hernán Díaz escribió una novela extraordinaria, líder en ventas, multipremiada, y carne de una futura serie producida nada menos que por HBO. Sumergirse en Fortuna quizás sea el proyecto ideal para invertir en nuestras lecturas, esta vez sin temor a estrellarse.