Se enamoró de su suegro, tuvo un romance fugaz y terminó embarazada: cuando la pasión se convierte en desamor

Esta es una de las historias, basada en hechos reales, que la periodista y escritora Carolina Balbiani narra en sus libros “(Des) amores breves 1 y 2″. Se pueden descargar gratis desde Bajalibros.

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Hay romances de todo tipo. Inesperados, ideales, tormentosos, imposibles y problemáticos. La lista podría seguir pero hay una certeza sobre el amor: “es un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio”, diría Julio Cortázar. Lo mismo sucede con la historias que narra Carolina Balbiani en sus libros (Des) amores breves 1 y 2, y que ahora se pueden descargar gratis desde Bajalibros.

A Juanita la estaqueó el rayo que la atravesó y que hizo que se fijara en su suegro. Cruce de miradas, una campo familiar, el calor y la adrenalina de lo prohibido. Ella, exhuberante, joven, universitaria y el fuego en el alma. Él, con más de 20 años de diferencia, un seductor maduro.

Pero lo que empezó como un juego pasional terminó en un cambio rotundo de la vida de Juanita: quedó embarazada. Sabía que era de su suegro. ¿Y ahora? El amor cambia la vida rotundamente. Sobre eso escribe Balbiani.

(Des) amores breves 1 y 2 recogen veinte historias ―diez en cada libro―basadas en hechos reales que pasaron por la pluma y la ficcionalización de Balbiani. Pero, ¿qué hay detrás de la fugacidad de un amor prohibido? La aventura, quizá, que disfraza el desamor.

Los relatos que trae una de las grandes firmas de Infobae despliegan un abanico de emociones y situaciones que transitan desde la lujuria hasta la profunda reflexión sobre los romances prohibidos y los amores no convencionales.

Los libros, lejos de retratar los típicos finales felices, se adentran en los amores breves pero intensos, que si bien pueden ser genuinos, están destinados a extinguirse rápidamente.

Incesto político

Juanita y Martín habían decidido aprovechar el finde largo para ir al campo familiar, a unos 400 km, a despejarse del estrés de la ciudad. Ella cursaba tercero de Veterinaria en la UBA. Él estudiaba en la misma universidad, para ingeniero agrónomo. Estaban de novios desde hacía casi dos años y el programa les calzaba justo.

Llegaron el viernes a la noche en el auto de Martín. La familia los esperaba con un buen asado y la mesa impecable, puesta bajo la galería. Un florero de plata con hortensias rosadas presidía la comida. Era el toque femenino típico de su suegra, se dijo Juanita.

Llegaba el verano y los días eran demasiado calurosos, así que comer afuera era el programa perfecto.

Las tácitas normas de la casa exigían, a los no casados, dormir en cuartos separados. Ella, sola en la habitación de huéspedes que daba a la galería. Él, con su hermano menor, en la otra punta de la casona en U. Por la noche, Martín se escapaba, por un rato, al cuarto de su novia. Si algún miembro de la familia veía algo, miraba para otro lado. Las formas tradicionales, así, estaban a salvo.

El sábado hubo yerra. Castraron novillos, contaron y marcaron la hacienda, vacunaron al ganado. La movida cerró a la noche con una comida en la estancia de los primos de Martín. Estaban todos invitados. Pero Juanita decidió quedarse. Quería, afirmó, aprovechar para estudiar para el próximo final. Prefería estar en la cómoda hamaca paraguaya, al lado de la pileta.

Martín ni loco se perdía la comida con todos sus parientes. Partió divertido con su madre y el resto de la familia, pero sin Esteban, su padre, que a último momento se bajó del programa. Esta vez me quedo, dijo distraído, tengo trabajos de escritorio pendientes. Y mandó saludos.

En la casa, al borde de la pileta, quedaron los dos. Él con sus libros de cultivos y animales, sacando cuentas. Ella con sus apuntes de facultad. Futuro suegro y futura nuera. Casi parientes.

Juanita, con 22 años, era una sexy morocha de pelo largo y buenas lolas. Esteban se veía muy bien, flaco y en forma para sus 48. Portaba fama de mujeriego y seductor. Un tipo mirón, pensó Juanita, que lo veía atractivo. Y, quizás, hasta más pintón que Martín.

Las miradas entre los dos, desde hacía algún tiempo, ella las percibía distintas. Los gestos también. Él provocaba con un comentario y ella consentía con una sonrisa. Alguna palmadita confianzuda o un abrazo, al llegar, que duraba unos segundos de más.

Indicios que a Juanita no se le pasaban por alto. Quizás ella también lo estaba coqueteando. Hace poco se había encontrado frente al espejo, mirando su gran escote, meditando qué pensaría Esteban, si le gustarían sus lolas asomadas a ese atrevido balcón.

La novia del hijo, el padre del novio. Incesto político.

Con 32 grados el chapuzón en la pileta no se hizo esperar. Juanita se sacó de un tirón la camisola blanca que llevaba arriba del bikini y se tiró de cabeza. Al salir sacudió su melena negra y salpicó los papeles que Esteban tenía sobre la mesa. Él se sacó los anteojos de leer y se rió. Se levantó haciéndose el enojado y empezó a correrla como un adolescente alrededor de la pileta. La empleada doméstica dormía y los caseros habían desaparecido hacía rato.

Esteban se sacó la remera y se quedó en shorts. Terminaron los dos adentro del agua en un juego torpe y brusco que derivó en caricias. Juanita temblaba de miedo. Y de excitación. Estaba lanzada. Esteban, convencido de que no podrían verlos, avanzó en la oscuridad con la impunidad del ganador.

Ninguno de los dos pensó en Martín. Ni en las reglas sociales. Ni en la idea de pecado en la que se habían educado. Besos fogosos y fuego bajo el agua. Ardieron sin culpas y disfrutaron cada segundo. Las cosas siguieron su curso otra vez bajo el silencio de las estrellas y sobre el pasto húmedo. El placer, bajo el calor agobiante, los aturdía.

A las dos de la mañana, sin decirse nada, cada uno a su cuarto. Se durmieron como angelitos.

El resto llegó cerca de las tres y media de la madrugada. Martín la vio tan dormida cuando abrió la puerta de la habitación que se fue a la suya sin intentar ningún acercamiento.

La lujuria de la noche dio paso a las simulaciones durante el desayuno. Por el comedor, entre tostadas, café y jugos de naranja, desfilaron los recién amanecidos. Martín con esa cara de nabo, pensó Juanita. ¡Lo que se pierde Martín!, pensó Esteban. La madre, enfundada en su robe blanca, o pensó en nada. A ésta no la despabila nadie, pensó Juanita. ¿Cuándo tendré otra oportunidad?, pensó Esteban.

Una imagen que desafía el
Una imagen que desafía el coitocentrismo al enfocarse en la intimidad sin penetración. Descubra cómo el placer y el orgasmo pueden encontrarse de diversas formas en las relaciones íntimas. (Imagen ilustrativa Infobae)

Fue el lunes, que era feriado. Algo parecido a la incomodidad sintió Juanita cuando Esteban le clavó la mirada. A Esteban, en cambio, nada le importaba mucho. Sabía que su mujer vivía en la perfecta estratósfera. La sensación de trampa siempre lo había estimulado, se regodeó, y volvió a admirar las curvas sensuales de Juanita cuando le dio la espalda para levantar la mesa. La forma que le daban a su mínimo pijama le despertaron más fantasías mañaneras.

Volvieron a ingeniárselas para quedarse solos un rato. Esta vez fue a la hora de la siesta. Después de un opíparo almuerzo, todos buscaron refugio del sol. En el galpón, detrás de las monturas, Juanita y Esteban sudaron lo prohibido y quedaron con el olor a bosta impregnado en la nariz. A Juanita le gustó más todavía. La existencia se le antojaba deliciosa y salvaje. Esteban sabía llevarla a su punto máximo de placer, era un experto, se dijo excitada y con la espalda raspada por los fardos de alfalfa donde se habían restregado, sin darse cuenta, durante el agitado encuentro.

Ese fin de semana de cuatro días terminó para casi todos como cualquier otro. Pero a Juanita le había estallado el mundo.

No quería seguir con Martín. Eso no era pasión, se dijo determinada. Había descubierto la adrenalina que segrega la combinación de sexo y miedo. Estaba cegada. Basta del romance tradicional, suspiró. No se preguntó si hacía bien o mal. Carecía de remordimientos. Tampoco sabía si quería seguir teniendo relaciones con Esteban por mucho tiempo. Se le había desatado la locura interior. Tenía el alma demasiado inquieta y la conciencia demasiado suelta.

En dos semanas ya había cortado con Martín, que no entendía nada de lo que ocurría. Estaba inconsolable. Esteban seguía jugando al seductor con su nuera. Juanita, al borde del abismo, vivía fascinada por su descubrimiento de lo distinto.

En eso estaba el día que tenía que venirle y no le vino. Ella era un reloj biológico, se alarmó. Le dolían, además, un poco las lolas y se caía de sueño. Corrió a la farmacia y se compró un test de embarazo. Encerrada en el baño de su casa descubrió en pocos minutos que ya no estaba sola en la vida. Un bebé crecía en su interior. Ahí sí se le tapó la nariz de tanto llorar.

¿Cómo saldría de ésta? ¿Abortar? No se animaba. ¿A dónde recurriría? Sus padres, demasiado puritanos para su gusto, no la apoyarían en ese trance y tampoco tenía plata para pagarlo por su cuenta. ¿Tenerlo? Se cagaba la vida, se dijo. Se paralizó. Su frialdad hizo agua por un rato. No se lo contó a nadie. Anduvo como un fantasma espantado y a la deriva. Tras unas noches de insomnio, se iluminó. O eso creyó. Iba a tenerlo. Sí, eso haría. Le diría a Martín que el bebé era de él. Quizá, después de todo, hasta lo fuera. Aunque ella estaba convencida de que ese manojo de células, que se reproducía sin freno en su útero, era de Esteban.

No tenía por qué arreglarse con Martín, él se haría cargo aunque ya no fueran novios. Y Esteban pagaría lo que hiciera falta, temeroso de que algún coletazo impensado de la historia lo metiera en el ojo del huracán A Juanita le pareció la solución perfecta. Su mente pergeñó el engaño que sostendría durante toda su vida. Además, se preguntaba sin saber la respuesta, si hacían un ADN debería dar lo mismo, ¿no? Al fin y al cabo eran padre e hijo… todo quedaba en familia.

El plan le salió, en principio, a la perfección. Martín, conmovido, se ajustó a las novedades. Le alquiló un depto cerca de donde vivía él con sus padres, con plata de Esteban, y prometió hacerse cargo sin quejas, a la distancia de unas pocas cuadras. Ni se le ocurrió lo del ADN. Esteban, con tantas carreras corridas, prefirió pagar todo lo del hijo de su hijo, a averiguar. Y Juanita pasó a vivir en un departamento de 32 metros cuadrados bancado por su breve amor de pileta.

El bebé nació, lo llamaron Pedro y se parece a ambos. La abuela paterna, en su limbo, feliz de cuidarlo cada tanto. Pedro y Piedra, piensa Juanita, son lo mismo: una roca enorme que te hunde y te ancla.

Juanita dejó la carrera, se ocupa a medias del hijo y busca trabajo. Se cagó la vida de todas formas, se dice cada madrugada cuando se levanta a preparar la mamadera. Por momentos odia a Pedro. Y a Esteban. Y al tonto de Martín. Y a la estúpida de su suegra. Y a sus padres, por ser unos mojigatos y tan poco gambas. Todos ellos tienen la culpa de su infelicidad. Ellos la convirtieron en una esclava, se envenena pensando, cada vez que suena el llanto.

Al diablo con todas las aventuras que soñaba. No será veterinaria. Ni viajará como sus amigas. Ya ni tiempo tiene para romances. Hasta para bañarse tiene que encontrar un hueco de diez minutos. Ser madre es una puta cárcel, reflexiona. Pedro está ahí con su carita redonda y sus morisquetas para recordarle todos los días su eterna mentira y esa noche de tanto calor. Qué mierda. Qué criatura demandante, estalla.

A Juanita le importa un reverendo comino saber quién es realmente el padre. Se siente atrapada. A veces, se pregunta si no estará loca. No puede hablar de esto ni con sus amigas. No la entenderían. Son perfectas Susanitas: buenas, maternales y abnegadas. También las odia. Si volviera para atrás en el tiempo, Juanita sabe que no lo tendría ni en pedo. Se habría hecho un aborto por su cuenta y le habría exigido la plata a Esteban con la amenaza de un buen escándalo y... a otra cosa mariposa.

Pedro tiene asegurada una familia disfuncional. Y Juanita cree no merecer este purgatorio en vida.

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