Hará una treintena de años escuché o leí una anécdota, probablemente falsa, relacionada al gran escritor argentino Adolfo Bioy Casares y que resume, mejor que cualquier otra, el donjuanismo inolvidable y el espíritu de sutileza del autor de “Guirnaldas con amores”.
La anécdota en cuestión -una anécdota al uso de Casanova- era la siguiente: Bioy había decidido concluir tres relaciones amorosas paralelas con mujeres de la alta sociedad porteña, amigas entre sí. El escritor era un hombre casado y las mujeres pertenecían al mismo grupo de relaciones que la esposa de Bioy, la escritora y pintora Silvina Ocampo.
Silvina estaba informada perfectamente de la triple aventura de su marido y Bioy se sentía mortificado. El asunto merecía un examen: las tardes compartidas en la vastedad del gran salón con ventana a la plaza San Martín de Tours no eran sencillas y Bioy, que era un hombre compasivo a su manera, sentía vergüenza de esa suerte de promiscuidad elegante y del destino ingrato al que condenaba a sus amigas.
Las tres mujeres fueron invitadas entonces, telefónicamente, a una conversación importante en el café “La Biela”, a pocos metros del departamento de dos pisos que Bioy y Silvina compartían en la calle Posadas. El escritor no acudiría nunca a la cita, pero las mujeres, que coincidirían a la entrada del café a las 17.00 en punto –dando muestras de la puntualidad proverbial que su encantador amigo les había enseñado- coincidirían también en algo mucho más importante y que delataría la presencia del amante ausente: todas ellas pedirían té sin limón, una costumbre que Bioy había adquirido en sus mocedades europeas. Las tres amigas no pudieron evitar mentar el origen de esa delicada costumbre, y así, cada una de ellas supo de la existencia de Bioy en la vida de las otras.
Algunos años después de esta aventura, Bioy, que fue amante durante mucho tiempo de una de las sobrinas de Silvina Ocampo, Silvia Angélica García Victorica, fue padre de Marta Bioy, una niña nacida el 8 de julio de 1954, en Pau, Francia y cuya madre biológica era la argentina María Teresa von der Lahr. Bioy y Silvina adoptaron a la niña unos meses después y volvieron con ella a Buenos Aires. Para la época del nacimiento de Marta Bioy, su padre tenía casi cuarenta años, y Silvina, cincuenta.
Nueve años después del nacimiento de su hija Marta, Bioy fue padre de un niño, Fabián, concebido en una relación clandestina con una mujer casada: Sara Josefina Demaría Madero. Bioy reconocería a su hijo muchos años después y viajaría frecuentemente con él a Europa. A la muerte de Bioy el hijo actuaría como albacea testamentario y organizador del enorme material bibliográfico relacionado a su padre. Los dos hijos habidos de relaciones extramatrimoniales fueron acaso el símbolo perfecto de ese amante prolífico que alguna vez declararía: “Las mujeres fueron esenciales en mi vida. Es cierto, caramba, no me porté del todo bien con todas, pero siempre he querido pensar que a mi lado han sido felices”.
El amante desdichado
Pero Bioy no fue solamente un seductor empedernido; fue, también, hay que decirlo, un amante desdichado. En el verano del año 1950 conoció a Elena Garro, esposa de Octavio Paz, en una gala efectuada en el fastuoso hotel “George V” de París.
Bioy tenía treinta y cuatro años y Garro treinta y dos. El flechazo fue inmediato, porque Bioy, en esa época, era una suerte de Adonis criollo, además de inteligente y muy rico, y Elena, una joven hermosa, liberal y sumamente original en sus elecciones vestimentarias.
Bioy se enamoró de Elena, y la relación estuvo sujeta a los vaivenes de las vidas matrimoniales de ambos. El epistolario publicado pocos meses antes de la muerte de Bioy es un testimonio desgarrador de las inconstancias y los desencuentros en los asuntos de Cupido y nos permite advertir claramente la particular falta de sincronía entre los deseos y las realizaciones concretas en la vida de casi todos los seres.
Poco tiempo después de su segundo encuentro, en la primavera parisina de 1951, Bioy escribe: “Mi querida, aquí estoy recorriendo desorientado las tristes galerías del barco. Sin embargo, te quiero más que a nadie. Desconsolado, visito de vez en vez tu fotografía. Has poblado tanto mi vida en estos tiempos que si cierro los ojos y no pienso en nada aparecen tu imagen y tu voz. Debo resignarme a conjugar el verbo amar, a repetir por milésima vez que nunca quise a nadie como te quiero a ti, que te admiro, que te respeto, que me gustas, que me diviertes, que me emocionas, que te adoro”. El cazador había sido cazado: Bioy mismo lo reconocería.
Elena Garro moriría en la más profunda pobreza el 22 de agosto de 1998. Diez años antes, en un viaje a México, Bioy estuvo tentado de verla, pero no lo hizo. Acaso haya pensado lo mismo que uno de los personajes de sus cuentos: “Vernos tal vez nos probaría que el pasado pasó y que nos hemos convertido en otros”.
Bioy Casares murió el 8 de marzo de 1999, seis años después que Silvina Ocampo y siete meses después que Elena Garro. Sobrevivirlas mucho tiempo más le hubiese parecido la mayor de las descortesías.
* Este artículo se publicó originalmente en el sitio Realpolitik