Volver para contarlo, el primer libro de la doctora en Comunicación, docente e investigadora argentina Andrea Calamari, hace un recorrido por la historia literaria del viaje que va “de la pampa a las estrellas”.
Este libro, editado por Paidós, repasa de manera fantástica no una historia sino la madre de todas las historias: cómo la literatura contó los viajes.
Para trazar este recorrido, la autora parte del “prodigio de abundancia y aburrimiento de la llanura del centro de la Argentina” para ir hacia atrás hasta Egipto y la Antigua Grecia, pero también hacia adelante, hasta el proyecto SpaceX de lo que llama el “Marco Polo techie”, el magnate Elon Musk.
Ulises, Homero, Virgilio y Darwin se mezclan con Borges, Kafka, Herzog, Mekas y Gombrowicz en este fascinante tomo que, más que un libro, es un viaje en sí mismo.
Ficha
Título: Volver para contarlo
Autora: Andrea Calamari
Editorial: Paidós
Páginas: 368
Precio (en Argentina): Papel: $ 21.000 Digital: $ 8.100
“Volver para contarlo”, de Andrea Calamari
Aquella famosa piedra negra
Los cristianos tienen prohibido llegar a La Meca y los viajeros europeos no logran resistirse; nada hay más tentador que penetrar en el territorio sagrado de los sarracenos.
Ludovico Varthemas nació en Bolonia y pasó a la historia por haber sido el primer europeo no musulmán que entró en La Meca como peregrino haciéndose pasar por escolta de una caravana, con el nombre Yunas. Lo arrestaron en Yemen bajo el cargo de espía cristiano, se alió con un comerciante persa, fue a la India y luchó contra los portugueses, rodeó África y volvió a Roma, donde se despidió de los lectores que siguieron su itinerario. Era 1510.
Alí Bey el-Abbassi no era más que un invento; su nombre era Domingo Badía, nació en Barcelona, se infiltró en territorio musulmán como espía a sueldo del gobierno español, se ofreció frente a Napoleón, se llamó Alí-Othman y viajó a Damasco, donde el servicio secreto británico lo invitó a tomar una taza de té. Fue lo último que hizo. Era 1818. De él quedó un libro con sus observaciones sobre las ciudades que visitó y el relato de su peregrinación a La Meca.
Johann Burckhardt era suizo y lo desvelaba tanto el mundo musulmán que pasó años en Cambridge estudiando árabe y preparándose para su viaje definitivo: salió a caminar bajo el sol durante una ola de calor sin ninguna protección, vivió a agua y verduras, durmió en el piso. Cuando terminó el entrenamiento, partió a Siria para estudiar las leyes del islam haciéndose pasar por mercader y se convirtió bajo el nombre Ibrahim ibn Abdullah. En 1817, mientras hacía un alto en El Cairo, la disentería terminó con él y con sus planes de cruzar el desierto.
El caso de falso musulmán más conocido es el del capitán Burton. Su vida entera estuvo consagrada a hacer de sí un personaje, su fama lo precedía.
Disfrazado con vestiduras orientales, salí de Londres el 3 de abril de 1853. Había cuidado de dar a mis equipajes un carácter en consonancia con mi apariencia y, con el título de un príncipe persa, tomé pasaje rumbo a Alejandría.
Después de príncipe fue médico indio, repartió medicinas y curó pacientes hasta que cambió de profesión para ser sacerdote peregrino, compró un certificado y lo guardó con sus pistolas y puñales. A poco de alcanzar La Meca, tuvo su última transformación: le afeitaron la cabeza —excepto un mechón en la coronilla—, le arreglaron el bigote, le cortaron las uñas, lo bañaron y perfumaron, lo envolvieron en dos telas largas e incómodas y le indicaron las prescripciones estrictas para el viaje sagrado:
Evitar peleas y charlas triviales Abstenerse de inmoralidades
No cazar ni hacer daño a ningún animal
Frotarse el cuerpo con la palma de la mano para no dañar a ningún insecto
No tocar los árboles No arrancar hierbas
No usar aceites, pomadas o perfumes No cortar la barba
No cubrirse la cabeza
Cualquier infracción de estas reglas debía ser compensada por el sacrificio de un carnero.
Cientos de peregrinos llevando lanzas y arreando camellos; no se distinguen hombres de mujeres; los gritos en honor al dios retumban en las rocas y se pierden entre los precipicios. Cuando por fin llegan al santuario, de todos los devotos que se abrazan contra aquella famosa piedra negra no hay nadie tan satisfecho como sir Richard Burton, maestro del engaño. Debo reconocer, sin embargo, que mi emoción era la del orgullo satisfecho en tanto que la suya tenía origen en el éxtasis del sentimiento religioso.
La geografía de lo sagrado
“Nel mezzo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura ché la diritta via era smarrita”
Dante Alighieri
La humanidad se resiste a pensar la muerte como un momento y prefiere que sea un lugar: un reino, un dominio, un paisaje, el punto de llegada al que todos iremos a parar. Si el viaje es metáfora del tránsito por la vida, entonces la muerte es el destino último, y para aliviar esa carga apareció el más allá, que nos garantiza un espacio para siempre y un recorrido sin final a la vista; eso sí, hay que morirse para llegar. Entonces inventamos el descenso al inframundo como motivo literario. Algunos vivos hacen ese viaje y nos cuentan a los demás cómo es el lugar que nos espera.
Gilgamesh bajó para ver si así conseguía ser inmortal; Odiseo, para encontrar el rumbo a Ítaca; Eneas fue a buscar a su padre y confirmar su destino; Hércules, a cumplir un trabajo; Orfeo, a recuperar a su esposa Eurídice, y Psique, para demostrar su amor a Cupido; los protagonistas del Popol-vuh fueron a vengar a su padre; Dante lo hizo para estar con Beatrice.
No importan los cuentos ni los nombres de los personajes, cada uno de ellos está encarnando una función narrativa que lo hará pasar de la desorientación al conocimiento. Aquellos que con aliento en sus bocas pisan el reino oscuro deben hacerlo con cuidado, tener una guía y seguir sus reglas, porque es un recorrido único e infrecuente.
No se puede tomar a la ligera el contacto con la muerte.
Ir al inframundo es una experiencia radical. Permite acceder a todo el saber que la humanidad ha acumulado, es un viaje en el tiempo y el recorrido por una geografía descomunal; la escala no es humana. Con los años dejamos de hacerlo y ahora son los zombis o La Parca —la misma muerte— los que hacen el esfuerzo y vienen hacia nosotros.
El inframundo de griegos y romanos fue descripto primero por los poetas y después por los filósofos.
—¿Existe algo contrario a la vida o no hay nada?
—Sí; hay algo.
—¿Qué?
—La muerte.
—¿El alma no admite la muerte?
—No.
—¿El alma es, pues, inmortal?
—Inmortal.
El alma es inmortal, dice Sócrates. Le preguntan dónde están entonces las almas de todas las personas que primero vivieron y después murieron; contesta que la tierra es redonda y grande, sumamente grande, y que las personas habitan una porción minúscula, todas amontonadas como ranas alrededor de un charco. Dice que en el planeta hay una grieta enorme de la que salen dos corrientes de agua: una está en la superficie (lo que se llama Océano) y otra está sumergida (se llama Tártaro, Aqueronte, Averno). En lo profundo no hay arriba y abajo, no hay mejor ni peor, el lugar a donde van los muertos nunca es agradable. Por eso es un sinónimo del infierno.
Le preguntan a Sócrates por el derrotero de las almas; él describe la geografía y explica el procedimiento. Cuando las almas llegan, comienzan a deambular por un sistema complicado y burocrático —tienen la eternidad por delante— que incluye barqueros, ríos y lagunas para olvidar, también jueces, sentencias y destinos. Es un mundo en movimiento, se ve lleno de vida.
Nuestra idea del mundo de los muertos se la debemos a Dante. Él diseñó un espacio arquitectónico con sombras y luces, con un infierno caliente y un Cielo con mayúsculas, trazó un mapa ordenado de acuerdo con niveles hacia arriba y hacia abajo. La mayoría de las ediciones actuales de la Comedia incluyen mapas y, aunque Dante no dibujó ninguno, las representaciones posteriores se fueron haciendo a partir de sus descripciones. Con su relato, el poeta nos va guiando y nos lleva de la mano por un escenario tan efectivo que todo el porvenir tomó su imagen.