La Segunda Guerra Mundial es uno de los episodios más oscuros de la historia de la humanidad. Y, aunque mucho se ha escrito sobre las atrocidades del nazismo, todavía siguen apareciendo historias olvidadas de aquella época siniestra que sirven para ampliar el ejercicio de la memoria, duro pero necesario.
La que cuenta la escritora e historiadora española Fermina Cañaveras en su nuevo libro, El barracón de las mujeres, es una de esas historias que se perdieron con el transcurso de las décadas, sobre las mujeres españolas que, tras la Guerra Civil en su país, fueron tomadas como prisioneras y trasladadas a un campo de concentración nazi, donde fueron obligadas a prostituirse.
“Yo, Isadora Ramírez García, que perdí mi nombre cuando abandoné España junto a mi madre, Carmen, y a mi tía Teresa en 1939 en busca de mi hermano Ignacio, voy a contarte mi historia, María. Para que sepas quién soy y quién era tu abuela, y todo aquello que reunió a nuestras familias durante la Guerra Civil para separarlas después”, escribe Cañaveras, que repone la voz de su abuela.
Y agrega: “Sabrás de sus pérdidas, que fueron las mías, del dolor inhumano y las lágrimas constantes… Y lo que pasó cuando nuestros destinos se separaron y yo me convertí en una de las prostitutas del campo de concentración de Ravensbrück, un lugar lleno de puentes y palomas blancas, cuyas plumas se ensuciaron de sangre y semen por dos razones: la simple y llana supervivencia y la lucha incesante, con armas escasas, contra el fascismo”.
En esta novela histórica, editada por Espasa, Cañaveras parte de una cruda historia familiar para ampliar un oscuro capítulo del siglo XX. El barracón de las mujeres hace foco en Ravensbrück, el “campo de concentración infame que atentó contra la vida de miles de mujeres”, y a pesar de ser un texto difícil y duro de leer, nunca pierde la esperanza, esa que “cantó de nuevo por la libertad, las mujeres, los oprimidos y la revolución”.
“El barracón de las mujeres” (fragmento)
El día en que me convertí en una puta de campo
Empezaba a amanecer y aún no habían terminado conmigo. Solo me habían dado un triángulo negro, que tuve que coser a mi ropa, para dejarme claro que me iban a convertir en una Feld-Hure y me habían hecho una foto. Después, los capos nos separaron en grupos según el color que se nos había asignado. Las elegidas para prostitutas éramos unas cuarenta mujeres. Nos condujeron a otra sala, estaba repleta de sillas. Nos obligaron a sentarnos y otras compañeras comenzaron a peinarnos con un peine de finísimas púas de alambre. Los piojos caían sobre nuestros hombros. Nos rociaron la cabeza de insecticida, esperaron unos segundos, y repitieron la operación. A las mujeres que tenían largas y frondosas melenas, se las cortaban, pero no nos raparon, aunque sí lo hacían con casi todo el resto. Piedad tampoco conservaba el pelo. No había que ser muy espabilada para darse cuenta de que a las que íbamos a servir al Tercer Reich con nuestro cuerpo el pelo nos hacía más atractivas.
Cuando terminaron de despiojarnos, nos hicieron formar otra fila. Estaba claro que nuestras vidas a partir de ahora, la mayoría del tiempo, iban a transcurrir así: formando filas, pasando listas, siendo utilizadas como mano de obra esclava, sentadas o de pie según lo que nos tocase hacer. A las putas nos había tocado lo peor: la mayor parte del tiempo lo pasaría tumbada, con las piernas abiertas y el sexo disponible para todo el que lo quisiera utilizar.
Mientras esperaba mi turno, escuché a una mujer que hablaba en español decir que ese trato era porque nos esperaba algo mejor, que seguro que nos llevarían a servir a las casas de los altos mandos de las SS. «¡Pobre ingenua!», pensé. Seguramente, si no me hubiera encontrado a Piedad, también habría pensado lo mismo. Me acerqué a ella y le pregunté su nombre.
—Me llamo Josefa Sánchez.
—Josefa, no nos quieren para servir, nos quieren para follarnos.
Una de las guardianas, de forma muy amable, nos pidió que la acompañásemos hasta una pequeña habitación. Nos dijo, en un óptimo francés, que nos desnudásemos y que esperásemos al doctor. Nos esperaba un humillante control ginecológico, efectuado en condiciones vergonzosas y antihigiénicas. De nuevo nos pidieron que formásemos una nueva fila, todas desnudas, una detrás de otra. Bajo el brazo, el nuevo uniforme. Allí estábamos, guardando nuestro turno.
Cuando llegó mi turno, me tumbé en la camilla, abrí mis piernas temblorosas y me tapé los ojos con las manos. No quise mirar. Noté algo frío en mi vagina, frío y duro. Llegaba a las entrañas y, al momento, un pinchazo. No tenía ni idea de lo que me acababan de inyectar. No sabía para qué era el líquido que pusieron dentro de mi sexo; por unos instantes pensé que era para matarme, pero no tenía mucho sentido. No me habían cortado el pelo como a las demás, los cuervos no tenían tantas contemplaciones con alguien que iba a morir, ya me lo habían demostrado con mi madre. No dejé de llorar durante el reconocimiento. Al doctor Ludwig Stumpfegger le daba lo mismo el motivo de mi llanto, estaba demasiado ocupado con mi vagina. Para él, lo primero era mi productividad, lo demás le importaba poco. Era el médico nazi del campo y teniente coronel de las Waffen-SS, la sección de combate de las SS. Con el mismo utensilio fuimos examinadas todas.
Concluida la primera humillación, la misma jovencita que nos había acompañado apareció de nuevo. Nos dio órdenes para que nos vistiéramos y nos condujo a otra habitación, la de los tatuajes. A las putas se les concedían «privilegios»: no te tatuaban el número de prisionera en el reverso del antebrazo, como al resto de las compañeras, sino en el pecho, bien visible si estabas desnuda y a la luz, más difícil de esconder que el del brazo, para que a nadie se le olvidase lo que éramos y en la basura en que nos había convertido el Tercer Reich. Aunque tampoco es que yo lo haya escondido nunca, no me avergüenza. Algunas decisiones que tomé más tarde me avergüenzan mucho más que estas letras en mi pecho, María.
De allí salimos marcadas como Feld-Hures, además del número y el triángulo negro invertido. Era lo bastante grande para que pudiera verse sin problema, de unos cinco centímetros aproximadamente. Estábamos listas, matriculadas. Ya éramos las putas de ese campo de concentración. Deseaba que terminase todo aquello. El pecho me ardía, era un dolor profundo e intenso, y no paraba de sangrar. Ya estaba lista para «la incorporación de las novatas», brutal y diseñada para imponernos la sumisión y la deshumanización. Tu abuela Sole, en parte no iba desencaminada: siempre me decía que ser puta y servir venía a ser lo mismo.
Éramos las elegidas, acabábamos de pasar a la historia como «las asociales», pues así se apellidaba el barracón en el que nos instalaron. Las putas del Tercer Reich íbamos a entregar nuestro cuerpo a los soldados para que lo disfrutaran una y otra vez.
Por fin llegamos a lo que sería nuestro nuevo hogar, «el pabellón de las asociales». Un barracón no demasiado grande con literas de madera. A las nuevas nos tocaba las de abajo, nuestro colchón era una lujosa tabla roída, llena de sangre y húmeda de orina. En cada cama, tres reclusas. Yo me acomodé con Josefa y con Vicenta. Justo al lado de nuestro inmenso nuevo hogar estaba el barracón número 27, el prostíbulo.