Para haber sido un libro tan controversial a la hora de su publicación, a la adaptación cinematográfica de La Zona de Interés no le fue nada mal. Es una de las favoritas de la temporada de premios y, solo en los Oscars, se llevó cinco nominaciones, incluidas las de Mejor Película y Mejor Director.
Pero el libro en el que se basa el film de Jonathan Glazer no tuvo la misma suerte de inmediato, e incluso cuando se trataba de un escritor de la talla del británico Martin Amis, que para entonces ya había publicado otros 13 exitosos libros y ganado varios premios, el autor se encontró con cierta reticencia de sus editores de siempre, que no se animaban a publicar un libro como La Zona de Interés.
Después de meterse de manera “oblicua” en el Holocausto con su novela de 1991 La flecha del tiempo, esta vez Amis se zambulle de lleno en este oscuro período de la historia. La Zona de Interés, a la que el director de su adaptación describió como un “Gran Hermano nazi”, describe la vida cotidiana de un jerarca alemán que vivía, a puro lujo y junto a su familia, a pocos metros del campo de concentración de Auschwitz.
Publicada por Anagrama, esta novela tiene como protagonista a Golo, un joven oficial sobrino del jerarca nazi Martin Bormann, que llega a un campo de exterminio para trabajar en la puesta en marcha de una fábrica con mano de obra esclava.
“Seductor nato, no tarda en quedar prendado de Hannah, la esposa del comandante del campo, el grotesco Paul Doll. Y a este triángulo se une una cuarta pieza, el Sonderkommando Szmul, es decir, uno de esos judíos que colaboraban con los verdugos”, puede leerse en la contratapa.
La Zona de Interés, cuyo comienzo puede leerse al final de esta nota, se publicó en 2015 pero, lejos de quedar en el olvido, mereció una nueva oleada de interés gracias a la nominada adaptación cinematográfica que, como el libro en el que se basa, no le teme a la controversia.
Así empieza “La Zona de Interés”, de Martin Amis
No me era extraño el resplandor del relámpago; no me era extraño el rayo. Con una experiencia envidiable en ambas cosas, no me era extraño el aguacero; el aguacero y luego el sol y el arcoíris.
Ella volvía de la Ciudad Vieja con sus dos hijas, y se hallaban ya muy dentro de la Zona de Interés. Delante de ellas, a la espera para recibirlas, se extendía una avenida –casi una columnata– de arces, cuyas ramas y hojas lobuladas se entrelazaban en lo alto. A última hora de una tarde de verano, llena de mosquitos diminutos y brillantes... Mi cuaderno está abierto sobre un tocón, y la brisa hace fluctuar con curiosidad sus hojas.
Alta, ancha y llena, y, sin embargo, de paso liviano, con un vestido estriado blanco que le llegaba hasta los tobillos y un sombrero de paja de color crema con una banda negra, y un bolso de paja bamboleante (las niñas, también de blanco, también llevaban sombreros y bolsos de paja), entraba y salía de tramos de una calidez leonada, amarillenta, difusa. Reía con la cabeza hacia atrás, y la garganta tensa. Yo le seguía el paso, en paralelo, con mi chaqueta de tweed hecha a medida y mis pantalones de sarga, con mi tablero de pinzas y mi pluma estilográfica.
Ahora las tres cruzaban el camino de entrada a la Academia Ecuestre. Rodeada traviesamente por las niñas, dejó atrás el molino de viento ornamental, el alto palo de mayo, los patíbulos de tres ruedas, el percherón atado con descuido a la bomba de agua de hierro, y siguió hacia delante.
Y entraron en el Kat Zet (N. del T.: pronunciación de KZ, abreviatura de Konzentrationslager: campo de concentración) ; en el Kat Zet I.
Algo sucedió a primera vista. Un relámpago, un trueno, un aguacero, el sol, el arcoíris..., la meteorología del primer vistazo.
Se llamaba Hannah, señora Hannah Doll.
En el Club de Oficiales, sentado en un sofá de crin, rodeado por adornos equinos de metal y estampas de caballos, y de tazas de sucedáneo de café (café para caballos), le dije a Boris Eltz, mi amigo de toda la vida:
–Por un momento volví a ser joven otra vez. Fue como amor.
–¿Amor?
–He dicho como amor. No pongas esa cara de pena. Como amor. Un sentimiento de inevitabilidad. Ya sabes. Como el nacimiento de un idilio largo y maravilloso. Amor romántico.
–¿Déjà vu y todo lo de siempre? Sigue. Refréscame la memoria.
–Bien. Admiración doliente. Doliente. Y sentimientos de humildad y de valer poco. Como contigo y Esther.
–Eso es completamente diferente –dijo, alzando un dedo en sentido horizontal–. Eso no es sino paternal. Lo entenderás cuando la veas.
–De todas formas. Luego todo quedó atrás y... Y empecé a preguntarme cómo sería sin nada de ropa.
–Ahí lo tienes. ¿Lo ves? Yo nunca me he preguntado cómo será Esther sin ropa. Si sucediese me quedaría espantado. Me taparía los ojos.
–¿Y te taparías los ojos si fuera Hannah Doll?
–Pues... ¿Quién se hubiera imaginado que el Viejo Bebedor conseguiría a una tan buena como ésa?...
–Lo sé. Increíble.
–El Viejo Bebedor. Pero piensa un poco. Estoy seguro de que siempre fue bebedor. Pero no siempre fue viejo.
Dije:
–¿Las chicas qué años tendrán? ¿Doce, trece? Ella tendrá nuestra edad, entonces. O quizá sea un poco más joven.
–Y el Viejo Bebedor la dejó preñada cuando tenía... ¿dieciocho?
–Cuando él tenía nuestra edad.
–Muy bien. Casarse con él se le podía perdonar, entonces, supongo –dijo Boris. Se encogió de hombros–. Dieciocho años. Pero no le ha dejado, ¿no? Eso no se explica así como así, ¿no?
–Lo sé. Es difícil de...
–Mmm. Es demasiado alta para mí; y ahora que lo pienso, también es demasiado alta para el Viejo Bebedor.
Y aún nos preguntamos otra vez: ¿cómo puede ocurrírsele a alguien traer aquí a su mujer y a sus hijas? ¿Aquí?
Dije:
–Éste es un sitio más para hombres.
–Oh, no sé... A algunas mujeres no les importa. Algunas mujeres están igual que los hombres. Piensa en tu tía Gerda. Le encantaría esto.
–La tía Gerda puede que lo aprobara en principio –dije–. Pero esto no le encantaría.
–¿Y crees que a Hannah le encantará esto?
–No da la impresión de que vaya a encantarle esto.
–No, no la da. Pero no olvides que es la mujer perfectamente voluntaria de Paul Doll.
–Ya... Entonces quizá se sienta de maravilla aquí –dije–. Eso espero. Mi aspecto físico funciona mejor con las mujeres a las que les encanta esto.
–... A nosotros no nos encanta esto.
–No. Pero nos tenemos el uno al otro, a Dios gracias. Que no es poco.
–Cierto, querido. Tú me tienes a mí, y yo te tengo a ti.
Boris, mi amigo permanente –empático, intrépido, guapo, semejante a un pequeño César–. Jardín de infancia, niñez, adolescencia, y luego, más adelante, nuestras vacaciones en bicicleta recorriendo Francia, Inglaterra, Escocia e Irlanda, y nuestro largo y difícil viaje de tres meses desde Múnich a Regio Calabria, y luego a Sicilia. Sólo en la edad adulta pasó nuestra amistad por dificultades, cuando la política –cuando la historia– apareció en nuestras vidas. Dijo:
–Tú te irás para navidades. Yo me quedaré aquí hasta junio. ¿Por qué no me voy yo al este? –Dio un sorbo y frunció el entrecejo y encendió un cigarrillo–. Por cierto, tus posibilidades, hermano, son prácticamente inexistentes. ¿Dónde, por ejemplo? Hannah es demasiado visible. Y ya puedes tener cuidado. El Viejo Bebedor podrá ser el Viejo Bebedor, pero también es el comandante.
–Ya. Aun así. Cosas más raras se han visto.
–Se han visto cosas mucho más raras.
Sí. Porque era un tiempo en el que todo el mundo sentía la fraudulencia, la desvergüenza sarcástica y la impresionante hipocresía de todas las prohibiciones. Dije:
–Tengo una especie de plan.