¿No tenés tiempo para leer? ¿Te cuesta concentrarte? Estos microcuentos son para vos

“Ni puedo ni quiero” reúne los mejores relatos cortos (algunos de una sola oración) de la escritora estadounidense Lydia Davis, una de las mayores exponentes de este peculiar género literario.

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Aquellos que quieren leer pero
Aquellos que quieren leer pero les cuesta concentrarse o encontrar el tiempo podrían encontrar una solución a sus problemas con los microcuentos de Lydia Davis.

En los últimos años, fueron pocas las charlas que tuve sobre libros en las que la conversación no viró hacia los dos problemas más grandes que surgen a la hora de leer: la falta de tiempo, por un lado, y el déficit de atención, por el otro.

“¿Quién tiene el tiempo? ¿Por qué, además?”, se preguntó el escritor argentino Hernán Casciari -ese que hizo llorar a Messi con uno de sus cuentos- en una controversial entrevista realizada a fines de 2023, en la que afirmó:

Yo no creo en la literatura, para empezar, ni mucho menos que se lea. La literatura era una cosa de épocas en las que no teníamos pestañitas que minimizar, ni teníamos catorce dispositivos... La literatura era algo para un señor que venía a las siete de la tarde y tenía el tiempo suficiente de sentarse en un sofá con un libro de 550 páginas cuyas primeras 25 eran las descripción del personaje, facial. ¿Quién tiene el tiempo? ¿Por qué, además? Era buenísimo cuando no había otra cosa, y ya está, buenas noches.

A pesar de las críticas que recibió, hay algo de cierto en lo que plantea Casciari. ¿A quién le sobran las horas -y tantas- para leer en los tiempos que, como todos, corren? ¿Quién puede darse el lujo de poner en pausa el mundo para sumergirse en las quinientas o hasta mil páginas de uno de esos bodoques clásicos? ¿De dónde sacan la energía y la atención aquellos que, todavía y a pesar de todo, sostienen el hábito?

Hernán Casciari sobre la literatura
Hernán Casciari sobre la literatura y la lectura en la actualidad: "¿Quién tiene el tiempo? ¿Por qué, además?".

Cuando me plantean la falta de tiempo o de atención, mi primera respuesta -porque, además de periodista, soy un librero frustrado que se desespera por poner el libro indicado en las manos de la persona que lo necesita- suele ser una pregunta: “¿Leíste poesía?”. Los poemarios no suelen exceder las 100 páginas. Su lectura es rápida y puede dejarse y retomarse a piacere.

Pero no son pocas las personas a las que la poesía las repele o las intimida. Ya sea por la ausencia de una trama, la falta de hábito o por puro prejuicio, no muchos se animan a zambullirse en este género a pesar de todo lo que tiene para dar. Es por eso que, para aquellos que tienen ganas de leer pero se frustran al no poder terminar una novela, hay un género ideal que podría ser la solución a sus problemas: el microcuento.

Como su nombre lo anticipa, el microcuento es un relato corto reducido a su mínima expresión. Puede tener una página, un párrafo o incluso una sola línea. Y, aunque pueda parecer algo sencillo de llevar a cabo, se requiere maestría para contar una historia en tan pocas palabras. No todos tienen el poder de síntesis que tanto alababa Borges, el gran escritor argentino que se negó a incursionar en la novela y que siempre se mantuvo en los controlados confines del cuento.

La historia de mi primer encuentro con el mundo de los microcuentos me resulta un tanto vergonzosa. Estaba terminando la secundaria y me había fanatizado con el escritor estadounidense Paul Auster, cuyas novelas había devorado con más gula que placer.

En la búsqueda desesperada por más, me topé con Lydia Davis, que fue su pareja y que vino a completar la tríada de mujeres, junto a Yoko Ono y Laurie Anderson, a las que conocí por ser “las esposas de...”, pero que, luego de adentrarme en sus obras, acabaron superando con creces a las de sus parejas. Fue así que, con el tiempo, Paul Auster, John Lennon y Lou Reed se terminarían convirtiendo en “los esposos de...”. Los años pasan, uno aprende y, con suerte, las cosas cambian.

Fue así que, impulsado por mi adicción a Paul Auster, averigüé cuanto pude acerca de Lydia Davis y compré el único libro suyo que, en ese entonces, estaba disponible en español: Ni puedo ni quiero.

Publicado por Eterna Cadencia y traducido por Inés Garland, este libro es una antología que reúne sus mejores relatos cortos. Aunque algunos tienen varias páginas y, estrictamente, no podrían ser considerados microcuentos, la mayoría no tiene más de una carilla y, a mi parecer, los mejores no tienen más de un puñado de palabras.

Lydia Davis, en una foto
Lydia Davis, en una foto de su juventud.

Con una voracidad distinta a la que me había surgido con Auster, devoré los microcuentos de Davis pero, esta vez, no salí desesperado a conseguir todos sus libros. Sus 300 páginas y sus más de 130 cuentos cortos me bastaron de sobra, de manera similar a como suele bastarme un buen poemario, que puedo terminar en minutos pero cuyos poemas permanecen burbujeando por semanas.

Veamos, por ejemplo, el relato “Comentario doméstico”, uno de los más cortos de la autora y el primero que leí cuando abrí un ejemplar de Ni puedo ni quiero en mi librería de confianza. Micro por excelencia, el cuento empieza (y termina) así: “Debajo de toda esta suciedad, el piso está realmente muy limpio”. Eso es todo.

Como una llave, los microcuentos de Lydia Davis -que no necesitan de la fantasía para el impacto- abren la ventana que da al contrafrente de la realidad y nos permiten verla con otros ojos. Como en el cuento “Su cumpleaños”, que dice: “105 años: no estaría viva hoy, aun si no se hubiera muerto”. O “Bloomington”: “Ahora que he estado aquí por un rato, puedo decir con seguridad que nunca estuve aquí antes”.

La mayoría de estos relatos cortos se leen fácil y rápido. Su complejidad -y este es uno de sus mayores méritos- no viene de su dificultad ni de su destreza narrativa, sino que nace en el lector mismo. Es como si uno se tirara de cabeza a un charco y, en vez de romperse la cabeza contra el piso, se diera cuenta de que uno puede nadar a sus anchas y a sabiendas de que siempre va a haber un poco más de agua.

Incluso aquellos que son perfectos universos cerrados, todos los cuentos de Lydia Davis dejan al menos una ventana abierta: además de dejar correr el aire fresco, que los años no desgastan, permite que el lector tenga un punto de fuga, un lugar por donde escapar. Y es que, con la misma tranquilidad que emana su obra, sabe que -como me sucedió desde aquella vez que leí por primera vez un microcuento suyo-, así como se fue, va a volver.

Diez microcuentos de Lydia Davis

“Comentario doméstico”

Debajo de toda esta suciedad, el piso está realmente muy limpio.

“La niña”

Ella se inclina sobre su hija. No puede dejarla. La niña está acomodada sobre la mesa. Ella quiere sacar una fotografía más de la niña, posiblemente la última. En vida, la niña nunca se quedaba quieta para una fotografía. Se dice a sí misma: “Voy a buscar la cámara”, como si le dijera a la niña: “No te muevas”.

“Mis pisadas”

Me veo desde atrás, caminando. Hay círculos tanto de luz como de sombra alrededor de cada una de mis pisadas. Sé que con cada pisada ahora puedo ir más lejos y más rápido que nunca antes, así que por supuesto quiero dar un salto hacia delante y correr. Pero me dicen que debo detenerme a cada paso, dejar que mi pie descanse en el suelo por un momento, si quiero que desarrolle plenamente su poder y su alcance, antes de dar el próximo.

“Contingencia (vs. necesidad)”

Podría ser nuestro perro.

Pero no es nuestro perro.

Entonces nos ladra.

“Hombres”

También hay hombres en el mundo. A veces nos olvidamos, y pensamos que hay solo mujeres -interminables colinas y planicies de mujeres carentes de interés. Hacemos bromas y nos consolamos las unas a las otras y nuestras vidas pasan rápido. Pero cada tanto, es cierto, un hombre surge inesperadamente entre nosotras como un pino, y nos mira salvajemente, y salimos despedidas, en grandes mareas, cojeando a escondernos en cavernas y sumideros hasta que se hayan ido.

“Juicio”

Cuán pequeño es el espacio en el que podemos comprimir la palabra juicio: puede entrar en el cerebro de la vaquita de San Antonio, ya que ella, frente a mis ojos, toma una decisión.

“La caminata de Ödön von Horváth”

Ödön von Horváth caminaba cierto día por los Alpes bávaros cuando descubrió, a cierta distancia del camino, el esqueleto de un hombre. El hombre había sido, evidentemente, un alpinista, puesto que llevaba una mochila. Von Horváth abrió la mochila, que estaba casi como nueva. Dentro encontró un suéter y otra ropa; una pequeña bolsa con lo que había sido comida alguna vez; un diario; y una postal de los Alpes bávaros, lista para ser enviada, que decía: “La estoy pasando maravillosamente”.

“Su cumpleaños”

105 años:

no estaría viva hoy

aun si no se hubiera muerto.

“La escritura”

La vida es demasiado seria como para que yo siga escribiendo. La vida solía ser más fácil, y con frecuencia placentera, y por lo tanto escribir era placentero, aunque también parecía serio. Ahora la vida no es fácil, se ha vuelto muy seria, y por comparación, escribir parece un poco tonto. A menudo, escribir no es escribir sobre cosas reales, y cuando se escribe sobre cosas reales, a menudo están tomando al mismo tiempo el lugar de algunas cosas reales. Escribir se trata demasiado a menudo sobre personas que no pueden arreglárselas. Ahora me he vuelto una de esas personas. Soy una de esas personas. Lo que debería hacer, en lugar de escribir sobre personas que no pueden arreglárselas, es dejar de escribir y aprender a arreglármelas. Y prestarle más atención a la vida misma. La única manera de espabilarme es dejar de escribir. Hay otras cosas que debería estar haciendo en su lugar.

“Bloomington”

Ahora que he estado aquí por un rato, puedo decir con seguridad que nunca estuve aquí antes.

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