Hola, ¿cómo está mi Argentina?

Hija de inmigrantes, mi abuela creció en un país que era pura potencia y crecimiento. Pero la caída de la economía la llevó a otras tierras. Sin embargo, el corazón nunca perdió la esperanza.

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Julia Israel, comunicada desde lejos.
Julia Israel, comunicada desde lejos. (Archivo familiar)

“¿Y cómo está mi Argentina?”, me preguntaba mi abuela Julia en el teléfono cuando había cruzado los 95, le quedaban un par de años y las cosas de la vida la habían llevado al otro lado del mundo.

“¿Cómo está mi Argentina?”

No había sido su voluntad: en 2002, agotados por un vapuleo más de la economía del país, derrotados por él, su única hija había levantado campamento junto con su marido, es decir, se iban mis padres. Como pudo, mi abuela defendió su vida porteña, las amigas con las que jugaba al poker todos los jueves, su balcón en Villa Crespo pero no hubo caso.

Así que mis abuelos pusieron la existencia en un container y adiós pampa mía. Pero más de diez años después en ninguna charla faltaba la pregunta: “¿Cómo está mi Argentina?”

Mi abuela había nacido en Misiones, orgullosa primera generación de argentinos. Y aunque alguna vez hablara de los cuentos de su madre -allá en Esmirna, decía, “las aceitunas eran así”, y señalaba hasta la mitad de su dedo-, la vida estaba adelante, no atrás; estaba acá, no en Turquía. Nunca se le hubiera ocurrido que una nieta suya se agarraría de la cédula de identidad de su madre para tener un pasaporte europeo.

Julia, en vacaciones en Mar
Julia, en vacaciones en Mar del Plata (Archivo familiar)

Con el pecho hinchado, mi abuela contaba que su papá se había nacionalizado y “¡votó a Alvear!”, como si así se le hubiera pegado algo del linaje patricio a ese inmigrante que se había ido a plantar tabaco al norte hasta que “la langosta se comió la cosecha” y que entonces se había mudado con toda la prole -siete chicos- a la Capital para terminar como cantante en un café con nombre de ciudad lejana -Izmir (Esmirna)-.

“Argentina hasta la muerte”, recitaba la abuela, que había aprendido a dibujar el mapa a pulso y cantaba tangos, tal vez aprendidos junto a sus hermanos milongueros. Chamuyaban al vesre los hijos del ingeniero agrónomo -y músico- turco. Eran el futuro, la extensión, la modernidad, el granero del mundo, la tierra abierta a todos los hombres de buena voluntad.

Mi abuela se casó -oh, herejía- con el hijo de un ruso y una ucraniana. También primera generación, un hombre de manos grandes que aprendió a trabajar la madera primero y se hizo empresario después. Era la cara del ascenso social en esta tierra prometida, no le gustaba irse de viaje y no creía que hubiera ningún motivo para hablar otra cosa que castellano, aunque con sus padres todavía conversaba en idish. Nacido en pleno Buenos Aires, nunca mencionaba nada que hubiera quedado en Europa, eso era un pasado oscuro que por suerte había sido pisado. Ahora él vivía en el lugar del progreso.

Se conocieron cuando mi abuelo hacía el Servicio Militar: pasaba altivo con el uniforme -en el que veía la Patria y no los horrores que vinieron después- y ella se deslumbró. Vieron instalarse el Obelisco y bailaron en la inauguración, vieron llegar hasta su puerta el subte B, vieron crecer el peronismo y estuvieron en la vereda de enfrente, vieron golpes de Estado, uno y otro y otro. Tuvieron auto y televisor, veranearon en Mar del Plata, se sacaron fotos junto a los lobos marinos. Como ellos, su hija fue a la escuela pública no porque fuera una posición ideológica sino porque era lo mejor.

El café Izmir, en la
El café Izmir, en la calle Gurruchaga.

En algún momento, él no entendió que el país había cambiado o el mundo había cambiado y trató de seguir haciendo negocios como antes. No caminó. Cerró la fábrica y no supo de comprar dólares ni hacer inversiones sofisticadas: terminaron viviendo de la jubilación y con la ayuda de esa hija única.

Quizás de eso le haya hablado mi mamá en ese café en el que lo convenció de llevar sus días a un paisaje desconocido. De cómo hacer para sostener una vida como la que estaban seguros de merecer con lo que quedaba de ingresos.

Mi abuelo aceptó por los dos y hacia allí partieron: lo vi por última vez en un pasillo del aeropuerto de Ezeiza. Al mes de llegar -no le gustaba salir de su ciudad- él se enfermó y a los dos meses estaba muerto: no tuvo que adaptarse, tartamudear en una lengua extraña, vivir como “gringo”.

Ella siguió 12 años más. Aprendió a decir algunas palabras y a arreglárselas sin ellas. Aprendió a reírse de términos que sonaban parecido y querían decir cosas muy diferentes. Aprendió a ver el canal de Buenos Aires, a poner el código del discado internacional y marcar el número de mi casa. Para hablar de sus cosas y de las mías, claro. Sin creer que ese lugar donde había crecido se había vuelto tan diferente que casi no existía más. Con la esperanza en la voz: “¿Cómo está mi Argentina?”

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