Que la Weimar previa al nazismo sirva de advertencia: la democracia es frágil y la amenaza “no siempre viene de afuera”

Fue una de las repúblicas más democráticas y progresistas, pero también una de las más breves. Lo que vino después fue el liderazgo de Hitler y el salvaje Holocausto que se cobró millones de vidas.

Hitler hacia 1923, cuando empezó a imponer su poder, acompañado de fuerzas nazis paramilitares. (Photo by Three Lions/Hulton Archive/Getty Images)

“La Alemania de Weimar todavía nos habla”, dice Eric D. Weitz en la introducción de su monumental La Alemania de Weimar. Promesa y Tragedia, un libro editado por el sello Turner Noema que nos introduce en la historia política y cultural de una de las repúblicas más democráticas, progresistas y breves de la historia de la humanidad.

La derrota de Alemania en la Gran Guerra produjo la caída del Kaiser Guillermo II (el emperador que regía la nación unificada por Bismarck en 1870), y de todos los príncipes que gobernaban los estados alemanes. Movilizaciones de obreros, soldados, marineros y mujeres, descontentos con el manejo de la guerra y las condiciones impuestas por el Tratado de Versalles, y con las condiciones de vida y de trabajo, forzaron una revolución que desembocó en el llamado a una convención constituyente.

Los delegados se reunieron entre enero y agosto de 1919 lejos del polvorín de Berlín, en Weimar, la ciudad de Goethe y de Schiller, la sede del gran florecimiento de la cultura alemana en el siglo XIX. La naciente República adoptó su nombre.

La Constitución abrevó en las de Estados Unidos, Francia y América Latina, garantizando la libertad de expresión, de prensa y de asamblea, la seguridad de las personas y de sus bienes, el derecho de reunión, y la igualdad de las mujeres, asegurándoles también a ellas el derecho al voto. Su espíritu se derramó en los ámbitos culturales y en la sociedad civil, inaugurando una forma de estar en el mundo que llega hasta nuestros días. Escritores, artistas visuales, músicos, arquitectos y activistas políticos se alimentaron de, y a su vez inventaron, la modernidad.

Muchos alemanes, sobre todo mujeres, migraron del campo a la ciudad, huyendo del control social y de la carga del trabajo rural. Se encontraron trabajando en fábricas o en pequeños comercios, recibiendo sueldos magros pero propios, leyendo diarios, escuchando la radio, y yendo al cine una vez por semana sin faltar jamás.

El Tratado de Versalles desencadenó la llegada de la República de Weimar.

Berlín era el epicentro de la vida social y cultural del país. No sólo era la sede de la Filarmónica, de la Opera, y de grandes museos y teatros: la escena nocturna era vibrante. Los berlineses adoraban bailar en night-clubs y bares gays (tenían “una implacable fascinación con el cuerpo y el sexo”). La ciudad explotaba de rusos y polacos emigrados y hombres de negocios, y tenía la comunidad judía más grande del país.

Era el surgimiento de los grandes almacenes, de la publicidad, de las mujeres que salían a la calle sin compañía, de las trasnochadas en los cafés. Los fines de semana se disfrutaban en los parques y en los lagos de las afueras; la gente navegaba, se bañaba, tomaba sol y conversaba con propios y extraños.

Alemania enfrentaba muchos desafíos, entre ellos, la llamada “generación perdida” de soldados que volvieron de la guerra rendidos de mutilación y de espanto. Muchos de ellos mendigaban, otros se recluyeron o se suicidaron. La guerra había además destrozado hogares e infraestructura. A contar estas tragedias y a resolverlas se abocaron artistas, intelectuales y arquitectos.

Los arquitectos Bruno Taut, Erich Mendelsohn y Walter Gropius realizaron muchas de las obras de urbanización públicas más interesantes del siglo. Taut fue nombrado Comisionado de Obras Públicas, y desde allí promovió soluciones a la catastrófica crisis habitacional que asolaba a la gente de ingresos bajos y medios. “Luz, aire, sol” era su consigna.

Por primera vez muchos alemanes tenían agua corriente, baño y electricidad. Los proyectos contemplaban la practicidad en todas sus formas, tratando de aliviar el trabajo de las mujeres y evitando el excesivo adorno y lo superfluo. Gropius y Mies van der Rohe fundaron la Bauhaus, una escuela de diseño que pregonaba que la arquitectura era el arte que lo reunía todo.

Vista aérea del edificio de la Bauhaus en Dessau, 1927. Foto: A. Körner (bildhübsche Fotografie) / Gentileza ifa

Su escuela debía desarrollar “las capacidades naturales del individuo de comprender a la vida como un todo, una sola entidad cósmica”. Como Taut, creían que la arquitectura, “por sus características distintivas, tienen un rol protagónico en el forjamiento de un nuevo arte y de una nueva sociedad”.

Era el momento del expresionismo en la pintura y en el cine: el énfasis estaba puesto en la complejidad emocional de los personajes (y del público). “Lo que ocurría en las profundidades de la conciencia, individual y colectiva, era muchas veces más real, ciertamente más significativa, que las apariencias”. El gabinete del Dr. Caligari, Berlín-Sinfonía de una ciudad, Gente en domingo, y El acorazado Potemkin de Eisenstein y La fiebre del oro de Chaplin se consumían a la par de los muy populares melodramas y siguen siendo obras maestras del género. Simultáneamente Bertold Brecht y Kurt Weill estrenaban La ópera de los tres centavos, inmediatamente identificada como representante del “espíritu de la época”. Y Thomas Mann escribía La Montaña Mágica.

La tecnología lo transformó todo: el gramófono que permitió bailar sin orquesta en vivo, la invención del micrófono (aprovechado primero por los curas en misa y luego utilizado por los políticos, inaugurando los grandes discursos de masas), la transmisión radial en vivo (“no, no… la orquesta no puede tocar tan fuerte que se escuche hasta acá”), y la aparición de la cámara de fotos portátil y de precio accesible (la Leica y sus competidoras), cambió las audiencias para siempre.

“¿Qué es lo que los artistas exploraron con tanta profundidad? En una frase, los tiempos modernos- la sociedad urbana e industrial, la mezcla de vistas, sonidos y pensamientos conectados a la ciudad, la ciencia, la tecnología, la burocracia, los modelos de razonamiento racional, las complejas jerarquías sociales… el bajo mundo de jugadores, ladrones, policías y prostitutas, y una clase media educada desesperada por conservar su estatura y su status. Eso era la sociedad de masas, un fenómeno estimulante e inquietante”, dice Weitz.

Weimar, aclara Weitz, no es un cuento con moraleja. Las razones por las cuales esa democracia inaudita termina siendo derrocada por una dictadura de una ferocidad casi inimaginable son complejas. Weimar no puede leerse como mero preludio del nazismo, ni éste como una corrección de los excesos de una era. “No había nada de inevitable en este desarrollo. El Tercer Reich podría no haber existido”.

Heidegger, filósofo alemán, acompañó la caída de la República de Weimar. (Grosby)

La Revolución nació con fuerte apoyo popular, pero nunca logró seducir a otros sectores. La derecha política conspiraba en las instituciones más tradicionales: la iglesia (la protestante y la católica), los oficiales del ejército, los barones de la industria y las finanzas, la burocracia estatal, y la academia. Muchos de sus funcionarios conservaban sus puestos desde antes de 1918.

También, masas de excombatientes que perdieron la fe en el Imperio y que se organizaron en bandas paramilitares que hacían justicia por mano propia, fusilando sindicalistas e intelectuales a plena luz del día. Casi todos se habían vuelto más antisemitas, haciéndose eco del discurso de los oficiales derrotados que culpaban a los judíos y a otros grupos de “apuñalarlos por la espalda” y negociar el cese del fuego.

Algunas palabras y frases fueron acuñadas por estos grupos y luego utilizadas por el nazismo. La república “es un sistema de usura y explotación que difama al pueblo alemán, y que, al final, la transforma en una república de judíos, extranjera y distinta a la esencia de los alemanes; lo que la gente necesita ahora es un nuevo imperio, el tercero (Tercer Reich), presidido por un líder (Führer) que personifique la esencia y el destino del pueblo alemán. Esta gran personalidad abrazará la lucha (Kampf) en contra de la gente disoluta y degenerada... Y llevará a los alemanes a la prosperidad… y a la grandeza nacional”. Muchas de estas ideas fueron abrazadas por intelectuales de renombre como Spengler, Jünger y Heidegger, volviéndolas aceptables para la burguesía biempensante.

La República afrontó sus propios desafíos: una hiperinflación inédita de altísimo costo social, una recuperación aceptable, una caída final con el impacto dramático del crack del 29. De esta crisis ya no se recuperaría. El sufrimiento económico, la inseguridad y el desorden fueron demasiado para el alemán medio.

El nazismo, liderado por Hitler, imponiéndose en el Reichstag en 1936. (Photo by Keystone/Hulton Archive/Getty Images)

En contraste, la Derecha se sentía ofendida por el arte moderno, por “la nueva mujer” y el sexo casual, que eran utilizados como ejemplo de una degeneración social que había que liquidar. “La Derecha tenía muchos recursos. Tenía capital intelectual en la forma de profesionales bien situados y figuras culturales que hablaban y escribían en el mismo lenguaje de los nazis… No todos estos eran pro-Nazi. Hitler era más tolerado que querido… Estas son las personas que destruyeron la República, sin los cuales los Nazis nunca hubieran llegado al poder”.

Hitler nunca ganó una elección con votos propios. Después del fallido golpe del 23, comprendió que iba a tener que acceder al poder por medio de procedimientos democráticos. Habiendo logrado ser la primera minoría en el Reichstag y luego una larga negociación, el gobierno de Hindenburg lo nombra Canciller. “En los años siguientes, los miembros de la elite de derecha y mucha otra gente cayeron en cuenta de que Hitler era mucho más de lo que esperaban en 1932 y 1933. Los socios Nazis eran incontrolables. Pero esa es la trampa que se tendieron ellos mismos”.

El resto de la historia es conocida. Que nos sirva de advertencia: la democracia es frágil y las amenazas “no siempre vienen de afuera”. Weimar terminó en muerte, odio y exilio, pero prevalece aún como inspiración para animarnos a ser más audaces, más bellos, más libres.

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