De todos los temas abordados por las generaciones humanas en la novelística universal, ninguno tuvo, y mantiene tanta prevalencia, como los asuntos amorosos. Los testimonios son innumerables: novelas de formación, históricas, “de intrigas”, autorreferenciales, biográficas, “de aventuras” dan cuenta de la omnipresencia del amor en el espíritu y en la experiencia humana.
Ya los escritos religiosos, poéticos y teatrales anteriores al desarrollo de la novelística presagian la singularidad del tema tratado, al incorporar, junto a los aspectos divinos, históricos o prosaicos, aquellos otros vinculados a la encarnación del sentimiento en los seres, subordinando, en muchas ocasiones, o atenuando, en todo caso, los otros campos de la existencia.
El repaso y la elección de aquellas novelas que nos han cautivado, y cuyo centro es el amor, responde, evidentemente, a la subjetividad del lector y a las resonancias que, en su espíritu, ha dejado la experiencia. Sirvan las últimas palabras, entonces, para justificar la pequeña lista y los fragmentos que propongo a los lectores.
En una de las escenas memorables de su novela El gatopardo, Giuseppe Tomasi de Lampedusa escribe:
“Angélica y Tancredi pasaban las jornadas en vagabundeos desvariados, en descubrimientos de infiernos que el amor luego redimía, en descubrimientos de paraísos olvidados que el mismo amor profanaba. El peligro de hacer el juego para cobrar en seguida la apuesta se agudizaba, los urgía a los dos. Por último no buscaban más, pero se iban absortos a las más remotas habitaciones, aquellas desde las cuales ningún grito hubiese podido llegar a nadie, pero allí no hubiera habido gritos, sino súplicas y sollozos ahogados.
En cambio ambos permanecían abrazados e inocentes compadeciéndose mutuamente. Las más peligrosas para ellos eran las habitaciones para invitados en la parte vieja: apartadas, mejor cuidadas, cada una con su hermoso lecho y el colchón enrollado al que un manotazo bastaría para dejar extendido... Un día, no el cerebro de Tancredi, que en esto no tenía intervención, sino toda su sangre decidió culminar de una vez: aquella mañana Angélica, hermosa como nunca, le había dicho:
-Soy tu novicia -recordando en la mente de él, con la claridad de una invitación, el primer encuentro entre ellos, cuando el sonido de la gran campana de la iglesia cayó casi a plomo sobre sus cuerpos yacentes, añadiendo su estremecimiento a los demás. Las bocas unidas tuvieron que separarse entonces con una sonrisa.
Aquellos fueron los días mejores de la vida de Tancredi y de la de Angélica, vidas que hubieron de ser tan movidas y tan pecaminosas sobre el inevitable fondo de dolor. Pero ellos entonces no lo sabían y perseguían un porvenir que consideraban más concreto, aunque luego resultase haber estado formado solamente de humo y viento”.
De entre todos los fragmentos de la novela de Lampedusa, probablemente ninguno refleje mejor que este la fugacidad del deseo y su encarnación en la experiencia. Lampedusa, que era noble, escéptico y sumamente tímido, dio vida a sus propios temores y fantasmas en la historia amorosa de Angélica y Tancredi, eligiendo, para su expresión, la alusión y los símbolos. El amor de ambos -actuando como eje fundamental de la trama- permite además el tratamiento de los aspectos sociales, políticos y de mentalidad que caracterizaron a la Italia de la “Reunificación”.
Cincuenta y cinco años antes de la publicación de El gatopardo, el novelista francés Marcel Proust daría inicio, con la publicación de Por el camino de Swann, a una de las series más formidables en la historia literaria, En busca del tiempo perdido, obra que a lo largo de sus siete novelas indaga acerca del misterio del pasado, las relaciones humanas y las múltiples formas del amor.
Así, el narrador de la obra, enamorado de una joven de nombre Albertine, describe de manera excepcional los sortilegios de la pasión y los espejismos del deseo, en A la sombra de las muchachas en flor:
“Encontré a Albertine en la cama. Mostrando su cuello, su camisón blanco cambiaba las proporciones de su cara que, congestionada por el lecho, o el resfrío, o la comida, parecía más rosada; pensé en los colores que yo había conocido hacía algunas horas a mi lado, sobre el muelle, y de los cuales iba a conocer finalmente el sabor; su mejilla estaba atravesada de arriba abajo por una de sus largas trenzas negras rizadas, que para gustarme había destrenzado enteramente.
Me miró sonriendo. Al lado de ella, en la ventana, el valle estaba iluminado por el claro de luna. La vista del cuello desnudo de Albertine y de sus mejillas tan rosadas me había provocado tal embriaguez que esta visión había roto el equilibrio entre la vida inmensa, indestructible, que rodaba en mi ser, y la vida del universo, tan mezquina en comparación”.
La escritora Marguerite Yourcenar fue una excelente continuadora de la obra de Proust, no tanto en el estilo y los aspectos relacionados a la técnica literaria, sino en la visión panóptica del mundo y el destino de los seres señalados (con suerte adversa o propicia) a habitarlo. Su gran novela, Memorias de Adriano, es un testimonio del amor sobreviviente a la muerte, al centrar, en la relación entre el emperador y el joven Antínoo, el absoluto en las pasiones humanas.
En una obra anterior y menos conocida de la escritora, el amor ligado a la divinidad, la perpetuación del recuerdo y el homenaje al ser querido que caracterizan a Memorias de Adriano dejan lugar a un clima más intimista y a una geografía y una cronología mucho más acotadas. El tiro de gracia es una novela de juventud de Yourcenar (fue escrita en Sorrento, Italia, en 1938, a los treinta y cinco años de la autora), pero también una paleta intensa y colorida de las relaciones amorosas.
En ella, tres jóvenes, Sophie, Eric y Conrad, viven de manera dramática episodios desarrollados durante la Gran Guerra de 1914-1918 en una historia que, según la misma autora, respeta la “unidad de tiempo, de lugar y -como lo definía antaño Corneille con expresión singularmente acertada- unidad de peligro”. El dramatismo inherente al momento histórico en que se desarrolla la acción de la novela encuentra su cénit en un encuentro amoroso entre Eric y Sophie relatado por él:
“Sophie me siguió hasta el pasillo. Allí seguía ardiendo una inofensiva lamparilla al pie de una de las imágenes piadosas de tía Prascovie. Sophie respiraba alteradamente; su rostro ostentaba una radiante palidez, lo que me demostró que me había entendido. He vivido con Sophie momentos aún más trágicos, pero ninguno tan solemne ni tan cercano a un intercambio de promesas. Su hora en mi vida fue esa. Alzó sus manos manchadas por la herrumbre de la barandilla en la que nos habíamos apoyado juntos un minuto antes y se arrojó en mis brazos como si acabaran de herirla en aquel mismo instante.
Lo más extraño es que ese gesto, que ella había tardado más de diez semanas en hacer, yo lo acepté. Ahora que está muerta y que he dejado de creer en los milagros, estoy satisfecho de haber besado su boca y sus rudos cabellos al menos una vez. Y de aquella mujer -semejante a un gran país conquistado en donde no entré nunca- conservo, en cualquier caso, el grado exacto de tibieza que aquel día tenía su saliva, y el olor de su piel viva. Y si alguna vez he podido amar a Sophie con toda la fuerza de los sentidos y del corazón, fue en aquel momento en que ambos poseíamos una inocencia de resucitados”.
Argentina no fue ajena a la gran novelística del amor. En 1940, Adolfo Bioy Casares publica La invención de Morel, novela inscripta en lo que luego habría de llamarse Literatura Fantástica. Las peripecias de un prófugo de la justicia venezolana en las costas y los meandros de una isla imaginaria (Villings) permiten el desarrollo de una trama amorosa en la que uno de los personajes, Faustine (imagen fascinante y equívoca en las alturas de la isla) es solamente la proyección virtual de una mujer ya fallecida.
El fugitivo descubre durante el transcurso de la acción que la mujer de habla francesa, y de la cual está enamorado, no es otra cosa que una de las personas filmadas por un científico de apellido Morel, inventor de un artilugio de arquitectura notable capaz de fijar las almas de los seres en imágenes sobrevivientes. El fugitivo y narrador expresa, en los últimos párrafos de la novela, el carácter excepcional del amor y el deseo de sobrevivencia en el mismo:
“Aún veo mi imagen en compañía de Faustine. Olvido que es una intrusa; un espectador no prevenido podría creerlas igualmente enamoradas y pendientes una de otra. Tal vez ese parecer requiera la debilidad de mis ojos. De todos modos consuela morir asistiendo a un resultado tan satisfactorio.
Mi alma no ha pasado, aún, a la imagen; si no, yo habría muerto, habría dejado de ver (tal vez) a Faustine, para estar con ella en una visión que nadie recogerá.
Al hombre que, basándose en este informe, invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré una súplica: búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso”.
A estos relevamientos de la memoria y de la pasión agregaré otro, de índole absolutamente personal, y que refleja, en los intentos perseguidos en mi próxima novela, La parisina, la expresión del más universal de los sentimientos:
“Mañana embarco hacia Buenos Aires. La llegada está prevista para el 6 de enero. Abordaré el mismo navío en el que Albertine comenzó su segunda travesía a Sudamérica, el trasatlántico ‘Giulio Cesare’, y en el que se dio inicio a nuestra breve historia de amor.
Las fiestas de fin de año me encontrarán solo y casi aislado (hay pocos pasajeros en la cubierta, los salones y los camarotes). Es mejor que así sea: no quiero bromas, festejos y deseos de dicha futura. En las bodegas del barco hay varios cofres con muchas de las pertenencias de Albertine: volúmenes de Madame de Sévigné, Balzac, Stendhal y Proust; vestidos de Worth y Poirot, cajitas musicales coleccionadas desde pequeña, diarios de su vida y un pequeña novela inconclusa sobre ‘La Coronela Delfina’, amazona fulgurante y casi desconocida de la historia argentina.
Mi estadía en Buenos Aires será prolongada. Es una necesidad que me debo y me impongo. Tengo ya cincuenta y tres años y desde los veinticuatro, en el otoño de 1895, mi vida fue un interminable ir y venir entre Argentina y Europa. He perdido la cuenta de los viajes, las itinerancias y los destinos alcanzados, y pienso, llegado ya es el tiempo de la quietud, la reflexión y los balances.
Mis propiedades en Bélgica serán arrendadas a tres propietarios de la zona y controladas por mi fiel amigo Fernando Vieytes. Desde Buenos Aires viajaré a Tucumán por motivos comerciales y, a mi regreso, intentaré imponer un ritmo sosegado a mi vida. En los últimos diecinueve años he ganado y perdido infinidad de amigos (y esto, no por motivos personales), dilapidado mi tiempo en búsquedas y afanes que, como bien escribió Schopenhauer, nunca obtuvieron el premio presentido y, sobre todos las cosas, no he podido nunca establecer el fin último de mi existencia (en el caso de que tal anhelo sea probable).
Quisiera dar culminación, además, a un antiguo conjunto de sonetos que escribí durante las pausas de la Gran Guerra (en el fondo de las trincheras destruidas por la metralla, los obuses y la acción de los elementos de la naturaleza) y también dar comienzo a una novela sobre algunos aspectos de la vida de Albertine, aquella parisina tan amada por mí y muerta en la plenitud de la vida.
Son tan pocos los meses vividos con ella, y tantas las experiencias y emociones compartidas, que temo no poder dar cumplido testimonio al itinerario pleno de una existencia que, con independencia absoluta de aquello que pudo habernos unido, resumió, como pocos destinos, la intensidad y precariedad de que estamos hechos todos los seres.
La intención de la novela que comienzo a escribir en estos días, y que espero no sea deudora de lo que Albertine significó para mí, intentará dar cuenta de todo aquello”.