No sabe qué siente, ama tanto que no puede respirar, lo que no significa que sepa exactamente lo que ama, porque si es franca con ella misma, también lo odia. Odia su risa y los ojos chinos que ya le quedaron así de tanto fumar pitos, le parece estúpido lo que habla; la gente como él, que muy joven discute de política como mueca de los padres, le parece un síntoma grave de discapacidad espiritual, pero sobre todo odia verlo tan cómodo consigo mismo; siempre está bien, nada le hace falta, cuando está excitado le gusta mirarse al espejo, ¿nunca miras a nadie, gran hijo de puta?
Pero lo que más odia es odiarse a sí misma por cómo se pone con él, en un segundo se siente una subordinada de cuarta, no le salen las palabras, queda atrapada buscando que la mire cuando él mira siempre en otra dirección, y cuando la mira, se pregunta ¿qué mira en mí? ¿Ve algo? ¿Qué más tengo que hacer? ¿Ser más bonita, más inteligente, más caliente?
En todas las idas y vueltas –porque él iba y volvía, y ella también: ella obligada, él por descaro– fantaseaba que pasaba por delante sin mirarlo, y entonces él al fin la mira; como se dice, se da vuelta la tortilla. Y ella ¿qué haría entonces para sostener ese segundo de gloria?
Porque sabe que ella, que no soporta la espera –porque la palabra ausencia le rima a sentencia, violencia y demencia– se entregaría a la primera, entera, toda; y otra vez caerle encima, y él que nunca quiso eso, porque eso es algo que incluso ella sabe: nadie quiere a otro encima; lo llevaría a él otra vez a abandonarla; así, ganosa con la boca abierta. Triste.
Si ella goza de su entrega y esclavitud no significa que él la tome como esclava, y ese rechazo la vuelve aún más desesperada. Pero no está loca, aunque lo este, él es parte de este juego perverso, de dar y quitar, de usar ese poder que a él también le extraña, porque sabe que no tiene nada más allá de la cáscara: reconoce un cordón umbilical invisible, donde el triunfo de uno es la derrota del otro.
¿Qué haría finalmente si algún día lo tuviera para ella? Sospecha, sin jamás reconocerlo ante quienes se victimizan por vivir este amor terrible, que, de tenerlo, entero, todo para ella, lo devoraría, lo masticaría, hasta no dejarle carne; así extinguir al fin ese amor que odia. Sabe que le pasa exactamente igual cuando tiene una caja de chocolates, no soporta dejarlos en el cajón, debe comerlos todos, así ya no siente más esas ganas de algo que la vuelve loca.
El psiquiatra le dice que sufre de ansiedad, y el doctor le parece absolutamente estúpido; nunca se le ocurrió preguntar qué mirada es la que anhela. Si al menos la hubiese ayudado con nuevas rimas de la palabra ausencia, por ejemplo, presencia o creencia. Quizá la habría llevado a comprobar si con ellas podía cerrar un poco esa boca tan abierta.
*Constanza Michelson es psicóloga clínica de la Universidad Diego Portales, de Chile. Tiene un magíster en psicoanálisis y se ha dedicado también a la escritura de columnas y ensayos. Es autora de 50 Sombras de Freud: laberinto de amor y sexo y Neurotic@s: bestiario de locuras y deseos contemporáneos, entre otros.