Para los amantes de los misterios del océano y las historias marítimas llega Vidas paralelas, el nuevo libro del marino, docente y veterano de Malvinas Roberto A. Ulloa.
Editado por Sudamericana, este es el primer libro de Ulloa, que “nació en la ciudad de Buenos Aires hacia mediados de 1957, pero desde los trece años su verdadero pago fue el mar”, según puede leerse en su biografía.
En Vidas pararlelas, el autor invita al lector a “embarcarse en un viaje extraordinario a través de océanos, manuscritos desconocidos y antiguos mapas”.
Historias perdidas que se transformaron en leyendas, antiguas iglesias jesuitas, un “faro del fin del mundo” que encantó tanto a exploradores como escritores, y hasta emocionantes reencuentros familiares: todo esto y mucho más en Vidas paralelas, el primer libro de Roberto A. Ulloa, del que puede leerse un fragmento al final de esta nota.
Ficha
Título: Vidas paralelas
Autor: Roberto A. Ulloa
Editorial: Sudamericana
Páginas: 160
Precio (en Argentina): En papel: $13999 En digital: $7641
“Vidas paralelas”, de Roberto A. Ulloa (fragmento)
El otro jesuita
Fue entonces que el jesuita acometió la tarea más insólita que haya ejecutado alguien que predica la Palabra: la traducción de El arte de la guerra de Sun Tzu. Esta pequeña obra maestra de la estrategia militar era una suerte de tesoro para los emperadores de todas las dinastías chinas. A ese texto de culto le debían muchos triunfos en el campo de batalla. Que era deberle el imperio.
Más de dos milenios separaban al jesuita francés de Sun Tzu, quien era más leyenda que hombre. El enigmático maestro chino había concebido su obra bajo la forma de un extenso poema compuesto por cuatrocientos versos que contenían la suma del conocimiento oriental sobre la guerra. Los versos sin rima fueron escritos con tinta de hollín sobre tablillas de bambú y luego de siglos habían sido transcriptos sobre el papel. La Biblioteca de los Cuatro Tesoros guardaba con celo los ejemplares más valiosos, aunque no era inusual que las familias influyentes poseyeran una copia.
Como suele ocurrir, el tiempo había perfeccionado el poema. Así como los rapsodas pulieron la Ilíada de Homero al recitarla una vez y otra, los sucesivos generales hicieron lo mismo con los versos de Sun Tzu mejorándolos tras cada batalla. Un profundo dilema moral se le debe haber presentado al padre Joseph Marie Amiot cuando tradujo el verso que abre la obra: “Sun Tzu dice que la guerra es de vital importancia para el Estado. Es el dominio de la vida y la muerte: la preservación o la pérdida del imperio depende de ello”.
Quizás intuyó que libraba de su prisión a un genio que traería desolación y muerte. Pero no detuvo su tarea. Ser el primer occidental al que le era revelado este texto, escrito siglos antes de que su Cristo naciera, debió tener un sabor similar al que sintió Galileo cuando escudriñó por primera vez el cielo con su telescopio y trazó el mapa original de la luna. Y acaso la traducción abriría las puertas de China a su fe.
La fuga de Iwan Iwanowsky
Los meses siguientes fueron de trabajo inclemente pues debían concluir las obras del faro y del presidio de la Isla de los Estados antes de que llegara el invierno. Fue en esos días que conoció al contramaestre Morgan.
Años de mar le habían dado al viejo ballenero la habilidad para reconocer el carácter de los hombres y supo que hubiera elegido a Iwanowsky para tripular su bote arponero. Para probarlo le asignó una tarea propia de un coloso; debía construir la base del nuevo muelle ganando espacio al mar con las grandes piedras de los acantilados. Hacia el otoño comenzaron los días helados, pero estos no detuvieron al ruso finlandés.
En esas largas jornadas Morgan y el ruso finlandés fueron compartiendo sus historias usando un idioma creado con retazos de inglés y castellano. El joven contó, con orgullo, que era el hijo mayor —Iwanowsky, el hijo de Iwan—; recordó sus años como estudiante de leyes en Helsinki y mencionó la sociedad secreta finlandesa donde se había enrolado para luchar por la lengua suomi; habló sobre una muchacha de pelo rojo con la cual aún soñaba; recitó algunos versos del Kalevala que su abuelo había escuchado del gran rapsoda Arhippa Pertunnen y cada día maldijo al zar de Rusia.
Era demasiado joven para tener más para contar. El viejo contramaestre habló de sus días como arponero en el Pacífico, de los cuales solo quedaban tatuajes y el recuerdo de la soledad —if it was not for hope, the heart would break—; recordó a su último barco ballenero, el Jeroboam; revivió los años estériles en que buscó un oro peligroso en la Tierra del Fuego y evocó a una breve mujer de Buenos Aires con quien también soñaba.
Era demasiado viejo para tener más para contar. Es lícito pensar que en esos días forjaron una amistad áspera propia de quienes comparten un destino común y no tienen donde regresar.