Un malentendido con Colón como protagonista dio pie a la palabra “caníbal”. Un príncipe portugués se empecina y logra navegar adonde nadie. Los soviéticos construyen una ciudad para entrenar cosmonautas. La nave de Marco Polo “es rodeada y acribillada”. Estas cosas -y más, más, más- narra Andrea Calamari en su libro Volver para contarlo.
Las narra de manera apasionante. “Los cristianos tienen prohibido llegar a La Meca y los viajeros europeos no logran resistirse”, dice, para tentar, al comienzo de uno de los muchos y breves capítulos del libro. Espiemos esta historia: “Ludovico Varthemas nació en Bolonia y pasó a la historia por haber sido el primer europeo no musulmán que entró en La Meca como peregrino haciéndose pasar por escolta de una caravana, con el nombre Yunas”, narra Calamari. ¿Qué pasó? “Lo arrestaron en Yemen bajo el cargo de espía cristiano, se alió con un comerciante persa, fue a la India y luchó contra los portugueses, rodeó África y volvió a Roma, donde se despidió de los lectores que siguieron su itinerario. Era 1510″.
No es el único, habrá más “falsos musulmanes” entrando a territorios prohibidos. Así como europeos llegando a América. Ingleses en la Patagonia. Humanos en la luna.
El libro de Calamari no es una sino muchas historias de viaje. “Cuando nadie podía imaginar lo que sería un papa, cuando los seguidores de Jesús eran unos pocos y los romanos temían a los dioses del Olimpo, una cristiana pobre ocultó su fe para convertirse en reina. Se llamaba Helena, era hermosa”, cuenta Calamari.
Es un libro para aventurados y para golosos del mundo. Aquí, la autora -nacida en Santa Fe, Argentina, en 1968- explica cómo lo hizo y qué le pasó mientras escribía.
Dante y Homero en la llanura pampeana
Por Andrea Calamari
Con placer. Así lo escribí. Primero, porque es un libro hecho de lecturas y no se me ocurre actividad más linda: dejarse llevar por un relato, tomar nota, apuntar en los márgenes, manipular viejas ediciones, volver sobre un personaje para iluminarlo desde otro ángulo. ¿Qué libro leía Cristóbal Colón a bordo? ¿Quién fue esa monja joven que partió sola desde Galicia para encontrar los prodigios de Dios en Tierra Santa? ¿Por qué Petrarca escaló esa montaña? ¿Qué escribió Belgrano en su marcha hacia Rosario? ¿Qué había en la mochila que Chatwin le dejó a Herzog?
Una historia lleva a la otra y es imposible no pasarlo bien mientras se está leyendo. Y segundo, porque durante la mayor parte del tiempo no supe que estaba escribiendo un libro. Eso vino después.
Lo que llegó antes fue una inquietud. Soy profesora en la universidad, dirigía una investigación y, a la hora de escribir, los límites de las formas académicas se me hacían cada vez más estrechos. Faltaba aire. Una de las preguntas de investigación era por las escrituras autobiográficas y a poco de andar llegaron los viajes porque estuvieron desde los orígenes: alguien salió de la cueva cálida y segura, ya no solo para buscar comida, se arriesgó un poco más allá. ¿Qué habrá del otro lado? Nació dentro una sensación nueva, una curiosidad que lo llevó a seguir andando.
Desde el momento en que el humano es algo más que músculos, piel, pelos, hambre, sudor, quiere conocer y saber qué hay más allá. Somos la única especie que inventó una maquinaria más compleja que el simple desplazamiento: el viaje involucra el cuerpo y la mente, aviva fantasmas, genera preguntas, produce conocimiento.
Aquellos viejos sapiens salieron a conocer el mundo y volvieron para contarlo. Se apegaron a los hechos y no tanto porque el lenguaje es tan rico y maleable que permite otras cosas: pequeñas o grandes exageraciones, matices en los puntos de vista, juegos, metáforas, imágenes. Es posible que aquellos viajeros primeros descubrieran en un solo acto que no se vive del todo una aventura hasta que no se la cuenta. Habían nacido dos máquinas impresionantes: el viaje y la literatura.
Y así empecé a escribir pequeños relatos. Estaba siguiendo un recorrido, sólo que yo no lo sabía. “Acá tenés un libro”, me dijo Matías Bauso en su taller de textos de no ficción y cada miércoles mis compañeros, como aquellos que alrededor del fuego recibían novedades de otros mundos, escuchaban una de estas historias. Ulises que, borracho de aventuras, no podía volver a casa. Alejandro Magno, el primer viajero globalizado que se distrajo de sus conquistas para hacer turismo por Oriente. O el caso del hombre que no se movió de su habitación y la recorrió como si fuera el universo. También la primera mujer que dio la vuelta al mundo disfrazada de marinero o la ciudad de África que se desmanteló y despachó por barco.
Casa semana me encontraba con nuevos personajes, iba y venía en el tiempo. Llegué a los confines, ví varias veces el fin del mundo y las advertencias a los navegantes: “no hay tierra más allá”. Y sin embargo había más, la humanidad se había puesto a andar y fue dejando constancia. Porque después de las historias junto al fuego llegó la escritura: relatos, memorias, diarios de viaje, bitácoras, crónicas, cuentos, posteos en las redes. Todo se contó.
Cada forma fue moldeando estilos y dejando huellas que llegan hasta hoy. Tenía razón Matías y también el editor Marcelo Panozzo: ahí había un libro. En potencia.
No sabía qué forma final tendría pero sí estaba segura de lo que no sería. No sería, no podía ser, una historia cronológica de los viajes y sus relatos. Sería una historia literaria.
El viaje tiene una estructura narrativa: partida, recorrido y regreso son lo mismo que comienzo, nudo y desenlace. Cualquier viaje está organizado como un relato, por eso nadie se resiste a la tentación de contarlo; puede tener la forma de una aventura o una exploración científica, de la conquista o la peregrinación, del vagabundeo o el turismo, del éxodo, el exilio o la huida. De todas las estructuras narrativas que los viajes ofrecen, el libro empezó a tomar la forma del paseo: un recorrido maleable, arbitrario y fragmentado. Como hecho de links. De un tiempo a otro, de un extremo al opuesto, de un personaje mítico a uno cercano y actual.
Fui descubriendo, con la escritura, la importancia del punto de partida, que no es más que el punto de vista. Nací y viví siempre en este lugar: la llanura pampeana, ese espacio liso y chato sin relieves ni sorpresas que los españoles pasaron por alto -acá no había nada para hacer ni para tomar- y se iba a convertir en el granero del mundo. Para conocer la potencia de este sitio había que quedarse y así lo hicieron cientos y miles de inmigrantes, entre ellos mis antepasados que llegaron y se quedaron a trabajar la tierra. De ahí vengo o, mejor, de acá vengo. Y este es el punto de partida para el viaje que propone el libro, el lugar desde el que leo el mundo y los libros, que para mí son casi lo mismo. Con Dante y Homero, con Conrad y Hemingway, pero también con Borges y Cortázar, con Sarmiento, Mansilla o Hebe Uhart.
Los paisajes ponen a funcionar la imaginación: ¿qué hay del otro lado? En la llanura no hay nada para ver, es lugar de paso, unos ríos enormes y un camino recto hasta llegar a alguna ciudad desmesurada. No hay otro lado: lo que ves es lo que es. Me crie con la convicción de vivir en un lugar sin paisaje y era un convencimiento resignado porque en aquel tiempo creía que lo mejor que tenía el mundo para ofrecer estaba en sus relieves, en parajes encantadores con cascadas o cataratas, en montañas inaccesibles y nieves perpetuas. Después llegaron los libros y cambió todo.
Viajar con los libros es una metáfora tan gastada que ya no puede usarse pero eso no la vuelve menos real, porque la literatura lleva en sí la capacidad milenaria de nuestra especie de ir más allá de lo tangible e inmediato para salirse de sí y dejarse llevar. El proceso de escritura de Volver para contarlo fue un ir y venir entre tiempos, lugares, historias y personajes así que no podía ser más que un recorrido feliz.
Ficha
Volver para contarlo
Autora: Andrea Calamari
Editorial: Paidós
Páginas: 368
Precio (en Argentina): Papel: $ 21.000 Digital: $ 8.100