Hablamos siempre de las novedades, de lo que está en las mesas a la entrada de la librerías físicas y en las portada de las librerías online pero por supuesto hay libros que tienen muchos años y que están ahí esperándonos. Es el caso. Voy a hablaar de un libro que salió en 1994 y que leí recién ahora y me conmovió y me golpeó. De esos libros con los que no podés aguantar levantar la cabeza a cada rato y contar lo que estás leyendo. Que te quedan dando vueltas cuando los terminaste.
Se llama La escritura y la vida, lo escribió Jorge Semprún, que era español pero también francés. A los 21 años era parte de la Resistencia contra los nazis: lo capturaron y lo mandaron al campo de concentración de Buchenwald, en Alemania. Allá vamos.
Vivir la muerte
Hace un tiempo en Leamos —la sección de libros de Infobae— publicamos un artículo haciendo notar que los libros sobre el Holocausto parecen ser una tendencia: pasaron casi 80 años del horror nazi y todos los meses, o casi, aparece algún título nuevo. Doy algunos: El tatuador de Auschwitz, La bailarina de Auschwitz, Las modistas de Auschwitz, La trilogía de Auschwitz, El maestro de Auschwitz, Las maletas de Auschwitz.
Algunos editores decían ahí que no es un boom sino una orientación que se sostiene; otros, que se sigue elaborando el trauma.
“Para un aparecido la muerte no está adelante, como para los demás, sino atrás”.
Pero La escritura y la vida es otra cosa. Es un libro que trata de entender por qué su autor se pasó casi 20 años sin poder escribir una letra sobre el tema: Semprún publicó El largo viaje en 1963 y ahí recién empezaba a hablar de la experiencia del campo, desde cuando lo subieron con un montón más a un vagón de carga que iba a parar en Buchenwald, en plena Alemania, ahí nomás de la ciudad de Weimar.
La escritura y la vida empieza cuando todo termina. El campo acaba de ser liberado y Semprún ve el espanto en los ojos de tres oficiales británicos. ¿Qué están mirando esos oficiales? Bueno, lo miran a él. Él flaquísimo, él vestido de forma estrafalaria, él con la cabeza rapada y la muerte en la mirada. Más adelante dirá que no es un sobreviviente sino un aparecido: alguien que estuvo EN la muerte.
Para un aparecido la muerte no está adelante, como para los demás, sino atrás. “Resultaba estimulante imaginar que el hecho de envejecer, de ahora en adelante, a partir de ese día fabuloso de abril, no iba a acercarme a la muerte sino por el contrario a alejarme de ella”, escribe.
Semprún va y viene de la liberación al campo, de la experiencia a las huellas que dejó. “El crematorio se cerró ayer”, les dirá a otros soldados más adelante. “Nunca más habrá humo en el paisaje. ¡Tal vez vuelvan los pájaros!”.
Los pájaros se han ido por el olor de la fábrica de muertos. ¿Lo habías pensado?
“El crematorio estaba ahí, macizo, rodeado de una empalizada alta, rematado por una corona de humo”. Ese último día una orden sonó por los altavoces: Krematorium, ausmachen!, es decir que lo apagaran, que apagaran el horno de cadáveres. El humo, la orden, los pájaros, volverán durante todo el texto.
El joven prisionero
Mucho de lo que el Semprún de 1994 cuenta en este libro tiene que ver con su juventud a la hora de ir al matadero.
Era hijo de una familia “bien”, en la que había habido senadores, alcaldes y un presidente de gobierno. Su padre era un intelectual republicano y cuando estalló la Guerra Civil Española, en 1936, salió del país y fue embajador de España en La Haya hasta 1939. Jorge estudió allí y luego en París.
¿Como ovejas al matadero? No: flaco, rapado, vestido con harapos, muerto de frío y dando una clase de Filosofía
Por eso cuando llega al campo —eso cuenta en el libro— y un escriba le pregunta de qué trabaja, él dice, altivo, “Estudiante”. El escriba se muestra contrariado: no, no, eso no es un oficio. Semprún insiste. Que no, dice el hombre en alemán y Semprún hace gala de su manejo de ese idioma y hace un chiste, un juego de palabras. ¿No se daba cuenta de que a los que no sabían trabajar los mandaban directo a matar? ¿No sabía que un buen obrero tenía muchas más posibilidades de sobrevivir?
El hecho es que el joven pasa y sigue.
Vivirá para contarnos, más allá de los horrores, cómo se organizaban los prisioneros, cómo las letrinas colectivas —sí, letrinas colectivas— sirvieron para encontrarse, porque los guardas no enfrentaban el asco, entonces se usaron para planear estrategias, para pasarse cigarrillos e informes, para trazar alianzas.
Semprún nos contará que ahí mismo en el campo de la muerte lo llamaron para dar una charla de Filosofía y que los domingos, en algún sótano, había sesión de jazz, con instrumentos “recuperados” del depósito central.
Si algo tiene de excepcional este libro es la descripción de la resistencia dentro del campo. ¿Como ovejas al matadero? No, no. El rescate de lo humano en la más absoluta desventaja. Imaginate: flaco, rapado, vestido con harapos, muerto de frío y dando una clase de Filosofía o —los músicos— tocando jazz.
Nos contará del oficial estadounidense que, después de abrir el campo, cuando todo terminó, llevaba hasta ahí a los habitantes de Weimar, que no podían no haber olido, no haber sabido, y los hacía recorrer el lugar hasta que les doliera.
El joven Semprún vivirá para contarnos cuando, tras la liberación, recorría con un compañero barracones donde se apilaban cadáveres y del fondo del silencio salió un canto: el kadish, la oración fúnebre de los judíos, en idish. Emocionados, sacaron a un hombre de entre los cuerpos: se estaba cantando el rezo del duelo para sí mismo. El amigo corre a la enfermería, Semprún abraza al que agoniza, le cuenta una historia: que aguante, que ya llegan. Lo salva.
Igual que lo ha salvado a él aquel escribiente. Hay que ir al libro para saber cómo.
¿Y la escritura?
Largo rato me pregunté por el título del libro. Lo fui encontrando a medida que pasaban las páginas. En algún momento Semprún escribe que un oficial alemán se ríe y dice que pueden contar lo que quieran de “lo que les hicimos”. Porque ¿quién les va a creer?
“Una duda me asalta sobre la posibilidad de contar”, dice Semprún. No por que la experiencia haya sido indecible sino porque fue invivible. “Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio. Cosa que no tiene nada de excepcional: sucede lo mismo con todas las grandes experiencias históricas”, piensa. Tiene que escribir planeando, con control sobre el texto, manejando las emociones, para poder arañar la verdad de lo vivido. Parece una paradoja.
Es que lo que le pasa al volver a la vida, al volver a París, es que la escritura en vez de ser catártica, en vez de poner alguna racionalidad que alivie, lo tira para atrás. La escritura, dice, lo llevaba a la memoria de la muerte. A la asfixia.
La dicha de la escritura, dice, " jamás borraría este pesar de la memoria. Todo lo contrario: lo agudizaba, lo ahondaba, lo reavivaba. Lo volvía insoportable”.
La conclusión cae sola: “Sólo el olvido podría salvarme”.
Volverá a escribir años después. Y cómo.
Mis subrayados
1. “‘Irse por la chimenea, deshacerse en humo’ eran giros habituales en la jerigonza de Buchenwald”.
2. “Humo para una mortaja tan extensa como el cielo, último rastro del paso, cuerpos y almas, de los compañeros”.
3. “Aquí estoy como superviviente de turno, oportunamente aparecido ante esos tres oficiales de una misión aliada para contarles lo del humo del crematorio, el olor a carne quemada sobre el Ettersberg, las listas interminables bajo la nieve, los trabajos mortíferos, el agotamiento de la vida, la esperanza inagotable, el salvajismo del animal humano, la grandeza del hombre, la desnudez fraterna y devastada de la mirada de los compañeros. ¿Pero se puede contar? ¿Podrá contarse alguna vez?”.
4. “Pero no había, jamás habría supervivientes de las cámaras de gas nazis. Nadie jamás podrá decir: yo estuve allí”.
5. “Sin embargo, pese al vaho mefítico y al olor pestilente que envolvían constantemente el edificio, las letrinas del Campo Pequeño eran un lugar convivencial, una especie de refugio donde encontrarse con compatriotas, con compañeros de barrio o de maquis: un lugar donde intercambiar noticias, briznas de tabaco, recuerdos, risas, un poco de esperanza: algo de vida, en suma. Las letrinas inmundas del Campo Pequeño eran un espacio de libertad: por su propia naturaleza, por los olores nauseabundos que desprendían, a los SS y a los Kapos les repelía acudir al edificio, que se convertía así en el sitio de Buchenwald donde el despotismo inherente al funcionamiento mismo del conjunto concentracionario se hacía sentir menos”.
6. “Le había hablado de las reuniones de los domingos. Del burdel, que estaba reservado a los alemanes. Del entrenamiento clandestino de los grupos de combate. De la orquesta de jazz de Jiri Zak, el checo de la Schreibstube. Y todo lo demás”.
7. “(A los habitantes de Weimar) —Vuestra hermosa ciudad —les decía—, tan limpia, tan peripuesta, rebosante de recuerdos culturales, corazón de la Alemania clásica e ilustrada, habrá vivido en medio del humo de los crematorios nazis, ¡con toda la buena conciencia del mundo!”.
8. “Los esbirros de Haas, el jefe de la Gestapo local, me colgaban en el aire, con los brazos estirados hacia atrás y las manos sujetas en la espalda por unas esposas. Me sumergían la cabeza en el agua de la bañera, que ensuciaban deliberadamente con desperdicios y excrementos”.
9. “Contar bien significa: de manera que se sea escuchado. No lo conseguiremos sin algo de artificio. ¡El artificio suficiente para que se vuelva arte!”.
10. “Jamás he comprendido a santo de qué habría que sentirse culpable de haber sobrevivido. Por lo demás, tampoco he sobrevivido realmente. No estaba seguro de ser un superviviente de verdad. Había atravesado la muerte, ésta había sido una experiencia de mi vida”.
Por supuesto que hay mucho más, me quedo con las ganas pero esto más que una nota ya es una enciclopedia.
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* Y si nunca usaste un libro electrónico y querés probar, esta nota explica muy bien cóm