No importa qué ciudad es, lo que se sabe es que esa ciudad es latinoamericana. No importa qué día es, lo que se sabe es que, como todas las mañana, una mujer abre las puertas de su peluquería de barrio y se pone a trabajar. Parece todo bastante parecido a todos los demás días, y sin embargo esa mañana algo cambia. Algo aparece: justamente, se produce una aparición, una presencia.
Ese es el punto de partida de El diablo Arguedas, un libro de la escritora, traductora y crítica literaria argentina Betina Keizman. Y la aparición no es nada menos que un diablo. Un ser bestial y completamente satánico en medio de la peluquería. ¿Cómo puede ser que ese diablo, una figura tan extraña e inesperada, tenga sin embargo un aire familiar?
La protagonista no sabe entonces si es un ladrón, un zombi, un hombre abatido al que el malestar total le produce un aspecto maligno. La trama logrará entonces que la protagonista suponga que esa presencia es en realidad José María Arguedas, el genial escritor, poeta y antropólogo peruano. “¿Puedo quedarme?”, dice el posible Arguedas. Y resulta que la mujer dice que sí, aunque no sea ni habitual ni, sobre todo, prudente.
Así es como el sótano empieza a protagonizar las páginas de El diablo Arguedas por las intrigas entre peinadoras, coloristas y policías que empiezan a frecuentar la peluquería para especular sobre qué es lo que pasa. Hay horror y humor en la novela de Keizman, atravesada por lo paranormal y lo anómalo. Y hay una pregunta: ¿cómo es un escritor cuando se convierte en un fantasma de lo que inventó?
Así empieza “El diablo Arguedas” (fragmento)
Creer o reventar
Dentrando en conversación,
dijo el Diablo que era brujo:
pidió un ajenco y lo trujo
el mozo del bodegón.
* * *
Antes de que nadie pudiera impedírmelo me lancé al suelo y agarré el trompo. La púa era larga, de madera amarilla.
Esa púa, y los ojos, abiertos con clavo ardiendo, de bordes negros que aún olían a carbón, daban al trompo un aspecto irreal. Para mí era un ser nuevo, una aparición en el mundo hostil, un lazo que me unía a ese patio odiado, a ese valle doliente, al Colegio. Contemplé detenidamente el juguete mientras los otros chicos me rodeaban sorprendidos.
–¡No le vendas al foráneo! –pidió en voz alta el “Añuco”.
–¡No le vendas a ese! –dijo otro.
–¡No le vendas! –exclamó con voz de mando, Lleras.
–¡No le vendas, he dicho!
* * *
Sé que por algún rincón de mí hay un diablo que no puede morir.
* * *
Apañado en esa fisonomía cambiante, cualquier día se te aparece un diablo en tu propia peluquería, con la mirada perdida y un aire de sujeto mal cosido. Irene espía sus extremidades. Es un diablo, caso seguro. ¿Por dónde entró?
Creer o reventar. Las pezuñas del aparecido están encharcadas en un caldo barroso. Paladea su propia saliva, de súbito amarga. No tiene cuernos. ¿Vendrá por su alma? ¿Qué busca el mercachifle? Mejor desconfiar, los trucos del diablo son miles, por ejemplo invocar esos vientos que sacuden el parque. Bailan los algarrobos pomposos, los eucaliptos de cortezas mutiladas, se agita la avenida de ginkgos bilobas que desemboca en la fuente racionalista, frente al paseo de palmeras que los fundadores plantaron hace dos siglos, anticipando la creciente tropicalización. Las hojas se alzan y una nube de tierra y frutos secos ensombrece el aire.
Parece el fin del mundo, hasta que esos diez segundos de ventolera desfilan así, como un soplo, y cuando Irene regresa la mirada al sillón, vaya sorpresa, el muy malandra ya deshizo lo diablo. Lo ha suplantado por un estado zombi, de piel amarillenta, humano y exento de atributos animales.
Irene limpia sus anteojos, después se seca la frente. A los pocos segundos el aroma alimonado del miedo se diluye. Es un hombre, al fin y al cabo, la espalda recta en el sillón de corte. Hombre más diablo, entonces. Los dos. O zombi. Los zombis olfatean las palpitaciones de los vivos. Son seres desfallecientes. Las patas del miedo pulsan sus dedos, trac, trac, trac, en la garganta de Irene. ¿Será un robo? ¿Violación? ¿Un ataque? Una punzada más intensa crispa su cintura. ¿Cómo entró? No contesta. Diablo, zombi o mudo, ningún hombre atraviesa muros.
¿Qué hacer? A esta hora el mundo visible desanda su oscuridad. El paisaje matinal difumina una versión húmeda del exterior, con hojas en forma de lágrima o escamosas, de verdes intransigentes, vibrando el estrépito escalonado de los tachos de basura contra las baldosas. Un retorcijón le anuda el estómago.
Más allá, la plaza remueve el despliegue de desórdenes nocturnos. Todo perro sacude sus pulgas. Contempla otra vez al hombre impávido. ¿Se conocen? Irene evalúa con cuidado el tinte aceitunado de sus mejillas. Diablo o no, lo sospecha compatriota, sí, es serrano, serrano hasta el caracú.
Le resulta familiar esa melancolía arrugada en la frente, ahondada en los senderos semejantes a canales de siembra que dividen su cabello. Parece corpulento, difícil zanjar si lo es, con ese porte flojo. Habrá entrado mientras ella dormía; insulta otra vez su sueño profundo. Con los párpados cerrados, aviva sin éxito el último recuerdo de la noche anterior, cuando las luces se extinguieran según ordena la restricción energética.
No la ataca; bueno, tampoco es razón: el derecho de propiedad está protegido aquí y en la Cochinchina. Eso lo sabe hasta un diablo. Están en su peluquería. ¿Debiera golpearlo y escapar? Agita la mano ante sus ojos. Setenta kilos calmosos contra sus cincuenta kilos irritables. Para colmo, en el parque es la hora de los corredores aislados, y menos puede contar con los fantoches que patrullan el centro comercial. Esos concentran sus esfuerzos en vigilar pantallas y golpear a los pungas.
A todo esto, el zombi o diablo la ignora sin resonancias agresivas. Respira hondo. Tampoco está indefensa, instrumentos punzantes sobran; dicho y hecho, Irene agarra una tijera de corte. Otra vez olvidó la pistola eléctrica sobre la mesita de luz de su dormitorio. Mujer idiota, la pistola es para tenerla cerca, en especial por la noche, también en las madrugadas. Ahora el hombre emite una señal, algo menos que un pestañeo hacia el que Irene dirige la tijera. Un ataque, sí, mujeres muertas, dueñas de negocios. El gas pimienta también quedó en su habitación.
Los sorprendidos en hogar ajeno comparecen en el juzgado de cercanías. De ahí, derechito a los campos de desintoxicación dispersos al otro lado de la cadena volcánica. El problema es que ese castigo neroniano no disuade a nadie. Los vándalos calculan: tomar lo que se pueda, la condena vendrá más adelante, cuestión de suerte.
Irene oprime el mango áspero de la tijera para dominar las oleadas que ascienden en su estómago: una violación, drogones niños escapados de la zona C, el robo por monedas. Cuando el hombre se endereza, nota su corbata ajustada. Medirá apenas un metro sesenta. Él le devuelve una mirada grasosa como de vaca pastando.
Le parece escuchar a su madre: Irene, ningún animal es más hueco ni más inofensivo que una vaca. La tijera por fin se inclina; el diablo chiquitín es vacuno, manso. Si parece al borde del llanto.
Entonces sucede algo impensado: el hombre tose, alza los hombros y pregunta si la despertó. Carraspea. Mastica aquel registro nasal que Irene conoció en la infancia. Entonces acertó: es paisano.
Quién es Betina Keizman
♦ Es escritora, traductora y ensayista.
♦ Ha obtenido Licenciatura en Letras en la Universidad de Buenos Aires. y luego se doctoró en Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México.
♦ Es autora de las novelas El diablo Arguedas (2023), Recurso de Amparo (2018), Los Restos (2014), El Museo de los Niños (2007) (infantil) y El Secreto de Marlene Rochoelle (1997) (novela juvenil) y el libro de cuentos Zaira y el profesor (1999). También escribió el libro de ensayos Promesas radicales en las literaturas del presente (2022).