“Al día siguiente de la explosión y derrumbe de las torres neoyorquinas, una chica me preguntó qué pensaba. No pienso nada y, como ella, me digo: ¿qué pienso?”, escribe la intelectual argentina Beatriz Sarlo en su nuevo libro, Las dos torres, una colección de ensayos -en su mayoría inéditos- que giran en torno a la pregunta: “¿Puede la cultura contemporánea pensar algo nuevo?”.
“Hay que dar vueltas alrededor de lo que no se entiende. Constantin Brancusi escribió una frase genial: ‘Miren mis esculturas hasta que las vean. Así de simple: todo depende del tiempo que se les dé a las cosas para que ellas hablen. Por supuesto, esta no podría ser la perspectiva del político, pero quizás sea el privilegio que tienen los que escriben”, agrega la escritora, ensayista y periodista argentina, autora de libros como La batalla de las ideas y Borges, un escritor en las orillas.
En Las dos torres, editado por Siglo XXI, Sarlo recorre los diferentes campos de la cultura contemporánea. Como afirma la contratapa, va “del cine y la música de vanguardia al teatro alternativo, de las artes visuales y el marketing turístico de los museos a la literatura para preguntarse dónde residen hoy las posibilidades de sorprender, de escandalizar, de pensar algo nuevo”.
“¿En qué se convierte el arte bajo el mandato de la diversidad democrática y la corrección política? ¿En qué medida la omnipresencia del mercado no impone nuevas reglas bajo una pátina de indiferencia y supuesta horizontalidad? ¿Qué espacio crítico queda disponible si cada obra tiene que venir con su explicación?”, se pregunta Sarlo. En Las dos torres invita al lector a “mirar con nuevos ojos” la cultura, adormecida por el hiperrelativismo y el tedio.
“Las dos torres”, de Beatriz Sarlo (fragmentos)
“La literatura en la esfera pública” (2001)
“En el próximo siglo, no habrá más libros”. Lyotard no se refería solo a la desaparición del libro como objeto. Todo el mundo sabe que las pantallas, las bases de datos y la web tendrán el papel que un tipo de libros desempeñaba en el pasado. Una enciclopedia, por ejemplo, es un hipertexto escrito antes de que se inventara el hipertexto virtual. “En el próximo siglo, no habrá más libros” es una profecía que anuncia que la cultura del libro (con mayúscula, no solo objeto sino símbolo) pertenece al pasado. Los judíos, los musulmanes, los cristianos, los comunistas, los nacionalistas y los socialistas giraron en torno a un libro sagrado, inspirado en ocasiones por Dios mismo.
Cuando las humanidades no vivían bajo la amenaza de esta profecía, tampoco necesitaban que se las defendiera. Hubo épocas en que la literatura y la filosofía eran parte indiscutible de un programa ideal de formación de ciudadanos, o por lo menos de las élites de la polis (hoy nuestras élites están bestializadas). Durante mucho tiempo, se pensó que era a partir de ideas escritas en libros que podía fundarse un argumento sobre la “buena” sociedad y su gobierno. Por esta razón, los libros, en especial la literatura, la filosofía y la historia, fueron decisivos en la formación de los Estados modernos.
Ese fue el caso de muchos países latinoamericanos, donde la república moderna surgió como creación consciente de una voluntad intelectual nacional. En la Argentina, las escuelas fueron un eje del programa republicano y, en muy pocas décadas, incorporaron a la ciudadanía a centenares de miles de inmigrantes y criollos. Antes, los hombres de la organización nacional confiaron a un libro la clave del enigma político que debían resolver: Sarmiento creyó que Facundo era una de sus mejores credenciales para aspirar al gobierno.
La escuela moderna fijó en la enseñanza de la lengua, la historia y la literatura nacional el trivium de una educación masiva. Las universidades debían proporcionar una élite ilustrada dentro de la cual se iría aceptando a los mejores hijos de los más pobres. Es completamente imposible mantener esta confianza ahora. Por una parte, porque ya sabemos que las élites no se moldean con tanta facilidad; por otra parte, porque una nueva consideración de las culturas populares presupone la crítica de estos programas humanísticos ilustrados y, por cierto, bastante autoritarios.
La crisis de estas certidumbres es parte de nuestro paisaje cultural. Pone sus límites a la esfera pública desde lo que se ha dado en llamar la “revolución comunicativa”, que ha construido una nueva esfera pública posmoderna, si la expresión no es un oxímoron.
De hecho, nos movemos en un paisaje fracturado donde la cultura letrada está en una posición defensiva, mientras que ciertos países asisten a una extensión inimaginable del arte en la vida cotidiana. El mercado cultural, el mercado de las artes visuales y de los museos, el mercado de las ciudades y del turismo como objetos y prácticas culturales, está creciendo; todo el mundo sabe que una exposición de arte exitosa provoca casi tanta aglomeración como la final de un campeonato de fútbol. Tenemos derivados artísticos en campos importantes de la vida cotidiana, en la publicidad o en MTV. Y muchos intelectuales argumentan que MTV o la publicidad se han hecho cargo de las funciones que en épocas pasadas tenía el arte de élite.
“Arte declarativo” (2006)
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El asedio de la realidad fue el problema del arte. Hoy se encontró una solución. El trabajo de muchos artistas, refinado e imaginativo, o reiterativo y tosco, está movido por una fe: sus intervenciones se refieren a algo exterior a ellas mismas, un exterior que creen conocer y estar en condiciones de presentar. La buena voluntad participativa es más fuerte que el extenso catálogo de problemas irresueltos (irresolubles y, por eso, dinámicos) que caracterizó por lo menos a la primera mitad del siglo XX.
En todo caso, y como planteó Adrián Gorelik, hoy la pregunta que hacerse sería sobre la eficacia de centenares de estas obras testimoniales. Y como la temporalidad del arte tiene una textura diferente de la temporalidad política e ideológica, es difícil plantear una pregunta cuando la obra se desliza de un terreno a otro. Cuando ya esa utopía se había atenuado, de nuevo, el impulso de la vida captura el arte.
Las obras no se han vuelto realistas, se han vuelto declarativas. El realismo es, como cualquier otra poética, un formalismo; la expresividad declarativa tiene sus retóricas, incluso muy repetitivas y previsibles, pero la mueve una seguridad que ningún realismo poseyó: que las obras tienen “mensaje”, aunque esa no sea la palabra que se use cuando se las presenta o se las explica.
No se elige una estética realista, sino una relación de expresividad con un programa social, una necesidad o un reclamo. Para este tipo de obras, se ha terminado el tiempo de la refracción, del corte (posible o imposible de suturar) entre prácticas simbólicas y vida. Por supuesto, así las cosas son más sencillas: si alguien reúne en un fichero virtual todos los actos de censura, está luchando contra la censura y, además, como lo hace en el espacio virtual de la web y con diseño de arte web, esa lucha es artística y política.
Es corriente la idea de que lo social o cultural reenvía inmediatamente a lo político, y de que en cada pliegue de la frase o de la línea o del plano de video se expresa la mirada (gaze, regard) del poder o del contrapoder. La posición, aunque no hace justicia a un pensamiento que fue refinándose y especificándose cada vez más, tiene matriz foucaultiana y circula popularmente en la crítica literaria y cultural. Sobre esta base (leída o no directamente en las fuentes que se le atribuyen), se sostiene la politicidad de todas las prácticas simbólicas. Sobre esta base, entonces, también deberían evaluarse sus resultados.
“La literatura y el arte en la cultura de la imagen” (2008)
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Las grandes transformaciones son tecnológicas. Y, en ese sentido, la última transformación es la digitalización y la transmisión prácticamente instantánea de sonidos, textos e imágenes, no solo por medio de una pesada computadora de escritorio sino con teléfonos y pantallas muy pequeños y portables. Internet independiza a sus usuarios de los puestos de televisión fijos a tierra. Y, además, acelera la simultaneidad del “directo” hasta alcanzar límites hasta ayer increíbles.
Sin duda, se produce, se consume, se interviene dentro de una cultura de la aceleración, y esto presenta una cantidad de interrogantes no resueltos sobre el procesamiento, a tan alta velocidad, de cuestiones estéticas o políticas, morales o ideológicas muy complejas. La pregunta sería si los públicos tienen los instrumentos y las destrezas simbólicas para descifrar la trama de mensajes superpuestos y, sobre todo, para decidir entre ellos.
Pero esa pregunta no se responde en los medios, sino que puede (o no) encontrar su respuesta en las instituciones, y en primer lugar en la escuela. El problema no es la tecnología, sino la destreza de los públicos para leer información aceleradamente, y, sobre todo, la posibilidad de un acceso igualitario a los aparatos (en América Latina y en África ese acceso no está garantizado como derecho y bien común).
El problema real que plantea la tecnología es el del acceso material y las destrezas necesarias. En este sentido, el mundo se ha globalizado para aquellos que pueden colocarse en una posición material y simbólica que les permita captar una trama de relaciones internacionales y nacionales de nuevo tipo. Esto es lo nuevo, pero esta dimensión incluye una cantidad de pliegues, clivajes y desigualdades. Por otra parte, incluso desde las posiciones que permiten captar procesos globalizados (y no simplemente sufrir sus consecuencias), existe una esfera local que no ha perdido todos sus sentidos.
A pesar de lo que suele denominarse la “cultura global”, la experiencia todavía está localizada, incluso en el caso de los inmigrantes internos y externos que viven en una doble localización: la del lugar que abandonaron y con el que se comunican de manera virtual y la del lugar adonde arribaron, que es el nuevo marco en el que viven, incluso en los casos en que se esfuercen por mantener sus respectivos patrimonios culturales y lingüísticos. A partir de Arjun Appadurai, todos los teóricos de la globalización cultural coinciden en que ella implica un proceso de regionalización en sentido contrario tan fuerte como el de globalización.
En el contexto de la globalización, el mundo es en primer lugar mi aldea y mi pueblo, y en ese marco el mundo es también aquellos productos del mercado cultural global que llegan a cada una de las regiones. En América Latina, los grandes públicos no están preocupados ni se pronuncian sobre las celebrities de Bollywood, en la India, o de Seúl, pese a que son centros de producción masiva tan importantes como los occidentales. Las celebrities son altamente locales. Por supuesto, hay celebrities globalizadas, pero el glam popular está muy localizado.