“Por cada uno de nuestros muertos, cuatro de ellos”: Aldao, el fraile indócil que se hizo guerrero

Debajo de la capa de sacerdote llevaba un sable y un trabuco. Hasta que se unió al ejército de San Martín para liberar Perú. Le atribuyen el asesinato de Laprida y la decapitación de Mariano Acha.

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Mirada firme. Retrato de José Félix Aldao, pintado por Fernando García del Molino.
Mirada firme. Retrato de José Félix Aldao, pintado por Fernando García del Molino.

Pocas existencias cifran el misterio de manera tan rotunda como la de José Félix Esquivel y Aldao. Borges lo menciona en el epígrafe del Poema Conjetural, Sarmiento escribe un libelo rotundo durante su exilio chileno (El General Fray Félix Aldao), y hasta sus mismos aliados, Juan Manuel de Rosas y Facundo Quiroga, guardaron siempre una prudente distancia con aquel hombre de elevada estatura, rostro severo y maneras distinguidas.

La figura fulgurante del fraile apóstata atraviesa los decenios sucesivos sin lograr acuerdos entre los memorialistas, los historiadores y la misma tradición. El carácter dual de su personalidad y de sus hechos conforma un campo propicio para las diatribas y los panegíricos. Hijo y hermano de militares cuyanos, se ordena como sacerdote dominico el 2 de agosto de 1806 en el convento chileno de la “Recoleta Dominica” de Santiago de Chile. Oficia como religioso en el “Convento de Dominicos” de Mendoza, estudiando (de acuerdo a las exigencias de la Orden) el derecho canónico y la Teología. Sirve además como corista de la Congregación, impartiendo misa durante muchos años en iglesias cuyanas y asistiendo a enfermos y menesterosos. Sarmiento escribe que Aldao “mostró siempre desde su infancia una indocilidad turbulenta que decidió a sus padres a dedicarlo a la carrera del sacerdocio, creyendo que los deberes de tan augusta misión reformarían aquellas malas inclinaciones”.

Esta sentencia encuentra oposición en muchos de los panegiristas de Aldao, llegándose a decir de él que “del huerto monástico que habita viene un aire saturado de violetas”. Bravía o no, la carrera sacerdotal de Aldao se acerca a su culminación: en las postrimerías del año 1816, y en consonancia con la organización del Ejército de los Andes para el cruce de la cordillera, José Félix Aldao es nombrado capellán del Regimiento 11 de Cazadores perteneciente a la vanguardia de la División comandada por el general Las Heras. El 4 de febrero de 1817 Aldao, ataviado con un hábito de túnica y esclavina blancas, rosario de quince misterios al cinto y capa negra, acompaña a las fuerzas independentistas, conformadas por 150 fusileros y 30 granaderos a caballo, hasta las afueras del reducto realista de “Guardia Vieja”, en pleno corazón de la cordillera chilena. Debajo de la capa negra de Aldao, y colgados al cinto, se esconden un sable corvo y un trabuco toledano. Es en ese momento, y antes de subir a su caballo, que Aldao piensa: “Estos realistas conocerán dentro de poco, el valor de mi alma. Dios, no permitas que mi brazo se rinda”.

José de San Martin prepara el ejército en Cuyo.
José de San Martin prepara el ejército en Cuyo.

Al regreso de la incursión victoriosa al reducto enemigo, y todavía con el sayo ensangrentado, como prueba flagrante del acto de “apostasía”, Aldao es amonestado por el general Las Heras que, según Sarmiento, habría dicho: “Padre, cada uno a su oficio: a su paternidad el breviario, a nosotros la espada”.

Aldao no vestiría nunca más los hábitos. Con el grado de capitán, y héroe en Maipú y Chacabuco, su espíritu bravío y guerrero decide a San Martín a elegirlo como miembro de las fuerzas para la independencia de Perú. Durante el mes de agosto de 1820, y desde el puerto de Valparaíso, embarca hacia Pisco para comandar algunos de los cuerpos guerreros en los combates de la “Guerra De Republiquetas”, en las sierras peruanas. A sus subordinados, y antes de una de las batallas en las proximidades de Izcuchaca, habría dicho: “Por cada uno de nuestros muertos, cuatro de ellos. Esa es la cuota”.

Su regreso triunfal de Perú coincide con períodos de calmas y violencias. Asentado en las tierras de Plumerillo, a pocas leguas de Mendoza, había comprado un solar con casa de dos plantas, granero, establo y mangrullo para dedicarse a la actividad viñatera. Dos años de calma cifraron ese periodo de su vida, del cual se rescatan acciones caritativas y misericordiosas. A esa brevedad continuarían episodios de guerra y violencias: la insurgencia unitaria en San Juan durante el año 1825 (insurgencia que habría de ser combatida por Aldao con el cargo de Jefe de Estado Mayor de las fuerzas de Cuyo); el combate victorioso contra las fuerzas insurreccionales en las cercanías de Las Leñas (contienda que habría de ganar de manera terminante Aldao); la acción apoteósica y la derrota en Oncativo ante las fuerzas inmisericordes del general José María Paz y la prisión en el Cabildo de Córdoba donde, y en un gesto magnánimo del vencedor, se le perdona la vida, son algunos de esos mojones de violencias.

Hay más: la muerte del unitario Francisco Narciso de Laprida se atribuye a los hombres de Aldao luego de la Batalla del Pilar (“El doctor Francisco Laprida, asesinado el 22 de septiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir”, reza la introducción a Poema Conjetural de Jorge Luis Borges). La decapitación de Mariano Acha en 1841, y la exhibición de su cabeza en el extremo de una rama de álamo afilada y fijada verticalmente a la vera de un camino transitado, en las proximidades del río “Desaguadero”, es otro hecho sangriento relacionado al caudillo.

Los hechos de la vida de Aldao son innumerables, y es acaso imposible referirse a todos ellos, dado lo evanescente del pasado, las contradicciones de toda existencia, y la fragilidad y la inexactitud que comportan nuestro juicio y nuestras propias opiniones.

Se podría intentar, sin embargo, componer un lienzo de las últimas horas del antiguo fraile. Certero o no, nunca habremos de saberlo, dado lo lejano del terreno y el carácter abisal del tiempo. De eso se trata, en definitiva, todo trabajo creativo o literario:

“Sobre la frente, los restos del tumor estaban cubiertos por rectángulos algodonosos. Toda la figura de Aldao transmitía seguridad y aplomo, un poco a la manera de aquellos agonizantes pintados en óleos de siglos pasados. La gran cama con baldaquino estaba rodeada por algunos de los integrantes de la familia y el doctor Rivera. A la pregunta de uno de los hijos acerca de la conveniencia de preparar el funeral, Rivera contestó:

-No está en mi potestad esa decisión. Creo que falta poco tiempo.

Dos horas más tarde, el corazón de Aldao detuvo su marcha. El cuerpo, y en un todo de acuerdo con las últimas voluntades del caudillo, fue vestido con el hábito de dominico y el uniforme de general superpuestos. Las campanas de todas las iglesias de Mendoza comenzaron entonces un carrillón fúnebre y melodioso que, alcanzando las orillas del río Atuel, remontaría los torrentes tormentosos de los afluentes para llegar a los caminos nunca más recorridos por el fraile y general: las pequeñas iglesias de villorios y pueblos, las fuentes abandonadas y derruidas del antiguo dominio español, las sendas transitadas por los arrieros solitarios, la cueva secreta del puma y el nido supremo del cóndor, para proclamar, en el fragor final de los vientos descendentes de los picos cordilleranos, la muerte del caudillo Aldao y el perdón de sus ofensas y pecados”.

* Juan Basterra es autor de “La cruz y la espada. El fraile que se convirtió en guerrero.”

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