Un seminario para curas y un joven que duda de su sexualidad y su vocación: así es “Él habla en el silencio”

En su primera novela, el argentino Guille Félix se adentra en uno de los misterios de la Iglesia: las estudiantinas de seminaristas. Una mirada tierna, fresca y queer sobre un mundo del que se sabe poco.

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"Él habla en el silencio", de Guille Félix, sigue a un joven que se interna en un seminario para convertirse en cura. (Imagen Ilustrativa Infobae)
"Él habla en el silencio", de Guille Félix, sigue a un joven que se interna en un seminario para convertirse en cura. (Imagen Ilustrativa Infobae)

Muchas veces, los libros sirven como puente entre los lectores y un mundo al que difícilmente podrían tener acceso de otra manera. Ya sea desde la ficción o desde los testimonios reales, un libro puede develar los secretos de algo que parece inaccesible, o bien ampliar el imaginario alrededor de dicha incógnita.

Este es el caso de Él habla en el silencio, el debut del escritor, dramaturgo, guionista y director argentino Guille Félix. En su primera novela, el autor nos sitúa en una estudiantina de seminaristas, es decir, el lugar en el que varones jóvenes viven y estudian para convertirse en curas.

No abundan los productos culturales relacionados a estos seminarios, y los pocos que existen giran en torno a algo que debe ser resuelto. Pero como bien señala Quintín en su reseña de la novela para La Agenda, Él habla en el silencio “no se trata de una denuncia ni de un relato de terror”, sino que destaca por su frescura y su mirada tierna.

“Como toda estudiantina, es superficial y atractivamente pop. Incluso en su opacidad, no deja de brillar. Nada hay de banal en la vida de estos seminaristas del siglo XXI que miran El diablo viste a la moda a escondidas. Gran parte de la novela está en el secreto. La vocación es secreta, las relaciones son secretas”, puede leerse en la contratapa.

Editado por Blatt & Ríos, Él habla en el silencio es una oportunidad para adentrarse, desde la ficción, en el mundo de los seminaristas, esos muchachos que -ya sea por vocación, por un secreto o para alejarse del mundo- deciden internarse con otros muchachos y continuar con una antigua tradición que, aunque pueda resultar un tanto anacrónica en el siglo XXI, todavía persiste.

Así empieza “Él habla en el silencio”

Portada de "Él habla en el silencio", de Guille Félix, editado por Blatt & Ríos.
Portada de "Él habla en el silencio", de Guille Félix, editado por Blatt & Ríos.

Uno

Desde ayer siento un leve zumbido en el oído y me cuesta pensar. En el día no hago más que ir de allá para acá. Leo algunos folletos que encontré en el cajón de la mesa de luz. Juego con el aire acondicionado y con los controles de las cortinas, que bajan y suben con sólo apretar un botón. Me doy cuatro baños por día, como para distraerme. El agua cae pesada y uniforme. Miro al techo y memorizo de él cada una de sus grietas. Estoy convencido de que si alguien me preguntara por ellas en unos días podría dibujarlas a la perfección hasta con los ojos vendados. Entrecierro los ojos y dibujo con mis dedos la silueta de la sombra que proyecta la lámpara, una bola de vidrio colgante que se mece con el frío que sale del aire acondicionado. Estoy poco fuera de mi cuarto. No porque lo tenga prohibido, es que no sabría qué hacer. A veces me siento en el jardín. Llevo mi cuaderno y lo abro. Adentro hay una cartulina mal cortada con la frase El Ruido no hace bien, el bien no hace ruido. Cierro el cuaderno. Me prendo un cigarrillo.

A veces entro al comedor y de la mesita de la merienda agarro un saquito de té. Prendo la pava eléctrica. El ruido del agua en ebullición llena el lugar. Espero que la luz se apague. Sirvo el agua en un vaso de telgopor, pongo el saquito de té, algo de azúcar y revuelvo con una cuchara de plástico. Le doy un sorbo y está hirviendo. Siempre está hirviendo. Me quema la lengua, que se siente rugosa durante gran parte del día. Nunca tengo la paciencia suficiente para esperar a que el té se enfríe y lo tiro en la bacha del baño. El cesto de la basura acumula ya decenas de vasos de telgopor.

Otras veces me siento en un banco y veo a la gente pasar. Es que no soy el único en este lugar, claro, pero no sé nada sobre los que me acompañan. Hay uno que parece ser el mayor, no de edad sino de jerarquía. Se nota en su porte, aunque camine medio desgarbado y la ropa le quede más grande, supongo que a propósito. Está el que parece ser el menor, de edad y de jerarquía. Siempre tiene su camisa a cuadros perfectamente planchada, pantalón caqui y mocasines de gamuza. Los anteojos se le deslizan por la nariz y él los acomoda arrugando la cara. Otro se pasea derecho, con mirada severa, con un anotador bajo el brazo.

Hay varios de esos, normales, corrientes, de todas las edades. Los que me llaman la atención son otros. Hay un grupo de cinco que a simple vista son todos iguales. Quizá es que siempre caminan lejos y yo trato de correrles la mirada, pero si me piden que los diferencie no podría hacerlo, no como las grietas en el techo. Todos son muy altos, atléticos, de rubios a castaños, ojos verdes o celestes, con la cara suave como si no necesitaran afeitarse, las cejas impecables y sin un rastro de acné. Son los únicos que visten largas sotanas hasta el piso y el pelo engominado de tal manera que parece rígido como un casco. Sus zapatos sobresalen por debajo de su sotana, negros, puntiagudos y brillosos. Caminan juntos, uno al lado del otro, en silencio. Se sientan juntos en las comidas y en el jardín a la hora de la siesta. En algunos momentos del día se los puede ver a lo lejos corriendo, de a uno. Dan la vuelta al predio, pasan por delante del monolito, se persignan y siguen su camino. Están uniformados también al correr, completamente de blanco, con algunas rayas amarillas en su ropa y medias altas hasta las rodillas. El pelo sigue rígido aun en esa situación.

Descubro que estoy un poco obsesionado con ellos. Con los engominados, digo. Así los llamo, los engominados. A ellos se los ve moldeados a medida, como en un laboratorio o en el taller de un alfarero. Yo soy como los otros, como los comunes y corrientes. Me paseo desgarbado, con algo de sombra de barba, el pelo sin acomodar, zapatillas con los cordones deshilachados, los ruedos agujerea dos bajo el talón. Soy una vasija que salió mal de principio y que alguien trató de arreglar. Una vasija que cumple su función pero que no tiene los detalles de terminación de las otras vasijas del estante. Una vasija a la que se da vuelta para que no se vean las grietas que tiene en un costado, que se pone en liquidación, en el estante más oculto. Lo cierto es que, vasija defectuosa o no, acá estoy. Estoy acá en este silencio que me hace pensar en que quizá no debería estar acá. Por ahí esa es la función del silencio después de todo.

Guille Félix estudió filosofía, teología, dramaturgia y letras. Además, dirigió la película documental "La vida sin brillos", estrenada en el 19° BAFICI.
Guille Félix estudió filosofía, teología, dramaturgia y letras. Además, dirigió la película documental "La vida sin brillos", estrenada en el 19° BAFICI.

Dos

Del silencio lo que más me cuesta es la noche. Pruebo escribir. No sé qué podría escribir, alguna especie de diario. Abro el cuaderno. El Ruido no hace bien, el bien no hace ruido. Lo cierro. Recorro el cuarto. Primero con la mirada, después con los pasos. Es un lindo lugar, una casa de retiros moderna de una congregación de monjes italianos, no debe tener más de diez años. Quién sabe quién paga estas cosas. Lo que sí sé es que alquilan una parte del predio para fiestas de quince y casamientos. Anoche se escuchaba música bailable y unas luces de colores se colaban entre los árboles del parque, como láseres. La habitación parece salida de un hotel cuatro estrellas pero sin los beneficios de un hotel. Tiene un baño individual con una ducha, nos cambian las toallas y sábanas regularmente y las almohadas parecen hechas de nube.

Algo extraño pasa en este lugar. La modernidad, el silencio y el lujo no pueden esconderlo. Cuando vuelvo a mi habitación después de la oración de cada noche las luces de las otras habitaciones, reflejadas en el pasto del parque, se van apagando de a una hasta que lo único que ilumina es la luna y los vitrales de la capilla, que tiritan a la luz de alguna vela que quedó encendida.

Y en ese momento, si se mira con atención, se pueden ver unas figuras a lo lejos. Salen de diferentes puntos. Caminan sigilosas y en sintonía con el poco movimiento de la noche. Son figuras que se mecen como las casuarinas y como la luz de la vela artificial del Sagrario. Estas figuras desaparecen detrás de un árbol por unos segundos y luego se mueven rápidamente para desaparecer detrás de otro hasta llegar a la torre de agua, donde se desvanecen por completo. Primero pensé que eran amigos de la quinceañera escondidos para darse unos besos, pero pasó también cuando el quincho estaba apagado. Capaz debería avisarle a alguien, pero no sabría a quién. No tengo permitido hablar y lo que sucede no me parece tan grave como para arriesgarme. Después de mucha deliberación interna hoy en el desayuno decidí que esta noche investigaré personalmente. No hay necesidad de molestar a nadie, ni al resto de los corrientes, ni a los engominados. Me voy a acercar lo suficiente para ver a las figuras pero no tanto como para que me maten. Veré quiénes son, o qué son. Veré qué quieren.

Paso el resto del día con la cabeza en las nubes. No escucho ninguna de las charlas y mi cuaderno de notas no es más que una colección de garabatos. Almuerzo haciendo también garabatos en el puré de papas que acompaña las milanesas. Al fin puedo hundirme en una gran siesta, en la que sueño que dibujo en la arena un espiral que nunca termina y que me va hipnotizando y metiendo cada vez más en el sueño.

Despierto transpirado y diez minutos más tarde de lo que debería. Entro corriendo a una charla en la que un tipo alto explica algo que no termino de entender. Disfruto de las clases como de las comidas y las oraciones porque son los únicos momentos del día en los que escucho algo, más allá de mis propios pasos y los de los demás, arrastrándose por los interminables pasillos de la casa de retiros y el ruido de las hojas de algún libro que se corren con desgano. Pero la mayor parte del tiempo no presto atención, y las veces que presto no entiendo mucho. Todas las mañanas me despierto con la intención de tomar notas, de retener y reflexionar, pero nunca lo logro. Hago un mapa conceptual de tres elementos y luego me sumerjo en un sinfín de retratos mal hechos, dibujos de ojos, bocas y casas con chimenea y un humo gigante que tapa las palabras.

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