La madrugada posterior a la Navidad de 1980, las hombres encargados de cuidar el Museo Nacional de Bellas Artes sintieron un fuerte olor a quemado que los alarmó. Siguieron su rastro hasta la sala de la Colección Mercedes Santamarina y, cuando llegaron, se toparon con algo peor que un incendio: faltaban todas las obras y, bajo su cuidado, se había producido el robo más importante de la historia del arte argentino.
En Golpe en el Museo, el periodista argentino Imanol Subiela Salvo investiga este caso, en el que se llevaron un botín valuado en 20 millones de dólares que consistió en dieciséis pinturas impresionistas de artistas de la talla de Matisse, Renoir, Gauguin, Cézanne y Lebourg, así como siete objetos de jade y porcelana.
“Si Imanol hubiera imaginado esta historia ella sería catalogada como un desborde creativo: un robo de obras de arte, un empresario taiwanés vinculado al tráfico de armas, la guerra de las Malvinas de fondo, y veinte años después un director de museo que mira para otro lado mientras un juez lleva un bastón con una calavera -afirma la escritora argentina María Gainza, autora de libros como El nervio óptico-. Pero en lugar de imaginar, investigó, y escribió un libro atrapante, respaldado por la realidad argentina, legendaria ya por sus ribetes de ficción siniestra. Un libro que te obliga a levantar las cejas con cada vuelta de página”.
Editado por Planeta, Golpe en el Museo ahonda en uno de los robos más misteriosos del país, un caso que nunca fue resuelto pero que, en su momento, tuvo una investigación que implicó torturas y detenciones ilegales. De la hipótesis que sostiene que se dio por un canje por armas a la recuperación de algunas de las obras robadas gracias a al juez Norberto Oyarbide, este libro revela todos los secretos ocultos de un episodio casi olvidado de la última dictadura argentina.
Así empieza “Golpe en el Museo”
Era Navidad, 25 de diciembre de 1980.
También era el aniversario de la inauguración del Museo Nacional de Bellas Artes. Ese día, el museo más grande del país, ubicado en uno de los barrios más caros de la ciudad de Buenos Aires, cumplía 84 años de la primera vez que había abierto sus puertas al público. Esa madrugada, dentro del museo, comenzó a sentirse olor a quemado. Algo se estaba prendiendo fuego. Las salas estaban llenas de humo, y los pasillos, también. No había un solo rincón que no estuviera cubierto por una nube gris y espesa.
La mayor colección de arte de la Argentina estaba —y está aun hoy— guardada entre esas paredes. Colgadas en salas que a esas horas, al igual que cualquier otro edificio público, son solo oscuridad y silencio. Pasillos anchos y espacios como bóvedas de cementerios, lugares cerrados, ciegos, que solo contienen restos del pasado.
El Bellas Artes guarda obras como La ninfa sorprendida, de Édouard Manet, una de las piezas más importantes de su colección. Esculturas de Pierre Auguste Renoir junto con obras impresionistas y jarrones de jade de la dinastía Ming. Pinturas de Edgar Degas y de Paul Gauguin que se mezclan con otras de artistas argentinos y latinoamericanos. También hay muebles, joyas y otros objetos de lujo, donados por las élites de la Argentina, esparcidos por todas las salas: el registro de una aristocracia que se consideraba digna de ser exhibida.
Cuando la Junta Militar tomó el gobierno en 1976, decidió declarar al Museo Nacional de Bellas Artes como uno de los «objetivos sensibles del Estado», es decir, que podía ser un lugar elegido por los supuestos «terroristas» —que la dictadura se ocupaba de eliminar y desaparecer— para hacer un atentado. Por eso, la Policía Federal había asignado a un bombero de la fuerza como guardia permanente en el interior del edificio. Una persona dedicada exclusivamente a pasar cada noche de su vida en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Pero una sola persona no podía vigilar, controlar y, en el mejor de los casos, cuidar las miles de obras de la colección, ni tampoco recorrer los cuatro mil metros cuadrados del edificio. En un día normal, a la presencia del bombero se le sumaban otros dos serenos, empleados del museo. Sin embargo, en la noche de Navidad de 1980, uno de ellos estaba de vacaciones.
Aquel 25 de diciembre, solo dos personas estaban dentro del Bellas Artes: Anselmo Ceballos, el bombero de la Policía Federal, y Eusebio Eguía, uno de los serenos. Ceballos y Eguía decidieron cenar juntos para festejar la Navidad. Habían preparado un pollo al carbón con ensalada en la cocina del primer subsuelo del museo. Terminaron de cenar, jugaron a las cartas. Brindaron con una sidra y una botella de vino. Dieron una última recorrida por las salas de la planta baja y también por las del primer piso, a pesar de que algunas todavía estaban en remodelación y cerradas al público.
Primero, subieron hasta el hall principal de la planta baja, que estaba vacío, sin obras, apenas con un mostrador para recibir a los visitantes. Eguía revisó las salas de la derecha: arte argentino del siglo XIX, arte francés e italiano también del siglo XIX y la de la Colección Guerrico, con obras del siglo XVII al XIX. Ceballos, las de la izquierda: arte sacro, arte europeo del siglo XV y la de manierismo y barroco.
Ambos recorridos terminaban en el hall otra vez. Cuando volvieron a encontrarse, subieron por las escaleras de mármol blanco hasta el primer piso. Allí, caminaron juntos. Había unas pocas salas con obras de arte moderno, apenas iluminadas y llenas de tierra, culpa de la ampliación. Vieron que todo estaba como siempre, a oscuras y en silencio. Revisaron las salas en construcción y bajaron otra vez hasta el hall principal.
Mientras Ceballos y Eguía terminaban el recorrido, en una casilla de chapa fuera del museo dormía Buenaventura Pereyra, un albañil de la empresa constructora Natino Hijos S.A., que llevaba adelante la ampliación del Bellas Artes. Su función era cuidar la obra, los materiales y las herramientas que quedaban en el patio del museo, es decir, en la plaza que separa al Bellas Artes de la sede de la Asociación de Amigos. Como era una persona mayor que había llegado a la vejez sin una casa, ni tampoco familia, irse a vivir al patio del museo a cambio de cuidar una obra le pareció más que razonable, a pesar de que su casilla era bastante precaria, para ir al baño tenía que salir y caminar hasta una letrina que había armado en mitad de la plaza.
El sereno dormía en la planta baja, sentado en una silla en el cuarto de mayordomía, ubicado justo frente a las puertas principales, y Ceballos, el bombero, en un catre en el primer subsuelo. Siempre cerraba la puerta con llave para evitar que lo despertaran los empleados de limpieza que llegaban apenas asomaba el sol.
El turno que hacían Eguía y Ceballos era de doce horas, lo habían tomado a las seis de la tarde y planeaban irse del museo a las seis de la mañana del día siguiente.
Cerca de las cuatro de la mañana del 26 de diciembre, el sereno se despertó. En su habitación había olor a quemado. Se levantó de la silla y en un segundo salió del cuarto. El hall principal estaba lleno de humo. Empezó a seguir el rastro de la nube gris que se extendía por el lugar, para encontrar de dónde salía. Todo estaba a oscuras. Dobló a la derecha por el pasillo de la planta baja y llegó a la sala de la cual provenía la humareda. No quiso seguir ni tampoco entrar para ver qué estaba pasando. Decidió bajar al subsuelo. Corrió por los pasillos y bajó las escaleras lo más rápido que pudo. Intentó entrar en la habitación del bombero Ceballos. Estaba cerrada con llave, como siempre. Golpeó varias veces la puerta. Nada. Siguió golpeando hasta que pudo despertar a su compañero y entonces le dijo:
—Está pasando algo raro en la sala Mercedes Santamarina.
El bombero y el sereno subieron juntos hasta la planta baja y fueron hasta la sala de la Colección Mercedes Santamarina. No había llamas, solo humo y un olor desagradable a plástico quemado. No se podía ver mucho. A la oscuridad de un museo a la noche se sumaba el humo que flotaba en el aire. Titubearon antes de entrar. Se quedaron unos segundos en silencio y, cuando finalmente ingresaron, se encontraron con vitrinas destrozadas y vaciadas. Marcos de cuadros rotos, sin sus telas, y desparramados por todo el piso del lugar. Otros, colgados de un solo extremo. Faltaban todas las obras de la sala y varios objetos de arte decorativo, vasos, teteras, vasijas y estatuillas chinas de cristal.
En algún momento de la madrugada del 26 de diciembre de 1980 se había producido el robo más importante de la historia del arte argentino. La sala de la Colección Mercedes Santamarina había sido completamente vaciada. El bombero y el sereno se miraron. No pudieron hablar, solo se quedaron parados uno al lado del otro mientras respiraban agitados y con el corazón bombeando sangre sin parar. No tenían demasiado tiempo para pensar qué había pasado ni para recorrer el resto del edificio y revisar si faltaban más obras de otras salas; el timbre de la puerta principal sonaba y afuera esperaban los empleados de limpieza para empezar su jornada de trabajo.
La responsabilidad de cuidar el museo recaía en sus espaldas, y esa única tarea que les habían en cargado —la dirección del Bellas Artes y la Policía Federal— no habían podido cumplirla. No tenían certeza de todo lo que sucedería después, pero sí de que, pasara lo que pasara, no podía ser algo bueno. Al menos para ellos.