Una biografía del psiquiatra, filósofo y revolucionario Frantz Fanon es, inevitablemente, una biografía del mundo que luchó por cambiar. Sin duda, Fanon lo habría aprobado. Como pionero de la “terapia social”, un enfoque que clasificaba las patologías personales como síntomas políticos, comprendió mejor que nadie que los individuos son ininteligibles aislados.
Las enfermedades que trató como director de un hospital psiquiátrico en la Argelia colonial, donde trabajó en vísperas de la lucha por la independencia del país en la década de 1950, eran para él inextricables de la enfermedad más mortífera de todas: la epidemia del imperialismo francés.
Una biografía de Fanon es también necesariamente una biografía de su leyenda, que a veces se desvía considerablemente de su persona. Su apoyo a la lucha argelina fue inquebrantable, y a menudo se le recuerda como un militante que una vez alabó la violencia anticolonial como “una fuerza limpiadora”. Pero, como demuestra el crítico y ensayista Adam Shatz en su ágil y absorbente nuevo libro, The Rebel’s Clinic (algo así como La clínica de los rebeldes), Fanon nunca fue tan unidimensionalmente belicoso como a menudo se le considera, no sólo por sus enemigos, sino también por sus aliados y hagiógrafos.
Por el contrario, argumenta Shatz, el principal teórico de la resistencia anticolonial fue un pensador extraordinariamente sutil que rechazó las reducciones que tentaron a tantos de sus contemporáneos. A diferencia del poeta, ensayista y estadista senegalés Léopold Sédar Senghor, Fanon nunca recurrió a evocaciones sentimentales de un África primigenia y terrenal; a diferencia del filósofo existencialista Jean-Paul Sartre, que insistía en que la liberación de las colonias no era más que un paso en el camino hacia una revuelta universal contra las clases dominantes, comprendió que el racismo era un abismo en sí mismo.
Sus dos obras clásicas, Piel negra, máscaras blancas (1952) y Los desdichados de la tierra (1961), son análisis lúcidos y líricos de las distorsiones psíquicas que el imperialismo inflige a colonos y colonizados por igual.
Pero las fuerzas que Fanon investigó tan desapasionadamente en sus trabajos clínicos y tan poderosamente en su filosofía no le dejaron indemne. Como muestra Shatz en esta obra ejemplar de intelectualismo público, en la que no edulcora ni simplifica, el ingenioso médico y apasionado activista fue tan víctima del imperio como los pacientes a los que trabajó para curar.
¿Quién fue Frantz Fanon?
“Antes que revolucionario”, escribe Shatz, “Fanon fue psiquiatra”. Y antes de ser psiquiatra, fue francés, o eso le hicieron creer. Nació en Fort-de-France, Martinica, en 1925, en el seno de una familia decididamente burguesa. Veintiún años más tarde, la Asamblea Nacional francesa votaría a favor de elevar la isla a la categoría de “Departamento de Ultramar de Francia”, pero durante la infancia de Fanon seguía siendo una colonia, y en la escuela le enseñaron que no descendía de africanos esclavizados, sino de galos.
Las primeras palabras que aprendió a escribir fueron “Je suis Français” - “Soy francés”. Sus respetables padres, de clase media, “se identificaban ferozmente con la República que había acabado con la esclavitud y permitido prosperar a su familia”.
Pero si muchos martiniquenses eran “más franceses que los franceses”, era quizá porque tenían la sensación de que nunca habían sido asimilados del todo a los ojos de sus supuestos compatriotas. Fanon se sintió dolorosamente desengañado de la idea de que era un súbdito plenamente francés cuando fue a Europa a luchar contra las potencias del Eje en 1943.
Sin duda, estaba cerca de la cima de la jerarquía colonial que imperaba en el ejército de la Francia Libre, donde “los martiniqués y los guadalupeños dormían en un barracón separado de los tirailleurs sénégalais y recibían comida diferente. Los soldados de infantería africanos llevaban fezzes y cinturones de franela roja, mientras que los antillanos vestían uniformes europeos porque se les consideraba más évolué - ‘evolucionados’, o asimilados a los valores occidentales”.
Aun así, Fanon no era tan évolué como un europeo blanco a ojos de los lugareños. Durante las festividades que estallaron tras la liberación de Francia, ninguna mujer blanca se dignó a bailar con él. Se desilusionó aún más cuando empezó a estudiar medicina en Lyon, sólo para descubrir que sus compañeros de clase pensaban que “no era realmente negro... porque hablaba francés muy bien”.
“Fanon tenía una necesidad muy fuerte de pertenecer”, recordó una vez uno de sus colegas, pero estaba condenado a un distanciamiento perenne. En Martinica no era del todo francés, y en Francia lo era aún menos. Cuando huyó de la métropole para dirigir una clínica en Argelia -y cuando acabó convirtiéndose en un ferviente participante en el movimiento de liberación argelino- seguía sin gozar de una aceptación total. “Nunca pudo convertirse realmente en un argelino”, escribe Shatz. “Ni siquiera hablaba árabe o bereber (amazigh), las lenguas de los pueblos indígenas de Argelia”.
No murió en ninguna de las ciudades en las que había vivido sin sentirse nunca como en casa, sino en un país totalmente extranjero: Estados Unidos, donde buscó tratamiento para la leucemia que le mató a los 36 años. No vivió para ver la liberación de Argelia ocho meses después.
¿La violencia como medicina?
El sentimiento de alienación de Fanon influyó sin duda en su práctica psiquiátrica, que a su vez influyó en su comprensión de la barbarie imperial. En palabras de uno de sus mentores, “la locura nunca fue un asunto personal”. En el núcleo del enfoque cada vez más radical de Fanon hacia la atención de la salud mental estaba su convicción de que, como dice Shatz, “algunas formas de sufrimiento psicológico tienen sus raíces no en la constitución psíquica del individuo, sino en las relaciones sociales opresivas”.
Las formas que adopta la enfermedad mental dentro de una determinada sociedad son buenas guías de sus neurosis, y Fanon sabía bien que las fobias y fantasías racistas de sus pacientes europeos funcionaban como ventanas al mundo que había forjado el colonialismo. Las tensiones entre musulmanes y europeos en el exterior de la clínica, donde los carteles en las playas advertían “Prohibidos perros y árabes”, no podían evitar abrirse paso en el interior.
Este hallazgo tuvo otras implicaciones. Fanon fue uno de los primeros en adoptar lo que Shatz describe como “un enfoque colectivo de la atención que fusionaba las ideas de Freud y Marx, rompiendo las jerarquías que separaban a pacientes y personal médico, y dando a los enfermos mentales una nueva sensación de poder sobre sus vidas”.
Pero incluso las técnicas clínicas más innovadoras no iban lo suficientemente lejos para Fanon, que sabía que las soluciones políticas son el único remedio a largo plazo para las enfermedades políticas. El colonialismo es “un sistema de relaciones patológicas disfrazadas de normalidad”, escribe elocuentemente Shatz, y Fanon creía que la única cura para la dolencia argelina era la revolución.
Era partidario de la violencia, no sólo en la práctica sino también en la teoría. En su opinión, la violencia anticolonial era “una especie de medicina, que reavivaba el sentido del poder y del autodominio” que permitía a los colonizados recuperar su dignidad por la vía de la autoafirmación.
Cuando estalló la guerra en 1954, Fanon se puso naturalmente del lado del FLN, o Frente de Liberación Nacional. Al principio, atendía clandestinamente a los rebeldes en su hospital, pero al poco tiempo los miembros celebraban reuniones en las instalaciones con cierta regularidad. Fanon no pudo unirse abiertamente a la organización hasta que huyó a Túnez en 1956.
Las debilidades de un revolucionario
Durante los años siguientes, trabajó primero como jefe de prensa y portavoz, editando el periódico rebelde El Moudjahid, y luego como embajador del gobierno provisional argelino en Ghana.
Pero el compromiso total de Fanon con la causa argelina no significaba que su interés por la psiquiatría hubiera decaído. La abolición del imperialismo era la mejor medicina, tanto para los argelinos como para todos los que vivían bajo el colonialismo, pero mientras tanto, sus indignidades dolían, e incluso después de su desmantelamiento, sus traumas perdurarían. Mientras Fanon colaboraba con el FLN, también trabajaba en el Hospital Charles Nicolle de Túnez. Como revolucionario y médico, trataba de curar las mismas heridas insalvables.
Fanon también tenía puntos ciegos. Era propenso al mismo tipo de romanticismo interesado que criticaba en otros, especialmente cuando se trataba de cuestiones de género.
En una conferencia celebrada en 1956, advirtió contra el “exotismo” que los ocupantes suelen adoptar hacia las poblaciones nativas, pero, en palabras de Shatz, se “negaba obstinadamente a ver” que muchos de sus compañeros del FLN se oponían a la emancipación de la mujer. Su trabajo como médico le llevó a agitar en favor de la descolonización, un proceso que creía necesario para la salud tanto de los colonizados como de los colonialistas, pero, como señala Shatz, nunca llegó a aliviar la evidente tensión “entre su compromiso con la curación y su creencia en la violencia”.
Por un lado, no tenía paciencia con los traidores a la causa: cortó los lazos con un amigo que huyó de Argelia cuando estalló la guerra, e hizo la vista gorda ante una serie de decisiones moralmente cuestionables del FLN en su calidad de portavoz. No sólo guardó silencio cuando una disputa interna culminó con el asesinato de uno de sus amigos en la organización, sino que ayudó a encubrir la implicación del líder del FLN en una masacre de argelinos que apoyaban a una facción revolucionaria rival.
Pero Fanon trató en su consulta a los colonialistas, incluso a los torturadores. No discriminaba entre argelinos y europeos: todos, en su opinión, merecían compasión y cuidados”, escribe Shatz. Todos eran víctimas de lo que Fanon llamaba los “trastornos mentales de la guerra colonial”, que le atormentaban por igual. En un mundo tan enfermo, nadie podía curarse, ni siquiera los médicos.
*Becca Rothfeld es crítica de libros de no ficción en The Washington Post.
Fuente: The Washington Post