Un día, la escritora y activista canadiense Naomi Klein -una de las periodistas más influyentes del mundo- encontró en las redes a una mujer con su mismo nombre pero con opiniones diametralmente distintas a las suyas. Al principio, el hecho de que la confundieran con “la otra Naomi” le parecía una curiosidad, algo casi gracioso. Hasta que dejó de serlo.
De un día para el otro, abandonó sus proyectos periodísticos y, enfrentada a una realidad distorsionada y obsesionada con las amenazas que recibía en Internet, Klein decidió seguir a su doble en un extraño e insólito “mundo espejo”. El resultado es Doppelganger, su nuevo libro, en el que busca poner al descubierto nuestra propia cultura en este “momento surrealista” de la historia, en el que nos hemos convertido en “pulidas marcas virtuales”.
Editado por Paidós, Doppelganger es “un análisis revelador del laberinto de espejos de la política de hoy y de las realidades inciertas del universo digital”, como puede leerse en la contratapa.
En su nuevo libro, la autora de éxitos como La doctrina del shock y No logo hace un llamado “para cualquiera que haya perdido horas en el pozo sin fondo que es Internet, que se haya preguntado por qué nuestra política se ha deformado tanto y que quiera salir del vértigo colectivo y volver a luchar por lo que de verdad importa”.
Así empieza “Doppelganger”, de Naomi Klein
Una Naomi de marca blanca
En mi defensa diré que no tenía pensado escribir este libro. No tenía el tiempo necesario, nadie me lo había pedido y varias personas me recomendaron encarecidamente que me abstuviese de hacerlo. No era el momento, teniendo en cuenta los incendios literales y metafóricos que asolan el planeta. El tema no podía ser menos apropiado.
La Otra Naomi: así la llamo ahora. Esa persona con quien me han confundido sin parar durante más de una década. Mi doppelganger de cabellera abundante. Alguien a quien tantos parecen considerar indistinguible de mí. Alguien cuyas acciones extremas llevan a desconocidos a reprenderme, a darme las gracias o a compadecerse de mí.
El hecho mismo de que me refiera a ella con una especie de código deja entrever lo absurdo de mi situación. Durante un cuarto de siglo he sido alguien que se dedica a escribir sobre el poder de las corporaciones y sus males. Me cuelo en fábricas que maltratan a sus trabajadores en países lejanos y cruzo fronteras para adentrarme en zonas bajo ocupación militar; cuento los desastres que dejan a su paso las mareas negras y los huracanes de categoría 5. Escribo libros llenos de grandes ideas sobre temas muy serios.
Y aun así, en los meses y años durante los cuales este texto se fue materializando —un período en el que los cementerios se quedaban sin espacio y los milmillonarios se lanzaban al espacio— cualquier otra cosa que escribiese me parecía una intrusión no deseada, una interrupción impertinente. ¿Me interesaría participar en los actos previos a una Cumbre del Clima de las Naciones Unidas que sería clave? No, lo siento, tengo la agenda llena. ¿Algún comentario sobre la retirada de Estados Unidos de Afganistán? ¿Sobre el vigésimo aniversario del 11S? ¿La invasión de Ucrania por parte de Rusia? No, no, y otra vez no.
En junio de 2021, cuando este proyecto empezó a escapárseme de las manos ya del todo, un extraño acontecimiento meteorológico nuevo al que se le puso el sobrenombre de «cúpula de calor» descendió sobre la costa sur de la Columbia Británica, la región de Canadá donde ahora vivo con mi familia. El aire, denso, parecía un ente gruñón y malintencionado. Fallecieron más de seiscientas personas, la mayoría ancianas; se estima que unos diez mil millones de criaturas marinas se cocieron vivas en nuestras costas; el fuego arrasó un pueblo entero.
No es frecuente que este enclave retirado y poco poblado acapare titulares internacionales, pero la cúpula de calor nos hizo famosos durante un rato. Un editor me preguntó si, dado que llevaba quince años implicada en la lucha contra el cambio climático, quería publicar un reportaje sobre lo que suponía atravesar aquel fenómeno climático sin precedentes. «Estoy trabajando en otra cosa», le dije, con el hedor de la muerte impregnándome las fosas nasales. «¿Puedo preguntar en qué?» «No, no puede.»
Hubo muchas otras cosas importantes que desatendí durante ese período de subterfugio febril. Ese verano, dejé que mi hijo de nueve años se pasara tantas horas viendo una serie sobre la naturaleza más descarnada llamada El club de la lucha animal que empezó a embestirme «como un gran tiburón blanco» cuando me sentaba ante el escritorio. Pasé demasiado poco tiempo con mis padres octogenarios, que viven a tan solo media hora en coche de mi casa, a pesar de su vulnerabilidad estadística a la mortífera pandemia que asolaba el mundo entero, y a pesar de esa cúpula de calor letal. Ese otoño, mi marido se presentó a un cargo en unos comicios nacionales, y aunque lo acompañé en algunos viajes durante la campaña, sé que podría haber hecho más.
¿Y para qué desatendí todo eso? ¿Para mirar una cuenta de Twitter que no paraban de suspenderle a la Otra Naomi? ¿Para estudiar sus apariciones en los programas en directo de Steve Bannon e intentar entender la arrebatadora química que había entre ellos? ¿Para leer o escuchar otra de sus advertencias sobre que las medidas sanitarias más fundamentales en realidad formaban parte de una trama encubierta y orquestada por el Partido Comunista Chino, Bill Gates, Anthony Fauci y el Foro Económico Mundial, diseñada para provocar una oleada de muerte de tal escala que solo podía ser obra del mismísimo diablo?
Lo que más me avergüenza es la indecible cantidad de pódcast que me inyecté en vena, todas esas horas que perdí para siempre. Con esas horas podría haberme sacado un máster. Me dije que estaba «investigando», que, si quería entenderla, tanto a ella como a sus acompañantes en la guerra abierta que estaban librando contra la realidad objetiva, debía sumergirme en los archivos de varios programas sumamente prolíficos y muy poco amigos de la sintetización que salían una o dos veces por semana, con nombres como QAnon Anonymous y Conspirituality, que desentrañan y deconstruyen el conjunto de los mundos de las teorías conspirativas, de los charlatanes sobre el bienestar y sus intersecciones con el negacionismo del covid, la histeria antivacunas y el auge del fascismo. Y todo ello además de mantenerme al día con el trabajo diario de Bannon y Tucker Carlson, en cuyos programas esa Otra Naomi se había convertido en invitada habitual.
Esas escuchas devoraban casi todos los momentos intersticiales de mi vida: mientras doblaba la colada, vaciaba el lavavajillas, paseaba a mi perra, en el coche en los viajes matutinos al colegio (solo a la vuelta). En mi vida anterior, dedicaba muchos de esos ratos a escuchar música o las noticias de verdad, o a llamar a mis seres queridos. «Me siento más cerca de los presentadores de Conspirituality que de ti», le confesé a mi mejor amiga en un mensaje en el contestador.
Me dije que no tenía alternativa. Que, en realidad, no estaba malgastando, con una iniciativa de una frivolidad y un narcisismo de magnitudes épicas, el poco tiempo que tenía para escribir o el poco tiempo que le queda al planeta en su vertiginoso calentamiento. Me excusaba diciéndome que la Otra Naomi, una de las creadoras y divulgadoras más efectivas de desinformación acerca de muchas de las crisis más urgentes a las que nos enfrentamos y alguien que parece haber inspirado a muchos a salir a la calle para rebelarse contra una «tiranía» casi enteramente fruto de la alucinación, está en el centro de varias fuerzas que, a pesar de su ridiculez extrema, no dejan de ser importantes porque la confusión que siembran y el oxígeno que absorben obstaculizan cada vez más prácticamente cualquier cosa útil o saludable que los humanos pudiésemos, en un momento dado, decidir hacer juntos.
Como, por ejemplo, dejar en tierra a esos multimillonarios que quieren explorar el espacio y utilizar sus ilícitas riquezas para costear la vivienda y la sanidad y abandonar el uso de los combustibles fósiles antes de que el futuro se convierta en una cúpula de calor constante. O, a una escala más modesta, enviar al colegio a un hijo que se identifica como tiburón sin miedo a que vuelva a casa con un virus sumamente contagioso y potencialmente mortal que ha contraído de un compañero cuyos padres creen que las vacunas forman parte de un complot genocida con el que se pretende esclavizar a la humanidad porque una señora de internet que se llama Naomi los ha convencido de ello.
La palabra doppelganger procede del alemán y es una combinación de Doppel (‘doble’) y Gänger (‘caminante’). A veces se traduce como «caminante-doble», y doy fe de que la experiencia de tener un doble tuyo caminando por ahí es de lo más inquietante. De hecho, es siniestro; genera un sentimiento que Sigmund Freud describió como «esa especie de miedo que parte de lo que antaño conocíamos bien y hacía mucho que nos era familiar», pero que de pronto se torna ajeno. Ese sentimiento siniestro que provocan los doppelgangers es especialmente punzante y siniestro porque lo que te resulta extraño eres tú. Freud escribió que alguien que tiene un doppelganger «puede identificarse con otro y por consiguiente dudar de su yo verdadero». No acertó en todo lo que dijo, pero en esto sí.
Y aquí va una vuelta de tuerca más: mi doppelganger es una persona que ha experimentado una transformación política y personal tan profunda que muchos han dicho que parece un doppelganger de su yo anterior. Lo que, en cierto modo, me convierte en la doble de una doble, una escala de lo siniestro que incluso Freud no alcanzó a prever.
No soy ni por asomo la única que se ha enfrentado a la sensación de que la realidad se está deformando. Casi todas las personas con las que lo comento me cuentan la historia de alguien a quien han perdido porque ha «caído en la madriguera»: padres, hermanos, mejores amigos, así como intelectuales y comentaristas en los que en su momento confiaron. Personas que un día conocimos bien y que ahora están irreconocibles, cambiadas. Empecé a sentir como si las fuerzas que habían desestabilizado mi mundo formasen parte de una red extensa de fuerzas que están desestabilizando el mundo entero, y pensé que comprender dichas fuerzas podría ser la clave para volver a pisar una tierra más firme.