Esteban Echeverría es el padre indiscutido de la literatura argentina. En 1837, con la nación todavía en plena formación, publicó su poema épico La cautiva, considerado como el antecedente inmediato de la aparición de la novela en el país.
La cautiva, que puede descargarse gratis en Bajalibros clickeando acá, narra el rapto del soldado Brian y su esposa María por parte de un grupo de “indios inhumanos”. Todavía faltaba casi una década para que Domingo Faustino Sarmiento asentara la dicotomía “civilización o barbarie” con la publicación del Facundo, pero el largo poema de Echeverría anticipó esa grieta primigenia que alcanzaría su punto cúlmine con la campaña militar conocida como la Conquista del Desierto.
Pero uno de los aspectos más llamativos de La cautiva es la caracterización que Echeverría, autor de libros como El matadero y El dogma socialista, hace de los dos personajes principales. Veamos por qué.
Por un lado está el soldado Brian, retratado como un hombre débil, temeroso de su destino y de su honra. Aunque supo ser un guerrero temido por los indios, adopta una actitud resignada y fatalista ante su secuestro y las penurias que tuvieron que atravesar en el desierto para escapar y salvarse.
Por el otro, su esposa María es mostrada desde el principio como una mujer fuerte de personalidad avasallante. Como personaje, su rasgo más representativo es el puñal que lleva en su mano, símbolo de muerte y destrucción que no vacila en empuñar cuando la ocasión lo requiere.
A 173 años de su muerte, Esteban Echeverría sigue siendo una figura fundamental de la literatura argentina, cuya lectura, incluso con los cambios que vinieron en casi dos siglos desde entonces, es vital para comprender el momento histórico en el que aquella Argentina todavía no formada se encontraba todavía en pleno estado de ebullición.
Así empieza “La cautiva”
Era la tarde, y la hora
en que el sol la cresta dora
de los Andes. El desierto
inconmensurable, abierto
y misterioso a sus pies
se extiende, triste el semblante,
solitario y taciturno
como el mar cuando un instante
el crepúsculo nocturno,
pone rienda a su altivez.
Gira en vano, reconcentra
su inmensidad, y no encuentra
la vista, en su vivo anhelo,
do fijar su fugaz vuelo,
como el pájaro en el mar.
Doquier campos y heredades
del ave y bruto guaridas;
doquier cielo y soledades
de Dios sólo conocidas,
que Él sólo puede sondar.
A veces la tribu errante
sobre el potro rozagante,
cuyas crines altaneras
flotan al viento ligeras,
lo cruza cual torbellino,
y pasa; o su toldería
sobre la grama frondosa
asienta, esperando el día
duerme, tranquila reposa,
sigue veloz su camino.
¡Cuántas, cuántas maravillas,
sublimes y a par sencillas,
sembró la fecunda mano
de Dios allí! ¡Cuánto arcano
que no es dando al mundo ver!
La humilde hierba, el insecto.
La aura aromática y pura;
el silencio, el triste aspecto
de la grandiosa llanura,
el pálido anochecer.
Las armonías del viento
dicen más al pensamiento
de todo cuanto a porfía
la vana filosofía
pretende altiva enseñar.
¿Qué pincel podrá pintarlas
sin deslucir su belleza?
¿Qué lengua humana alabarlas?
Sólo el genio su grandeza
puede sentir y admirar.
Ya el sol su nítida frente
reclinaba en occidente,
derramando por la esfera
de su rubia cabellera
el desmayado fulgor.
Sereno y diáfano el cielo,
sobre la gala verdosa
de la llanura, azul velo
esparcía, misteriosa
sombra dando a su color.
El aura moviendo apenas
sus olas de aroma llenas,
entre la hierba bullía
del campo que parecía
como un piélago ondear.
Y la tierra, contemplando
del astro rey la partida,
callaba, manifestando,
como en una despedida,
en su semblante pesar.
Sólo a ratos, altanero
relinchaba un bruto fiero
aquí o allá, en la campaña;
bramaba un toro de saña,
rugía un tigre feroz;
o las nubes contemplando,
como extático y gozoso,
el yajá, de cuando en cuando,
turbaba el mundo reposo
con su fatídica voz.
Se puso el sol; parecía
que el vasto horizonte ardía;
la silenciosa llanura
fue quedando más obscura,
más pardo el cielo, y en él,
con luz trémula brillaba
una que otra estrella, y luego
a los ojos se ocultaba,
como vacilante fuego
en soberbio chapitel.
El crepúsculo, entretanto,
con su claroscuro manto,
veló la tierra; una faja,
negra como una mortaja,
el occidente cubrió;
mientras la noche bajando
lenta venía, la calma
que contempla suspirando,
inquieta a veces el alma,
con el silencio reinó.
Entonces, como el ruido,
que suele hacer el tronido
cuando retumba lejano,
se oyó en el tranquilo llano
sordo y confuso clamor;
se perdió… y luego violento,
se dilató sonoroso,
dando a los brutos pavor.
Bajo la planta sonante
del ágil potro arrogante
el duro suelo temblaba.
Y envuelto en polvo cruzaba
como animado tropel,
velozmente cabalgando;
víanse lanzas agudas,
cabezas, crines ondeando,
y como formas desnudas
de aspecto extraño y cruel.
¿Quién es? ¿Qué insensata turba
con un alarido perturba,
las calladas soledades
de Dios, do las tempestades
sólo se oyen resonar?
¿Qué humana planta orgullosa
se atreve a hollar el desierto
cuando todo en él reposa?
¿Quién viene seguro puerto
en sus yermos a buscar?