Los conceptos de obscenidad, pornografía y erotismo están siendo discutidos por sociólogos, psicólogos sociales y juristas desde hace por lo menos un siglo y medio. Al contrario de lo que sucede con el tema “gustos”, sobre el que no habría nada escrito, acerca de esto corrieron y siguen corriendo ríos de tinta.
Hubo un caso que sentó jurisprudencia en materia de publicaciones “obscenas” cuando se procesó a los responsables del diario La Nación por haber editado la novela La garconne, de Victor Margueritte, aparecida originalmente en París en 1922, que se tradujo como La machona. En este caso, la justicia decidió que eran obscenas solamente aquellas obras cuya finalidad principal fuera “excitar las bajas pasiones” (¿cuáles serían las altas?) y absolvió a los acusados.
Hans Eysenck, un psicólogo inglés de origen alemán, ridiculizó en alguna medida la pretensión de medir la intensidad del tema e incluyó en su libro Usos y abusos de la pornografía una pintoresca tabla en la que adjudica valores a la descripción de “tocamientos por encima de la ropa” –el más bajo—hasta el acceso sexual bucal recíproco (sí, el número telefónico del Vaticano según un whisky muy bebido) –en el tope de la calificación. Algo parecido a la escala de Richter para medir los terremotos… Lo cierto es que la calificación va cambiando con el tiempo, según la evolución de los usos y costumbres y el grado de modernidad de cada país.
El erotismo en literatura tiene una tradición casi milenaria, desde el Decamerón y algunas historias de Las mil y una noches, pasando por Sacher-Masoch y el Marqués de Sade.
“La sonrisa vertical” fue una excelente colección de literatura erótica, cuyo logotipo, inserto en tapas de color rosa bebé, parecía una angelical sonrisa infantil, entrevista a través de un ojo de cerradura troquelado en las tapas, y resultaba tratarse de –no hay otra forma de decirlo—un culito… o una vagina depilada.
Entre 1977 y 2014 la publicó la editorial Tusquets de Barcelona, conducida por Beatriz de Moura, con la asesoría del gran director cinematográfico Luis García Berlanga. Incluyó autores de prosapia en otros géneros como Vargas Llosa, George Bataille, Louis Aragon y Marguerite Duras.
En 1979 instituyeron el galardón “La sonrisa vertical”, otorgado cada año a una novela (primer premio), y una finalista (segundo). Ese año lo obtuvo una escritora argentina hoy olvidada, residente en España: Susana Constante.
Pero hete aquí que, en 1989, los lectores argentinos dimos un respingo al enterarnos de que la finalista era Alicia Steimberg, con su novela Amatista, que acaba de aparecer reeditada por Hugo Levin en su sello Hugo Benjamín Editor.
El motivo de la sorpresa fue que no esperábamos una incursión en el género de esta autora nacional que se hizo conocida con su excelente novela Músicos y relojeros, publicada por Centro Editor de América Latina en 1971, y reeditada por Alfaguara en 2012, con datos indudablemente autobiográficos. Se trata de una semblanza de inmigrantes judíos tierna y divertida, cuyo prestigio aumentó con La loca 101, un texto surrealista y casi demente, aparecido en 1973.
Nadie podía esperar que esta dama simpática y culta, con su aspecto de tía buenaza y de profesora de inglés (títulos a los que sumó excelentes traducciones de ese idioma) contara tan explícitamente una historia de educación erótica impartida por una señora a un doctor, evocando historias juveniles propias, en un lenguaje cortesano y culto que parece denotar que Alicia acometió esa escritura con animus jocandi, o sea, para tomarle el pelo a la temática.
En el relato hay penetraciones de todos los órganos penetrantes en todos los orificios penetrables, succiones, manipulaciones, palabras que suenan menos placenteras que las actividades que describen.
En su “Prólogo, prolegómeno y preliminares para Amatista” que incluye esta edición, Ana María Shúa no elude referirse a la reiteración de situaciones que producen cierta monotonía y cita al enorme Enrique Pezzoni: “La pornografía se parece al patinaje sobre hielo. Al principio parece muy divertido, pero después te das cuenta de que siempre se repiten las mismas figuras”.
Y se pregunta la prologuista. “¿Cómo sortea Steimberg el doble problema de la monotonía y el lenguaje? De una manera exquisita: por una parte, y en cuanto a las acciones, parodiando de forma infinitamente divertida las clásicas novelitas porno que deleitaron a su generación. (…) Pero por otra parte, en cuanto a las palabras, se trata de algo muy serio. (…) Porque en el fondo este es un libro sobre el lenguaje”.
No sería esta la única sorpresa que depararía la obra de Alicia Steimberg: en 1992 recibió el premio Planeta Biblioteca del Sur por Cuando digo Magdalena, otra estupenda novela.
Bienvenida esta reedición de un libro que resultaba inconseguible, tarea de rescate en la que Levin parece haberse especializado en su todavía breve catálogo. Como imprescindible tirón de orejas al editor o, más bien a su corrector/a, hay que decir que en tres o cuatro oportunidades en el texto el “vello púbico”, algo privado sin dudarlo, deviene “público” por una errata imperdonable.
Como dato pintoresco para agregar a la biografía de la autora, señalo que entre 1995 y 1997 fue directora de la Sección Libros de la Secretaría de Cultura de la Nación. Justamente ella, que era lo menos parecido a una funcionaria que podría imaginarse. Pero también era lo menos parecida a una escritora de literatura erótica… y aquí está su libro.