Con el objetivo de vengar la muerte de sus padres, un empresario inmobiliario que vive en los márgenes de la ley tiene que juntar dos millones de dólares en una semana para comprar un campo. Esa es la premisa de La pájara, la novela del escritor argentino Juan Federico Von Zeschau que ganó el Premio Futurock 2023, elegida por un jurado compuesto por Agustina Bazterrica, Hinde Pomeraniec y Sergio Olguín.
Esta novela, que Von Zeschau empezó a escribir hace siete años, es “un thriller económico de ritmo trepidante que traza el mapa del dinero negro y la corrupción privada en Argentina”, según afirma la contratapa.
Hinde Pomeraniec, autora de libros como Rusos de Putin o Blackie, una voz insumisa, la describió como “una novela que crece de una manera que vuelve imposible parar de leerla”. Y la escritora y periodista argentina -que eligió Fortuna, de Hernán Díaz, como su libro favorito de 2023-, afirmó que “no hay mucha literatura sobre el mundo de los ricos que sepa narrar tan bien como La pájara las cuestiones más delicadas del entramado del dinero”.
Por su parte, Agustina Bazterrica, la escritora argentina detrás de las exitosas novelas Cadáver exquisito y Las indignas, dijo sobre Las pájaras: “No creo en la perfección, pero esta novela está muy cerca de eso. Tiene capas de lectura, es de esos libros que releés y les seguís encontrando cosas. Es redonda, no tiene grietas, está impecablemente bien escrita, es fascinante”.
Así empieza “La pájara”
1
Mamá se encerraba en la cocina y lloraba, lloraba todo el día. Se escondía para hacerlo. A veces, en el baño; otras, en el lavadero mientras el lavarropas temblaba. Lloraba, pero nos seguía cocinando y vistiendo y llevando a la nueva escuela, una pública.
Así había sido desde que nos habíamos enterado de lo de papá. Mis dos hermanos jugaban como si nada cuando ella se encerraba y se escuchaban sus moqueos. Blas subía el volumen de la tele y seguía con la Nintendo que le había regalado papá hacía unos meses, y yo miraba la pantalla sin decir nada, mientras Octavio se concentraba en los legos. Los entendía: no querían cargarla a mamá con sus propias tristezas. Creo que a mí lo que más me dolía, después de lo de papá, era que nunca más nos íbamos a ir de vacaciones todos juntos a Las Mercedes.
Un día, a mamá se le cayeron los fideos al suelo cuando intentaba colarlos. Y comenzaron a desprenderse las lágrimas. Yo estaba con ella en la cocina, lavaba unas cosas, la ayudaba en silencio. Dejé la esponja y, con la mano llena de espuma, agarré la suya. Ella se secó las mejillas con la manga y se calmó. Se endureció, se enfrió. Sin mirarme, me acarició la cabeza.
Fue la última vez que lloró. Y yo también.
2
Por fin llegó la combi que trae a Yeni desde el penal de Ezeiza. Ventanilla arriba del Audi y Gonzalo prende el aire, un viento polar en ese calor asfixiante de diciembre que le quedó adherido. Mira otra vez el reloj: pasó una hora entera desde que la espera con las balizas puestas. Todo alrededor es Liniers: verdulerías bolivianas, locutorios enrejados y con ventanales manchados por el humo de los bondis, templos evangelistas, ferias de ropa china.
Yeni baja de la combi cargada de bolsas de consorcio. La camiseta de fútbol pegada al cuerpo, los pezones de sus tetas flacas marcados, sin corpiño.
Cuánto se le nota el paso del tiempo, se dice Gonzalo. Está más baqueteada, ni en pedo parece de veintisiete años. Pensar que tiene solo algunos menos que él. Las cicatrices de sus brazos son rayitas blancas, ya secas y viejas, que le recortan los tatuajes. Se rapó casi al ras, para qué, con qué necesidad. Sus ojos resaltan, duros. Podría ser hasta linda si se arreglara un poco, si no se arruinara tanto. Si no hubiera nacido donde nació. Un hola seco es el saludo entre ambos.
Ella tira sus bolsas en el baúl, pero se queda con una mochila con estampados de Dragon Ball, que pone sobre su regazo. Ahora el Audi baja por Rivadavia, el estéreo prendido así él se olvida de que Yeni está sentada al lado suyo. Suena una canción desconocida, en inglés.
–¿No tenés otra cosa? –ella mira a través del polarizado–. Cumbia, no sé.
–¿Quién es Raúl? –Gonzalo le marca uno de los tatuajes del brazo–. ¿Tu novio nuevo?
Yeni observa ese nombre, el último de una lista de otros de otros varios, las letras gastadas. Más arriba, la cara de Cristo.
–Son los muertos… –se seca unas gotitas de sudor de la cabeza rapada–. Raúl era un tío mío, le pegaron un tiro en la puerta de su casa. El gordo quedó tirado en el piso, boqueando. Me acerqué y lo único que decía era que estaba mareado, que le bajaba la presión. Se estaba muriendo, chapoteaba en un charco de sangre. Cuando ese charco se agrandó, yo me alejé, a ver si me manchaba las llantas o quedaba mi huella en algún lado. Mirá si voy a tener quilombo por ayudar a un muerto…
Gonzalo toma aire y suspira. Para qué mierda pregunta. Ella vuelve a hablar.
–Que le bajaba la presión, me decía el boludo… –golpea con las uñas el vidrio oscuro.
En el brazo también lleva una parca, que parece recién hecha. Es San La Muerte, guadaña en mano. No lo tenía la última vez que Gonzalo se la cruzó.
Fue también la última vez que la vio a su vieja, un año ya. La requisa de siempre, la espera a que saliera de su pabellón, la cancha techada que servía de salón de visitas, llena de reclusas con sus budines de pan, sus gelatinas todavía acuosas. Charlaron muchas cosas, tantas. Cuánto tardó en entender que ella sabía que se iba a morir pronto, y que se iba a morir ahí, encerrada. Qué estúpido que fue. De haberlo sabido, se hubiera quedado al lado suyo, no hubiera viajado.
–¿Voy a necesitar herramientas? –dice Yeni.
Él no llega a entender.
–Un fierro –aclara, mientras sigue entretenida con la gente que sube por las escalinatas de la catedral de Flores.
–Lo voy a pensar.
Gonzalo la deja frente a un hotel familiar sobre la calle Bonorino. Le vuelve a decir que mañana la pasa a buscar temprano, a las siete. Le da plata y un celular nuevo.
–Ponete algo que no sea una camiseta de fútbol.
–Esta es de básquet –responde ella.
–Y pegate una ducha, que vamos a hacer trámites.
Se lleva arrastrando la bolsa con sus cosas hasta la entrada del hotel, una reja de hierro oxidado. Gonzalo pone primera y enfila hacia Devoto. Cree que llega puntual.
3
–Lo que querés hacer es una locura –dice Juanfrán.
Ya arrancamos mal. Gonzalo levanta la mano para llamar a la moza por tercera vez. La mina no da abasto. El calor amainó, pero la mayoría de la gente se sigue amontonando en el deck del bar, vista a la estación, donde al menos corre un vientito que mueve las ramas de los árboles. Atardece, las vías son rojas.
–Una locura, flaco –repite Juanfrán.
Alternando entre su cara y sus tetas, le pide a la moza una cerveza artesanal. Gonzalo, un gin tonic.
–Por algo sos mi contador más creativo –dice él–, algo se te va a ocurrir.
Juanfrán sonríe.
–Mirá mi nueva tarjeta.
Es metalizada. Dice: “Gerente, Forensic accounting” y tiene el logo de la consultora internacional.
–Me ascendieron. Todo por sacar a la luz los trapitos sucios de los forros del directorio. Creo que lo hubiera hecho gratis, me cagué de risa con los boludos esos.
–Mientras sigas teniendo contacto con los turros de la AFIP, a mí me da igual si sos kiosquero o actor porno.
Juanfrán levanta la cerveza recién llegada, en ademán de brindis.
–Gracias. Sabía que te iba a poner contento.
Chocan los vasos.
–¿Se puede hacer? –pregunta Gonzalo.
–Te está ganando la calentura, vas a cagarla. Vas a necesitar testaferros de mucha confianza.
–Lo contemplé.
–Y traer dólares de afuera no te va a salir gratis.
–Ya sé.
–De Uruguay es fácil, pero con el resto de los países podés tener quilombo.
–La traigo como la saqué.
–¿Y después de traerla cómo la blanqueás? –pregunta Juanfrán–. ¿Tanto laburo para qué? Es un campo, Gon… Esperá a que la cosa esté más calma, te vas a entregar en bandeja con ese movimiento de guita, se van a prender todas las alarmas. Es solo un campo.
Está enojado, sigue hablando.
–¿Sabés cómo lo agarraron a Al Capone? Por una boludez… ¿Conocés la historia de Al Capone?
La refresca, los ojos celestes saltan nerviosos. El vaso de cerveza va y viene, salpica gotitas. Gonzalo lo interrumpe:
–Para solucionarme los detalles contables estás vos. ¿O te pago mal?
Juanfrán corta su perorata. Se rasca esa barba rubia de adolescente, se pasa la mano por la nariz y aspira. Qué gesto detestable, piensa Gonzalo, son tics de merquero.
–¿Conseguís los giles que pongan la firma, por lo menos? –pregunta Juanfrán–. Las declaraciones de Lamberti y Guillén están en rojo. No les podés poner un peso más a su nombre.
–Creo que ya conseguí a otra persona.