Chevengur, la primera y mejor novela del escritor ruso Andrey Platónov, cuenta dos historias: una parábola irónica de la naciente Rusia soviética y la lamentable historia de la publicación del libro. Cuando Platónov la terminó a finales de sus 20 años, poco después de la muerte de Lenin, los primeros lectores advirtieron al joven novelista de la locura de dar más importancia a la verdad que a la gloria: “Quiero advertirte ahora”, dijo su editor tras leer un borrador en 1927, “que lo corrijas y borres la impresión que genera el libro”.
Maxim Gorki fue más directo: “Independientemente de lo que usted haya deseado, ha retratado la realidad bajo una luz lírico-satírica que es, por supuesto, inaceptable para nuestra censura”. Iósif Stalin se limitó a garabatear “Bastardo” sobre la obra de Platónov.
Leyendo el libro, estos sentimientos parecen razonables. Chevengur podría describirse con muchos adjetivos: hilarante, desgarrador, poético, mítico; pero halagador, al menos para el comunismo de Estado, no es uno de ellos. Aunque Platónov pensaba que había escrito un “intento honesto de retratar el comienzo de la sociedad comunista”, su editor británico lo ha presentado como “El Quijote soviético”, una frase que da en el clavo.
La ciudad homónima, donde transcurre la mitad del libro, y la región manchega que la rodea, están plagadas de personajes quijotescos atrapados en el espíritu de una revolución que se los está tragando vivos. Interpretando la novela como un ridículo, Stalin detuvo la publicación de Chevengur. Aunque Platónov escribió (y fue publicado ocasionalmente) hasta su muerte en 1951, sus novelas permanecieron censuradas hasta que Mijaíl Gorbachov inauguró la era de la Glasnost.
Los elementos absurdistas de la novela permanecen latentes durante su primer tercio, que es, en cambio, el más poético. Se nos presenta a Sasha Dvanov, un joven duro nacido en una época de gran hambruna y pobreza. Las condiciones son tan malas que su padre se ahoga para ver si la otra vida mejora. Sasha queda al cuidado de Zajar Pavlovich, amigo de su padre e imperturbable trabajador ferroviario.
Es Zajar quien ayuda a Sasha a alistarse en el ejército bolchevique, aunque discute con el miembro del partido que, en última instancia, “todo poder es poder soberano” y se debe dejar a la gente sin supervisión. “Es el pequeño burgués que hay en ti el que habla”, replica el oficial del partido. “Ya lo verás”.
Platónov no tenía reparos en dejar que los personajes dijeran lo que pensaban, aunque en la vida real los hubieran matado en el acto. “Nos dan la tierra y luego confiscan hasta el último grano que cultivamos en ella”, se queja un campesino de la política de requisición de grano. “Bueno, si es así, que os ahoguéis en esa tierra”.
Tras la guerra, Sasha es destinado a buscar pueblos donde el comunismo haya sido bien acogido. Se le une Stepan Kopionkin, un caballero andante de la causa que monta un corcel llamado Fuerza del Proletariado y lleva una imagen de Rosa Luxemburgo, su musa, cosida dentro de la gorra. Sasha y Kopionkin son devotos del ideal comunista de Marx, aunque ni Kopionkin ni muchos de los campesinos con los que se encuentran han leído realmente su obra.
Su comprensión a medias de sus principios muestra a Platónov en su mejor momento satírico: los habitantes de una aldea adoptan nombres como “Fiódor Dostoievski” y “Cristóbal Colón” para estar a la altura de sus legados. En otro, un viejo bolchevique defiende un monumento al comunismo mundial con una armadura y granadas defectuosas.
Es en Chevengur, un lugar más metafórico que material, donde Sasha y Kopionkin descubren una forma de comunismo in extremis. El camino narrativo de la novela se va desbrozando una vez que llegan sus protagonistas, a medida que Platónov dirige su atención hacia el desarrollo de esta utopía. Aquí, el sol es el principal trabajador, y dos aguerridos comunistas han eliminado violentamente cualquier elemento burgués.
Para repoblar la ciudad, han traído proletarios, prostitutas y otros, descritos como “peor que el proletariado: nadie y nadie”. Sasha trae una apariencia de orden y al hacerlo se convierte en una especie de mesías. Pero dura poco. La ciudad es atacada por un destacamento de soldados de un ejército desconocido. Tras sobrevivir a sus compañeros, Sasha decide volver con su padre al lago.
La vida de Sasha se inspiró en parte en la del propio Platónov. Nacido en la ciudad de Voronezh en 1899 e hijo de un mecánico ferroviario, Platónov creció en una época marcada por la guerra, el hambre y la revolución. Atrapado por el fervor comunista, Platónov dejó de lado su floreciente carrera de escritor para convertirse en ingeniero.
En 1921, fue enviado a la región rural del Volga, donde había vuelto la hambruna, para dirigir proyectos de recuperación de tierras, desbrozando y fertilizando tierras esteparias para los cultivos, un trabajo que lo expuso a las deficiencias del proyecto revolucionario. Éste era el problema al que se enfrentaba Platónov: no podía evitar documentar el atraso que observaba en la estepa. En palabras de su traductor de toda la vida, Robert Chandler, Platónov fue “traicionado por su propio talento”.
Aunque la edición rusa de Chevengur no se publicó oficialmente hasta 1988, ya habían aparecido versiones de la obra en otros lugares: primero, en 1971, en una traducción francesa, y luego, unos años más tarde, en inglés. Chandler considera que esa primera traducción “adolece de graves errores”, y su diagnóstico es autorizado. La prosa lírica de Platónov, salpicada de guiños y alusiones simbolistas, ha sido objeto de profundos estudios sobre el texto, incluido el de Chandler, en las décadas transcurridas desde su publicación.
Esta nueva edición de Chevengur, traducida por él mismo y su esposa, Elizabeth Chandler, incorpora alteraciones de Platónov que nunca llegaron a aparecer en la primera copia publicada, junto con más de cien páginas de material complementario que ayudan a descifrar la novela y a exculpar a su autor. Son esfuerzos de este tipo los que han restaurado la reputación de Platónov como uno de los más grandes escritores del siglo XX.
Con la conclusión de la retraducción de sus novelas, The New York Review of Books ha reafirmado el lugar de Platónov en el canon soviético censurado, donde se une a escritores de la talla de Mijaíl Bulgákov, el poeta Osip Mandelstam y el cronista Vasili Grossman (buen amigo de Platónov). Platónov no es sólo una voz de su generación, sino un sabio para la nuestra, que nos advierte de que los defectos del idealismo humano están condenados a eclipsar sus visiones realizadas.
Fuente: The Washington Post