Cuando publicó Fin de fiesta en 1958, la rosarina Beatriz Guido ya era una escritora premiada y reconocida en el mundillo de la literatura argentina. Sus primeros dos libros de cuentos, Regreso a los hilos y Estar en el mundo, pero más que nada las novelas La casa del ángel y La caída, la habían catapultado al panteón de las revelaciones de las letras nacionales, con múltiples galardones y adaptaciones a la pantalla grande.
Pero con la aparición de Fin de fiesta, su obra dio un giro pronunciado que terminó por definir el curso que tomaría en las siguientes décadas, como pudo verse en libros como El incendio y las vísperas (1964) y Escándalos y soledades (1970). De una literatura signada por la psicología de sus personajes, la célebre antiperonista pasó a una literatura con fuerte carácter político.
“La aparición de Fin de fiesta fue apreciada por parte de la crítica como un giro realista y, en este sentido, como el abandono de una literatura de carácter psicológico hacia una asociada con la problemática social y política argentina. Esta opinión se apoyaba en las referencias precisas y el gesto polémico que proponía la novela, aun cuando un esquema similar estaba ya presente en las dos obras anteriores”, escribe el doctor en ciencias sociales e investigador de Conicet Marcos Zangrandi en el prólogo que escribió para una nueva edición de la novela, publicada por Eudeba.
Fin de fiesta comienza durante la Década Infame, con el personaje dominante (pero no principal) de Ramón Braceras, mandamás de Avellaneda que, con gauchadas y aprietes, administra un poder que se refrenda regularmente por el fraude. Pero el protagonista real de la novela es su nieto y sucesor, Adolfo. En su educación política y sentimental -vive en la casa familiar con su hermano y sus primas- Adolfo conoce, ejerce y sufre la violencia en los arrabales, el campo, su habitación, el Congreso Nacional y observa el auge y la caída de una época.
Esta novela, en la que la autora logra comulgar la literatura con la política, “denuncia una fractura en el proyecto de país”, según escribe Zangrandi en el prólogo -cuyo comienzo puede leerse al final de esta nota-, e inaugura una nueva etapa en su obra, marcada por su fuerte antiperonismo.
“Fin de fiesta” (prólogo por Marcos Zangrandi)
“Fin de fiesta” y la proyección a escala de la política familiar
Fin de fiesta se abre con una escena espeluznante: un alma ingresa al infierno arrastrando un séquito espectral de caballos y de hombres. Se trata del epígrafe que recoge la última estrofa de “El general Quiroga va en coche al muere”, de Jorge Luis Borges, incluido en el poemario Luna de enfrente (1925). La imagen adelanta el destino de Ramón Braceras y, junto a él, una corte de familiares, de sirvientes y de partidarios, cuyas vidas, quieran o no, están atadas al derrotero del caudillo. Más aún, la invocación del asesinato de Facundo Quiroga bocetado sobre Braceras es un gesto categórico: subraya el carácter político de la literatura y recupera un modo tradicional de leer las disyuntivas de la cultura argentina.
Fin de fiesta se publicó en 1958, el año inicial del gobierno de Arturo Frondizi, y con su gestión, una expectativa de síntesis entre la ampliación de la plataforma social y política incorporada por el peronismo y un rumbo económico e institucional que acompañará el pulso del capitalismo de aquel periodo. Eran tiempos de convulsión política creciente, motivada por la proscripción y reelaboración del movimiento liderado por Perón (cuando una parte importante de la sociedad adhería a él), por el carácter faccioso de los agentes de poder y por el horizonte revolucionario, que adquirió un impulso definitivo tras el triunfo de la Revolución cubana en 1959. Fin de fiesta aprovecha estas tensiones. La propuesta de Beatriz Guido es, al mismo tiempo, intervenir en el debate público desde la ficción y discutir el concepto mismo de política.
Esta escalada de politización, de todas formas, era una tendencia que ganaba espacio en el campo literario de aquellos años. Los modelos hegemónicos de producción y de valoración literaria de la primera mitad del siglo veinte –cuya relación con el ámbito político era, en general, contingente– se alteraron con la emergencia del peronismo. Este movimiento encendió el arco intelectual, e incentivó las posiciones a favor y en contra, y reformuló el enlace entre artes y política (un efecto paralelo tendrían las perspectivas revolucionarias luego de 1959). Un replanteo que, asimismo, respondía a una directriz internacional de compromiso entre la literatura y la transformación política y social, tal como la había formulado, entre otros, Jean-Paul Sartre en su influyente ensayo, ¿Qué es la literatura?, que ya circulaba en Buenos Aires desde principios de la década de 1950.
Los libros Regreso a los hilos (1947) y Estar en el mundo (1950) dieron un reconocimiento inicial a Beatriz Guido. Su nombre circulaba en los ámbitos literarios e intelectuales de Rosario, ciudad donde había nacido en 1922, por sus intervenciones en revistas como Espiga y Confluencia, esta última fundada por ella y el poeta Hugo Padeletti. El éxito llegó en 1954, cuando ganó el Premio Literario Emecé con la novela La casa del ángel, publicada al año siguiente en esa editorial –su catálogo incluía escritores de la primera línea de la literatura argentina, como Adolfo Bioy Casares, Manuel Peyrou y Manuel Gálvez–. La versión cinematográfica de La casa del ángel fue estrenada en 1957. Dirigida por Leopoldo Torre Nilsson y con la colaboración de Guido en el guion –ambos eran ya pareja y se convertirían en las siguientes décadas en un motor productivo del cruce entre la literatura y el cine–, el film constituyó un hito de la renovación estética de la pantalla argentina.
La casa del ángel y la siguiente novela, La caída, de 1956, eran afines en su figuración de escenas domésticas y de psicologías adolescentes en el pasaje traumático hacia el mundo adulto. En ellas, los problemas familiares refractan y a la vez alimentan el universo público. Las violencias, miedos e inquietudes que viven las muchachas de estas historias no pueden considerarse sino en su lazo con los procesos y los hechos históricos presentes en las ficciones, ya sean las manifestaciones anarquistas, los altercados en el Congreso Nacional, las directivas conservadoras o los discursos de Eva Perón en la radio. En este sentido, Guido proponía atender la construcción política desde la perspectiva del hogar y de las disciplinas que se establecían en él, lo cual no era sino entenderla necesariamente desde la arquitectura de un ámbito público que requería del orden de la vida privada.
La aparición de Fin de fiesta –publicada en 1958 por la editorial Losada– fue apreciada por parte de la crítica como un giro realista y, en este sentido, como el abandono de una literatura de carácter psicológico hacia una asociada con la problemática social y política argentina. Esta opinión se apoyaba en las referencias precisas y el gesto polémico que proponía la novela, aun cuando un esquema similar estaba ya presente en las dos obras anteriores. Ya no una muchacha, sino un joven, Adolfo Peña Braceras, es el que va des cubriendo el entramado de poder de su abuelo Ramón Braceras, y, a la par, una estructura política sobre la que se sostiene ese liderazgo. Adolfo es huérfano; sus padres han muerto en el naufragio del transatlántico Principessa Mafalda. Vive junto a su hermano, José María, sus primas Mariana y Julieta –que perdieron a los suyos en el mismo accidente– y Gonzalo, hijo “natural” de Braceras o “Braceritas”, como se lo conoce popularmente. La escena doméstica se ubica en el casco de la estancia ganadera “La Enamorada”, asiento económico de la familia, y en un caserón de la ciudad de Avellaneda.
Comparten estos espacios con la criada Felicitas (su perfil y su nombre recuerdan a Felicité, personaje del relato “Un corazón sencillo”, de Gustave Flaubert), la liberal tutora alemana Elise y la presencia frecuente de Guastavino, que es quien se encarga de las tareas sucias que le asigna el jefe de la familia.
En el vaivén que se alterna entre la primera persona y la tercera, la narración de Fin de fiesta se desarrolla en dos hilos argumentales que tienen como vértice a Adolfo. Por un lado, su vida junto a Braceras, habilidoso dirigente conservador y caudillo que controla la vida económica, política y social del conurbano sur de Buenos Aires, una figura que está vinculada a un perfil recurrente en la novela latinoamericana del siglo veinte, visible, entre otros, en El señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias, y Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos. Braceras es también el patriarca familiar; su manera de hacer valer su voluntad en el hogar tiene un paralelo en su forma de ejercer el poder. Los episodios de esta línea van mostrando el dilema de Adolfo: o se convierte en el heredero de la estrella de Braceritas o, consciente poco a poco de sus maquinaciones corruptas y violentas, intenta evadir ese legado. Por el otro, una historia de desencuentros, malentendidos, deseos y odios entre Adolfo y Mariana. La narración se inicia con una escena en que el adolescente espía, escondido, a su prima, apenas una púber, a punto de tomar un baño en el río. El hecho de ser sorprendido dispara una larga serie de venganzas secretas y de agravios mutuos que marcan la tensión de la narración.
El personaje de Braceras tiene un referente histórico cuyo recuerdo estaba todavía fresco en 1958: Alberto Barceló, quien fuera intendente de Avellaneda durante varios periodos, legislador provincial y nacional, e incluso gobernador electo de la provincia de Buenos Aires en 1940, en unos comicios que fueron anulados por el presidente Roberto Ortiz debido a las denuncias de fraude generalizado. Barceló estaba vinculado al negocio de la prostitución en la zona sur y se conocían sus procedimientos mafiosos en los negocios y en la política para asegurar su autoridad. Uno de sus principales colaboradores fue “Ruggerito”, pistolero muy popular que fue ase sinado en 1933, y que en la novela sirvió de base para el personaje de Guastavino. Barceló murió en 1946, el mismo año en que comenzó el primer gobierno de Perón. Beatriz Guido aprovecha esta coincidencia para señalar una continuidad entre uno y otro régimen. Tan recientes y tan polémicas eran las correspondencias históricas que, cuando se estrenó la versión cinematográfica de Fin de fiesta en 1960, un grupo de seguidores de Barceló la abuchearon y la silbaron, y, tras el escándalo, la función debió ser interrumpida, aun cuando en la película todas estas referencias son muy difusas.
Fin de fiesta asienta su construcción simbólica en la familia, la que, por su forma a la vez lineal y arbórea, se convierte en un motivo adecuado tanto para la narración de largo aliento como para la diversificación de la trama, ambos aspectos constitutivos de la novela. La trama parental y sanguínea funciona como alegoría de la patria; en ella están condensados los planes políticos, sus posibilidades de organización social, su proyección futura. En este aspecto, Guido rescata un tipo de armado propio de la novela realista y naturalista europea: mostrar la trayectoria histórica en torno a las continuidades, herencias e interrupciones genealógicas.
Así es como se proponía en la serie de los Rougon-Macquart (1871-1893), de Émile Zola, o en Los Buddenbrook (1901), de Thomas Mann. Una forma análoga fue recogida por la novela latinoamericana del siglo veinte, como las emblemáticas Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, La casa (1954), de Manuel Mujica Lainez y La casa de los espíritus (1982), de Isabel Allende. En ellas, contar la historia de los Buendía o de los Trueba significaba narrar la dirección, las disyunciones y las tribulaciones de la nación.
Este contorno toma forma en Fin de fiesta en su envés negativo. Esto es, si la familia se erigió en la condensación simbólica de la nación, esa configuración parece estar aquí debilitada y amenazada. La familia Braceras tiene problemas de continuidad y de adhesión. Toda una generación ha perecido en un naufragio, poniendo en evidencia la crisis del viaje a Europa, que constituía toda una tradición de clase. Los nietos, herederos del linaje familiar, no pueden o no quieren engendrar hijos: Julieta los pierde, Mariana renuncia a una vida conyugal, Adolfo es renuente a casarse, Gonzalo se hace cura. Todos, por una vía u otra, van apartándose de la descendencia, pero no pueden escaparse de la familia.
El cuerpo genealógico de Braceras es incapaz de prolongarse y se convierte en una trampa, a la par de un proyecto político que se desmorona. La posibilidad de un nuevo grupo familiar, como el que conforman en las líneas finales Adolfo, Mariana y Gonzalo, no está unido por la forma reproductiva sino por otros lazos, que, en su dirección crítica, denuncia una fractura en el proyecto de país –una imagen similar cierra la siguiente novela de Beatriz Guido, El incendio y las vísperas, de 1964, que denunciaba de forma directa al peronismo–.
Quién fue Beatriz Guido
♦ Nació en Rosario, Argentina, en 1922.
♦ Fue una escritora miembro de la Generación del 55.
♦ A lo largo de su carrera escribió artículos en revistas literarias y en periódicos nacionales, cuentos, novelas, dos obras de teatro y numerosos guiones, principalmente para cine y en menor medida, para televisión.
♦ Fue pareja sentimental y artística del director Leopoldo Torre Nilsson, con quien colaboró como guionista en varias películas.
♦ Escribió libros como La casa del ángel (1954), La caída (1956), El incendio y las vísperas (1964), La mano en la trampa (1961), Piedra libre (1976) y Escándalos y soledades (1980).