Un hombre exiliado que emergía con la ambición desmedida de sus libros donde, al contrario de su opaca realidad, podía adueñarse de todo. El infrarrealismo, la acuñación de un término. Alguien que en algún rincón de conciencia, tal vez supo siempre, con un mordaz sentido del humor, que sería leído y estudiado en la posteridad. El chileno Roberto Bolaño, 50 años, dueño de una obra original, disruptiva, extraña y fetichista, pasó por varios lugares dejando una estela de misterio y drama que todavía ejerce fascinación.
En el México de 1975, montado en la dialéctica con sus amigos de su movimiento infrarrealista y la “cultura oficial” de la que renegaban y juraban aborrecer en versos y acciones; la organización de sabotajes de presentaciones de libros del mainstream: la anécdota que perdura sobre la irrupción en una charla de Octavio Paz, solo para insultar al Nobel.
“Volarle los sesos al establishment cultura”, el lema del pintor chileno Ricardo Matta. Vivir en esa norma del orden propio, ser infranqueables, jugarse la vida: regresar a Chile, tras el golpe de Pinochet, estar 8 días preso y volver a marcharse. “Los libros que más recuerdo son los que robé en México DF, entre los dieciséis y los diecinueve años, y los que compré en Chile cuando tenía veinte, en los primeros meses del golpe de Estado”, escribe.
Su figura fantasmal se ha visto, en la desaforada construcción de su mito, en Carrer dels Tallers 45, en Barcelona, y en Blanes (Carrer del Lloro 23 y Carrer Aurora 2 sucesivamente) de donde ya no se iría más para curiosidad y fetiche de la legión de lectores de una obra cuya significancia ha crecido como río caudaloso contra el olvido.
Ficha
Título: 2666
Autor: Roberto Bolaño
Editorial: Alfaguara
Páginas: 1.216
Precio (en Argentina): Digital: $3.286 Papel: $41.599
Profesores alemanes, catedráticos italianos- como los protagonistas de 2666-y hasta simples periodistas como quien escribe, se interesan todavía en su rastro fuera de los libros-sin la huella evidente de su literatura- en el afán de detectar rasgos de la bolañidad en quienes lo trataron. Algo desconcertante para un hombre tan carne y hueso en vida: cómo le vio su pastelero amigo, aquel que le sirvió el café; la librera que le proveía de libros, el dueño de una tienda con quien discutía de juegos estratégicos militares y su mismo editor.
En boca de cada uno, Bolaño se erige en una sombra para quienes vivieron ahí y no lo vieron. Pasa hambre y soledad primero cual autor maldito en una pocilga de El Raval, una habitación de 20 metros cuadrados sin ducha propia que habita en 1985, o en Blanes, después, el “paraíso sin estridencias” donde sus obsesiones permean el estilo de un escritor fuera de catálogo, lejos de pensarse popular. Primero ejercerá allí, como dicen los franceses, trabajos alimenticios al paso, vigilante de noche en el camping Estrella de Mar en la perdida Castelldefels -universal hoy por obra y gracia de Messi– mientras hace lo suyo.
Deambular y adaptarse al entorno, una constante en la vida de Bolaño en su prédica de la desmesura y el culto a la poesía, como la de su admirado Nicanor Parra, “que habla de comidas y ataúdes en lugar de damas y crepúsculos” y con el tiempo, cuando emerge del anonimato, el destrato a otros pares -Isabel Allende, ni más ni menos, entre otros- a quienes no tendría pudor en rotularles de menores.
Pero antes de eso es el poeta errante. En Blanes vende bijouterí en un intento de sobrevivir con Carolina López, su primera mujer, sin dejar de escribir; interactúa con seres corrientes y borders y alterna cafés con leche de fiado en el bar El Hogar del Productor, donde se llenan las hojas de su libreta. Carolina, funcionaria del ayuntamiento ubicado justo frente a otro bar al que acude para escribir, es quien afronta los costos de vida.
En febrero de 1992 deja consignado por primera vez que empiezan sus dolores abdominales y lo acometen vómitos frecuentes. Anagrama, Grijalbo, Planeta rechazan sus textos; prueba también suerte con Alfaguara y hasta se postula para uno de sus premios sin poder afrontar los gastos del envío. Algunos textos evocan esos tiempos.
El mendocino Antonio Di Benedetto -el autor de la inclasificable Zama, una de las novelas más importantes del siglo- que participa de concursos menores durante su exilio en Madrid viene a ser la inspiración para Sensini, el hipnótico relato del chileno sobre un escritor que envía el mismo cuento a distintos concursos en simultáneo pero cambiando el título. “¿Qué tan mal – se pregunta Bolaño–, tenía que estar un grandísimo escritor, un crack de primera división, para jugar en los potreros de cuarta división?”.
El estilo de la superposición de planos donde Sensini es Di Benedetto y Bolaño el autor que inventa un narrador (su alter ego Arturo Belano) que cuenta cómo hizo para escribir lo que finalmente se publica- y que es, en definitiva, lo que los lectores leemos- es ya el de un maestro de las cajas chinas.
La Literatura Nazi de América Latina, su inesperado debut en Seix Barral, deja perplejos a sus editores al caer en la cuenta de que la historia, contra lo que el título sugiere, es una ficción borgeana de autores inventados de libros que nunca se escribieron, en lugar de un riguroso índice onomástico. Le seguirá Estrella Distante, impactante historia política-incorrecta de su sofisticado protagonista, un piloto-poeta que traza líricos mensajes con piruetas en el cielo y es un consumado represor asesino a la vez, narrada –Belano, otra vez- con una destreza que cautiva al mismo Jorge Herralde.
Nocturno de Chile, la confesión perturbada del sacerdote Sebastián Urrutia Lacroix, sobre los cómplices del pinochetismo, lo encuentra ya asentado en Blanes, y en la escritura de columnas plagadas de autoreferencias, su librería Saint Jordi y Pilar Pagespetit, la dueña, en sus observaciones cotidianas: “Tengo crédito y me consigue los libros que le encargo…más no se puede pedir”. O el video club Serra, donde mientras elige los títulos que alquilaría, Narcis Serra, el dueño, lo ve pasillar con un libro abierto, o las discusiones con Santi Serramitjana, de la tienda Jocker Jocs.
Isabel Chorino, del café Terrassa, manzanilla con churros, y la confección del primer borrador del libro que catapulta su status: Los Detectives Salvajes, ganadora del Premio Herralde y Rómulo Gallegos. Ulises Lima que enmascara al poeta Mario Santiago Papasquiaro y Arturo Belano, al propio Bolaño. “Un grupo de investigadores de la vida, un libro parido desde la inconformidad con la realidad”, ha resumido el mexicano Juan Villoro.
Entonces necesita un trasplante de hígado, ha quedado en la lista de espera, su tiempo se agota y siente que le sirve para hacer cuatro de las cinco partes pensadas para 2666, el libro con el que planifica “asegurar el futuro de los suyos”; los profesores en busca de un escritor alemán perdido en páginas académicas, una investigación periodística de crímenes de mujeres en México, las víctimas del narcotráfico de Ciudad Juárez inventariadas. El libro que no acaba de terminar; ni él, ni muchos de sus lectores primerizos perdidos en su enormidad.
En los Estados Unidos se pergeña el fenómeno póstumo y la venta de más de 100 mil copias en su lanzamiento, algo equiparable a lo que solo lograron algunos de sus pares del boom. Muchos jóvenes escritores pagaron 50 dólares para leer las pruebas de imprenta, previa a la venta, revela Villoro.
Un hombre exiliado que se adueña de todo: las cosas que pasan en sus libros y que pasan solo a su manera. En Blanes flota el influjo a la distancia de una figura que no despertaba mayor interés que el de una conversación al paso y que ahora adquiere, esa charla efímera, una real significancia: “Todo lo que pasó después… se agigantó después de su muerte. No hay que morirse joven, nadie debería pero sobre todo él”, me ha dicho Javier Cercas, que lo convirtió en un velado personaje de Soldados de Salamina.
La muerte temprana ha urdido el mito más bien propio del imaginario colectivo que del hombre que sobrevivía en Blanes: el pueblo donde se impone su ausencia; la imposición, ni más ni menos, de su literatura.