A lo largo del siglo XX, dictadores como Adolf Hitler, Iósiv Stalin, Mao Zedong ejercieron su poder a través de la violencia, el terror y la imposición ideológica. Sin embargo, las cosas -y los dictadores- han cambiado. En las últimas décadas, pudo observarse una nueva generación de líderes fuertes y prepotentes que han adaptado el gobierno autoritario a un mundo más complejo y globalmente interconectado gracias al uso de los medios de comunicación y las redes sociales.
En lugar de recurrir a la represión abierta y masiva, figuras como el ruso Vladímir Putin, el turco Recep Tayyip Erdogan y el húngaro Viktor Orbán controlan a sus ciudadanos mediante la manipulación de la información y la simulación de procesos democráticos. Así, estos líderes autoritarios distorsionan las noticias para ganarse el apoyo público, proyectar una imagen de competencia y ocultar la censura. Además, utilizan las instituciones democráticas para socavar la propia democracia, al mismo tiempo que buscan beneficios financieros y reputacionales a nivel internacional.
En Los nuevos dictadores, los destacados académicos Sergei Guriev y Daniel Treisman investigan en profundidad esta nueva forma de autoritarismo, y explican cómo surgen y operan estos líderes manipuladores del siglo XXI, así como analizan las amenazas que representan y cómo nuestras democracias deben responder a ellas.
Editado por Deusto, el libro rastrea el origen de estos métodos menos violentos y más sutiles para mantener el poder, tomando como ejemplos a líderes como Lee Kuan Yew en Singapur y Alberto Fujimori en Perú. El libro detalla las diferencias entre estos “dictadores de la manipulación” y otros “dictadores del miedo”, como Kim Jong-un y Bashar al-Assad. Además, explora la preocupante afinidad entre dictadores y presidentes populistas como el estadounidense Donald Trump.
Ficha
Título: Los nuevos dictadores
Autores: Sergei Guriev y Daniel Treisman
Editorial: Deusto
Precio (en Argentina): En digital: $3999
Así empieza “Los nuevos dictadores”
Miedo y manipulación
Los dictadores han cambiado. Los tiranos clásicos del siglo XX —Adolf Hitler, Iósiv Stalin, Mao Zedong— fueron figuras desbordantes responsables de la muerte de millones de personas. Se propusieron construir nuevas civilizaciones dentro de sus fronteras, que protegieron con firmeza y a veces expandieron. Eso significaba controlar no sólo el comportamiento público de la gente, sino también su vida privada. Para hacerlo, crearon un partido disciplinado y una policía secreta brutal. No todos los dictadores de la vieja escuela fueron asesinos genocidas o profetas de algún credo utópico. Pero incluso los menos sanguinarios fueron expertos en transmitir miedo. El terror era su herramienta para todo.
Sin embargo, hacia finales de siglo, algo cambió. En todo el mundo, los hombres fuertes empezaron a aparecer en las reuniones con traje formal en lugar del uniforme militar. La mayoría dejaron de ejecutar a sus oponentes en estadios de fútbol abarrotados. Muchos volaban a la conferencia empresarial que se celebra anualmente en el resort suizo de Davos para codearse con la élite mundial. Estos nuevos dictadores contrataban encuestadores y asesores políticos, hacían programas de radio o televisión a los que los ciudadanos podían llamar y enviaban a sus hijos a estudiar a universidades occidentales. No aflojaron en absoluto el control sobre la población. Al contrario, trabajaron para diseñar instrumentos más eficaces para ejercerlo. Pero lo hicieron mientras actuaban como si fueran demócratas.
No todos los autócratas han dado este paso. Kim Jong-un, de Corea del Norte, y Bashar al Asad, de Siria, podrían aparecer en un álbum de déspotas del siglo XX. En China y en Arabia Saudí, los gobernantes han digitalizado el viejo modelo basado en el miedo, en lugar de sustituirlo. Pero el equilibrio mundial ha cambiado. Entre los líderes no democráticos actuales, la figura representativa ya no es un tirano totalitario como Iósiv Stalin, un carnicero sádico como Idi Amin o incluso un general reaccionario como Augusto Pinochet. Es un manipulador hábil, como Viktor Orbán de Hungría o Lee Hsien Loong de Singapur, gobernantes que fingen ser humildes servidores del pueblo.
Este nuevo modelo se basa en una idea brillante. El objetivo principal sigue siendo el mismo: monopolizar el poder político.
Pero los hombres fuertes de ahora son conscientes de que, en la situación actual, la violencia no siempre es necesaria, o ni siquiera conveniente. En lugar de aterrorizar a los ciudadanos, un gobernante hábil puede controlarlos si reconfigura las creencias de su pueblo sobre el mundo. Puede engañarlos para que se conformen e incluso lo aprueben con entusiasmo. En lugar de reprimir con dureza, los nuevos dictadores manipulan la información. Al igual que hacen los asesores de comunicación política en una democracia, retuercen las noticias para conseguir apoyo. Son dictadores de la manipulación.
El rompecabezas de Putin
Llegamos a este tema a través de un caso particular. En marzo de 2000, los rusos eligieron presidente de la Federación Rusa a un antiguo teniente coronel del KGB con poca experiencia política, Vladímir Putin, quien aseguró que aceptaba los principios de la democracia, aunque la realidad era que sus instintos tiraban claramente en otra dirección. Durante algún tiempo, no fue obvio —quizá ni siquiera para él— hacia dónde llevaría a su país. Con el gran crecimiento de la economía, su popularidad se disparó. Putin mantuvo la apariencia democrática mientras hacía hincapié en la necesidad de construir un Estado moderno y cohesionado. Al principio, la centralización del control pareció razonable, tras la turbulenta década de 1990. Pero siguió adelante y, pasado un tiempo, resultó evidente que las medidas que estaba adoptando para fortalecer el Poder Ejecutivo —su poder— estaban debilitando los controles y equilibrios. El margen para el debate opositor político se estrechó.
El ariete que rompió las ataduras democráticas fue la propia popularidad de Putin. La utilizó para conseguir que sus partidarios fueran elegidos en el Parlamento y para intimidar a los indisciplinados gobernadores regionales del país. Con una mezcla de imposición de la ley y apoyos empresariales, domesticó a los medios de comunicación, que habían estado dominados por magnates, pero eran competitivos. Aunque mantuvo la celebración de elecciones nacionales, él y sus colaboradores dejaron cada vez menos al azar. Putin y su partido, Rusia Unida, habrían podido ganar casi siempre unas elecciones libres y justas. Aun así, recurrieron a presiones y engaños para inflar sus grandes victorias.
Las democracias nunca son perfectas. Durante un tiempo, las deficiencias de la política rusa se parecieron mucho a las de otros países semilibres y de renta media, como Argentina, México y Rumanía. Esos Estados casi siempre padecen corrupción, elecciones poco limpias y una poco asegurada libertad de prensa. Los líderes políticos abusan con frecuencia de su autoridad sobre la policía y los jueces. Con todo, estos fallos suelen coexistir con cierta rendición de cuentas ante los ciudadanos.
Sin embargo, cuando Putin volvió a la presidencia en 2012, después de cuatro años como primer ministro, era evidente que estaba utilizando una estrategia diferente. A finales de 2011, una oleada de manifestaciones se había extendido, por Moscú y otras ciudades, en protesta por el fraude en las elecciones parlamentarias de ese año. La visión de hasta cien mil personas en las calles alarmó a Putin y a sus asesores. Contraatacaron y detuvieron a manifestantes pacíficos, expulsaron del Parlamento a los políticos desleales y acosaron a los medios de comunicación independientes que quedaban.
Ambos observamos de cerca el desarrollo de este proceso. Serguéi dirigía una universidad en Moscú especializada en economía y asesoraba al gobierno ruso. Daniel era profesor en Occidente, donde estudiaba la política poscomunista de Rusia. En la primavera de 2013, Serguéi recibió la visita de unos agentes de seguridad de Putin, que se incautaron de sus correos electrónicos y copiaron el disco duro de su ordenador. Había participado en la redacción de un análisis decisivo sobre la última sentencia judicial contra Mijaíl Jodorkovski, un multimillonario que había sido encarcelado acusado de cargos dudosos. Al parecer, al Kremlin no le gustó este análisis. Poco después, Serguéi se trasladó a Francia.
El sistema que Putin ha forjado en Rusia es claramente autoritario. Pero se trata de un tipo de autoritarismo inusual. A diferencia de Stalin, Putin no ha asesinado a millones de personas ni ha encarcelado a otras tantas. Incluso Leonid Brézhnev, que lideró la Unión Soviética en una última fase menos dura, entre 1964 y 1982, encerró a miles de disidentes en campos de trabajo y hospitales psiquiátricos, prohibió todos los partidos de la oposición y no celebró elecciones que fueran mínimamente competitivas. No estaba permitido que la oposición celebrara mítines. Todos los medios de comunicación transmitían un discurso ideológico tedioso. Las emisoras de radio extranjeras estaban bloqueadas y un oxidado telón de acero impedía viajar al extranjero a la mayoría de los ciudadanos.
El régimen de Putin, que ya tiene más de veinte años, es diferente. No ha seguido el estilo de censura soviético. Se pueden publicar periódicos o libros que llamen dictador al hombre del Kremlin. El truco está en que la mayoría de la gente no quiere leerlos. El sistema tampoco se ha basado en el miedo, aunque eso tal vez esté cambiando ahora. Se producen actos esporádicos de violencia política, normalmente en circunstancias turbias, pero el Kremlin siempre niega cualquier responsabilidad. Y, aunque los rivales políticos de Putin están cada vez más preocupados, la mayoría de los rusos no parecen asustados. Muchos han aceptado sin problema la visión sesgada de la realidad que los medios de comunicación de Putin han contribuido a formar. Durante el comunismo, las autoridades intentaban crear, con los desfiles del Primero de Mayo y las elecciones rituales, una ilusión de consentimiento. Con Putin, muchos rusos consintieron las ilusiones.
Cuando empezamos a examinar el sistema que estaba surgiendo, nos dimos cuenta de que el estilo de gobierno de Putin no era único. Desde Hugo Chávez en Venezuela hasta Viktor Orbán en Hungría, los líderes no democráticos estaban utilizando un conjunto de técnicas comunes. Bastantes de ellos se inspiraban en el pionero de este nuevo estilo, Lee Kuan Yew. A partir de la década de 1960, el que durante muchos años fue líder de Singapur convirtió su país en un formidable modelo de control político. Tal vez parezca sorprendente. Singapur dice ser una democracia, y a menudo se la considera como tal. Celebra elecciones periódicas. Pero una innovación clave de los nuevos autócratas es precisamente afirmar que son democráticos. «Usted tiene derecho a llamarme lo que quiera —replicó Lee en una ocasión a un periodista crítico—, pero... ¿necesito ser un dictador cuando puedo ganar sin esfuerzo alguno?» Se le olvidó añadir que ganar siempre, sin esfuerzo alguno, era la señal que identifica a un dictador moderno.