Hay historias que no son fáciles de contar. Por sus aristas, sus sombras, sus matices, resultan tan complejas que las palabras difícilmente puedan abarcarlas por completo. La de la argentina Silvia Labayru es una de esas historias.
Labayru, hija de una familia de militares, es una ex integrante de Montoneros que pasó un año y medio cautiva en la ESMA, el centro clandestino más grande de la última dictadura argentina, donde fue torturada, violada y obligada a realizar trabajo esclavo. Allí, entre los alaridos de sus compañeros torturados, parió a su primera hija.
Además, Labayru fue forzada a representar el papel de hermana de Alfredo Astiz, un miembro de la Armada conocido como el “Ángel Rubio”, para que este pudiera infiltrarse en la organización Madres de Plaza de Mayo, operativo que terminó con tres Madres y dos monjas francesas desaparecidas.
Una llamada realizada desde la ESMA el 14 de marzo de 1977 le salvó la vida. Fue liberada en junio de 1978 y en el avión rumbo a España, junto a su hija de un año y medio, pensó: “Se acabó el infierno”. Pero el infierno no había terminado.
En el exilio, Labayru fue acusada de traición por otros argentinos obligados a huir del país y abominada por quienes habían sido sus compañeros de militancia. Desde entonces, se armó una vida en España evitando casi por completo todo contacto con la prensa hasta que, en 2018, la contactó desde Buenos Aires un hombre que había sido su pareja en los años setenta y, en una secuencia en la que se funden manipulaciones familiares que torcieron el destino, comenzó a urdirse una historia que continúa hasta hoy.
Para tratar de reconstruir su historia, la periodista argentina Leila Guerriero comenzó a entrevistarla en 2021, mientras se esperaba la sentencia del primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos contra mujeres secuestradas durante la dictadura, en el que Labayru era denunciante.
Después de libros como La otra guerra, en los que Guerriero demostró su maestría para captar los matices sin reduccionismos, la celebrada periodista vuelve con una historia dura pero real sobre la condición humana, en la que reluce su “trabajo riguroso, investigación exhaustiva y un estilo de precisión matemática”, aspectos de su obra que fueron alabados por el Premio Nobel de Literatura peruano Mario Vargas Llosa.
Aunque La llamada, editado por Anagrama, acaba de ser publicado en España y llegará a Argentina recién en marzo, su versión digital ya puede comprarse en Bajalibros.
Ficha
Título: La llamada
Autora: Leila Guerriero
Editorial: Anagrama
Páginas: 432
Precio (en Argentina) en digital: $2606
“La llamada”, de Leila Guerriero (fragmento)
La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: sesenta y cuatro. Vestía una prenda de mangas largas color azul, jeans ajustados, sandalias de taco chino con suela de yute. Era delgada, con una voluptuosidad natural.
Estaba allí ostentando el desparpajo de quien se ha sentado en el piso muchas veces sin perder el tipo. Miraba hacia arriba. La foto trasuntaba un clima a la vez fértil y amenazador, sumergida en una luz acuática que le daba la cualidad de un sueño (ella se arrepintió de haberse fotografiado allí, en ese jardín demasiado identificable, porque alguno de «estos tipos» podía ubicarla y hacerle pasar «un susto, un mal rato»). Llamaban la atención las manos grandes, compactas, rudas, una música muy fuerte para el resto del conjunto, más sutil. No se le veían los ojos, pero son azules.
El título de la nota, firmada por Mariana Carbajal y publicada el 27 de marzo de 2021 en el diario argentino Página/12, decía: «El secuestro de Silvia Labayrú. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio». Tenía un error, y era el acento: su apellido es Labayru, no Labayrú. Pero el día en que leí la nota –edición en papel, era domingo– yo no sabía quién era esa mujer, ni estaba interesada en la ortografía de un texto en el que ella empezaba diciendo: «El 29 de diciembre de 1976, con 20 años, embarazada de cinco meses, me llevaron [...] a la ESMA [...] al sótano, donde torturaban en una salita [...], en un lugar famoso que llamaban “La avenida de la felicidad”. Ahí fui interrogada, torturada durante un tiempo. [...] me tuvieron catorce días [escuchando] día y noche sin parar los alaridos de los compañeros que pasaban por las otras salas de tortura». La periodista aclaraba que la evocación pertenecía a «Silvia Labayrú, ex integrante de Montoneros, sobreviviente de ese centro clandestino de detención», la ESMA, donde había permanecido secuestrada un año y medio.
La ESMA es la Escuela de Mecánica de la Armada, un sitio de instrucción militar donde, desde el golpe de Estado que se produjo el 24 de marzo de 1976 en la Argentina, funcionó un centro clandestino de detención, el más grande de los casi setecientos que hubo en el país. Entre 1976 y 1983, cuando la dictadura terminó, fueron secuestradas, torturadas y asesinadas allí, por los llamados Grupos de Tareas, unas cinco mil personas. Sobrevivieron menos de doscientas. El número total de desaparecidos durante la dictadura es de treinta mil.
Montoneros fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad.
Silvia Labayru militaba allí, y desde los dieciocho años integró el sector de Inteligencia de la capital cuyo responsable máximo era el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, abatido en la calle por un Grupo de Tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977, que continúa desaparecido.
El artículo de Página/12 estaba enfocado en el hecho de que ella, junto con Mabel Lucrecia Luisa Zanta y María Rosa Paredes, había sido denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en ese centro clandestino. La denuncia se había hecho en 2014. El juicio había comenzado en octubre de 2020 y se esperaba sentencia para agosto de 2021, cinco meses después de publicada la nota. Aunque Labayru había dado su testimonio acerca de lo acontecido ante la ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979, ante la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) en 1984, y en diversos juicios contra represores de la ESMA, y de esos testimonios podía desprenderse que había pasado por algún tipo de abuso, nunca había dado detalles ni se los habían pedido porque, hasta 2010, la violencia sexual formaba parte del rubro «torturas y tormentos», un combo inespecífico en el que se incluían la picana eléctrica, el submarino seco, el simulacro de fusilamiento, los golpes.
Recién ese año la violación se transformó en un delito autónomo: algo que podía juzgarse per se. Una década más tarde, Labayru y las otras dos mujeres –a quienes no conoce– testimoniaron en ese juicio. Ella acusaba a dos miembros de la Armada: Alberto Eduardo «Gato» González, como su violador, y Jorge Eduardo «el Tigre» Acosta, al frente del centro clandestino en aquellos años, como el instigador de esas violaciones. Ambos tenían ya varias condenas a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad.
Cuando se publicó el artículo, Silvia Labayru llevaba cuatro décadas sin hablar con periodistas –su hija Vera y su hijo David estaban entrenados para negarla cuando llamaban por teléfono pidiendo entrevistarla– y, aunque yo no lo sabía, no estaba dispuesta a hacer más excepciones que la que había hecho con Página/12.
Dos o tres días después de esa publicación, el fotógrafo Dani Yako, a quien conozco desde hace años, me envió dos mensajes por WhatsApp. El primero tenía un link a esa nota de Página/12, que yo ya había leído. El segundo era una pregunta: «¿Leíste esto de mi amiga Silvia?».
El 18 de noviembre de 2013, en el Juicio ESMA, Causa Unificada, Silvia Labayru declaró: «Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra. Eso es algo bastante habitual, por no decir muy habitual, en la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras [...]. En esto no fue una excepción».
Canta Bob Dylan: «¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza / y fingir no ver lo que ve?». Estaba todo dicho. Solo había que saber –o querer– escuchar.
Quién es Leila Guerriero
♦ Nació en Junín, Argentina, en 1967.
♦ Es escritora, periodista y editora.
♦ Escribió libros como Los suicidas del fin del mundo, Opus Gelber, Plano americano, Teoría de la gravedad y La otra guerra.
♦ Recibió galardones como el Premio Gabo, el Premio Konex y XIV Premio Internacional de Periodismo Manuel Vázquez Montalbán, y fue declarada Personalidad destacada de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.