Leonard Cohen solía decir que cada vez que estaba deprimido se afeitaba. Era un consejo que le había dado su madre, cuando todavía era un adolescente en su Montreal natal. Lo hizo varias veces antes de salir a tocar en sus conciertos, sobre todo en los 70, cuando todavía era víctima de un pánico escénico casi paralizante. En el 72, cuando estaba terminando su gira mundial en el Palacio de Deportes Yad Eliahu, en Jerusalén, sintió que no podía seguir.
Al comienzo de “Bird on the Wire” -esa especie de “My Way” de los bohemios y los perdidos-, el público comenzó a aplaudir de manera fervorosa, entonces, lejos de sentirse eufórico, Cohen dejó de cantar y les dijo; “Realmente disfruto mucho que reconozcan la canción, pero ya tengo bastante miedo al estar aquí arriba, y creo que algo anda mal cada vez que empiezas a aplaudir. Entonces, si reconocen la canción, ¿podrían simplemente agitar la mano? Realmente me gustaría verlos a todos agitando las manos si reconocen la canción”.
Sus fans aceptaron el pedido y el show continuó. Todavía claramente molesto, Cohen comenzó a cantar “One of Us Cannot Be Wrong”, pero mostrando su agradecimiento: la gente comenzó a aplaudir una vez más. Cohen se puso místico: “En la Cabalá dice... que si no puedes despegar, debes quedarte en el suelo. No, en la Cabalá dice que a menos que Adán y Eva se enfrenten, Dios no se sienta en su trono. Y de alguna manera, la parte masculina y femenina de mí se niegan a encontrarse esta noche, y Dios no se sienta en su trono. Y esto es algo terrible que suceda en Jerusalén. Así que escuchen: vamos a dejar el escenario ahora e intentaremos meditar profundamente en el vestuario para ponernos en forma, y si podemos lograrlo, volveremos”.
Dijo que el show se terminaba, se fue del escenario junto a sus músicos, completamente abrumado. Decidió afeitarse. Tomó LSD, se lo repartió a su banda, y volvieron a salir. El show, cuentan quienes asistieron, fue legendario. Cohen y la banda terminaron llorando. El cantautor llegó a decir que mientras cantaba “So Long, Marianne”, vio a la mismísima Marianne en primera fila. Eran los efectos del ácido, claro.
Durante su adolescencia, Cohen se interesó por la obra del poeta español Federico Garcia Lorca, y de clásicos como William Yeats o Walt Whitman. Comenzó a escribir poesía al mismo tiempo que aprendía algunos acordes de guitarra de parte de un profesor español, que, según él mismo contó cuando ganó el Premio Principe de Asturias en 2012, se suicidó y sólo llegó a impartirle algunas pocas clases.
Su primer libro de poesía se tituló Flores para HItler, y lo publicó en 1964. También publicó novelas de ficción como El juego favorito (1963) y Perdedores hermosos (1966). A pesar de que sus libros no vendían demasiado, gozaba de un muy buen nivel de vida gracias a un premio de poesía que había ganado en Canadá, lo que le permitía vivir en la isla griega de Hydra, en una especie de semireclusión autoimpuesta.
En el 67, con 33 años, ya a una edad “avanzada” para la industria musical de la época, centrada exclusivamente en la juventud y en la creciente contracultura, se mudó a Nueva York, donde grabó y publicó su disco debut, Songs of Leonard Cohen.
Siempre elegante, solía decir que nació con un traje, en referencia al oficio de su padre, sastre. Mujeriego irredento y al mismo tiempo en búsqueda constante de una revelación espiritual, la desnudez de las mujeres y del espíritu, el sexo y Cristo, suelen representar lo mismo en la obra de Cohen. Las metáforas bíblicas de sus canciones lo emparentar con otros dos grandes compositores del siglo XX como su contemporáneo Bob Dylan, y Nick Cave, alguien que sin dudas podría considerarse un discípulo de Cohen. De hecho, el primer disco del australiano junto a sus Bad Seeds, From Here to Eternity, abre con una apabullante versión de “Avalanche”. La influencia de Cohen se impregna en buena parte de la música popular, sobre todo, en la que tiene que ver con los cantautores, sin embargo, era alguien tan personal que imitarlo sería una locura, y quedaría ridículo.
Las mujeres de Cohen son tan importantes en su obra como sus influencias literarias. Una de ellas fue Marianne Ihlen, la aristócrata noruega que conoció en Hydra, cuando ella estaba casada. Las “dos” Suzanne, Elrod, la madre de sus hijos, y Vaillancourt, la protagonista de la canción con la que Cohen quería viajar ciego. Rebecca de Mornay, a quien le dedica una promesa de compromiso en “Waiting for the Miracle”. Jane de “Famous Blue Raincoat” o la suicida salingeriana de “Seems so Long Ago, Nancy”.
Las famosas, como Joni Mitchell, con quien hubo una historia inconclusa, o Janis Joplin, a quien Cohen le dedicó “Chelsea Hotel #2″, donde cuenta algunos detalles de más, aunque después se arrepintió por su indiscreción: “La única indiscreción de mi vida profesional”. Lana Del Rey -otra gran artista claramente influenciada por el canadiense- versionó la canción junto al hijo de Cohen y vale la pena escucharla.
Cohen pasó cinco años en un monasterio budista al este de Los Angeles, entre 1995 y 1999, aunque dijo que, a esa altura de su vida, ya era “demasiado viejo para aprender los nombres de los nuevos asesinos”. De nacimiento y crianza judía, admiraba a Cristo, a quien referencia en varias de sus canciones. Escribió, por supuesto, uno de los himnos seculares más famosos y versionados de todos los tiempos, “Hallelujah”.
En su último disco en vida, publicado poco antes de morir, You Want It Darker (2016), en la canción homónima, le habla a Dios y le dice que “está listo”, previo a cantar en hebreo “hineni, hineni”, las palabras pronunciadas por Abraham a Dios previo al sacrificio de Isaac en Génesis 22, 1-2. Cohen acepta lo que se viene, no hay resistencia ni resignación, sino serenidad. Sabiduría. Si en su primer disco cantaba que Suzanne era como Cristo cuando caminaba sobre el agua, en el último le decía a Dios que estaba listo, que era hora. Cohen murió un mes después de la salida del disco, en su casa, mientras dormía.
Si algo abunda en la poética de Cohen es la serenidad, no necesariamente la resignación, pero sí la sabiduría del que entiende que pocas cosas son necesariamente tan importantes como para preocuparse demasiado. Excepto, quizás, la conexión con lo divino. Cuando a Marianne le dice que se olvidó de rezarle a los ángeles, y que, por eso, los ángeles se olvidaron de rezar por ellos, dice que descuidó esa faceta, y que, como ella le hizo olvidarse de tantas cosas, ahora tenia que despedirse, seguir camino, y retomar la senda.
No hay ningún dolor concreto respecto del desamor en la obra del poeta. Sí existen tristezas que duran lo que duran las canciones, pero en todas sobrevuela la idea de la libertad, del pájaro sobre el cable que aunque haya sido desatento, espera que se lo dejen pasar, porque cree que el amor se comparte y es libre, y que si no, no vale la pena. Cohen nos dice que la niebla no deja rastros, y que el verdadero amor, tampoco.