Sexo solitario, del historiador turco Thomas W. Laqueur, es la primera historia cultural de la práctica sexual más común y extendida del mundo: la masturbación. A pesar de que la mayoría de las expresiones sexuales están sujetas a debates públicos y los actos íntimos a menudo copan titulares, la masturbación -la más sencilla y común de todas- se torna incómoda y radical al ser abiertamente reconocida.
Pero según afirma el autor -doctor en Historia por la Universidad de Princeton y profesor en el Departamento de Historia de la Universidad de California-,este fenómeno no siempre fue así. La masturbación, desde una perspectiva médica y ética, tiene una fecha precisa en la historia cultural: el concepto del “vicio solitario” emerge alrededor de 1712. En un período de la Ilustración, esta práctica no preocupaba tanto a los conservadores, quienes la consideraban un pecado entre muchos otros, sino a los progresistas que abrazaban la sexualidad y buscaban establecer una ética del autocontrol.
En este libro, editado originalmente en 2007 y ahora reeditado por Fondo de Cultura Económica, Laqueur nos revela cómo esta modesta y antes oscura forma de satisfacción sexual se convirtió en un tema que desafiaba las virtudes de la sociedad moderna: la moral individual privada, la creatividad, la abundancia y el deseo. ¿Cómo pasó la masturbación de ser un problema moral a un problema médico, al punto de que influyentes científicos del siglo XVIII y XIX le atribuyeron daños físicos, mutilaciones e incluso la muerte?
A principios del siglo XX, figuras como Freud transformaron esta perspectiva al considerar la masturbación como una etapa del desarrollo humano. Finalmente, en el curso del siglo XX, algunos la vieron como una clave en la lucha por la liberación sexual, personal y artística. A lo largo de su análisis, Laqueur utiliza una amplia gama de fuentes, desde la Biblia hasta textos médicos y filosóficos, diarios, autobiografías, obras de arte conceptual, material feminista y pornografía, para presentarnos la historia de lo que una vez fue el último tabú.
Ficha
Título: Sexo solitario. Una historia cultural de la masturbación
Autor: Thomas W. Laqueur
Editorial: Fondo de Cultura Económica
Precio (en Argentina): En papel: $23300 En digital: $9900
Así empieza “Sexo solitario”
El comienzo
La masturbación moderna puede fecharse con una precisión rara en la historia de la cultura. Nació el mismo año que ese salvaje y profundamente autoconsciente ejemplar de “nuestra” naturaleza humana, Jean-Jacques Rousseau, o en una fecha muy cercana. Llegó en la misma década que las primeras novelas de Daniel Defoe y la primera crisis de mercado. (Los lectores recordarán las repetidas bromas -novedosas para la época- en el primer capítulo de Los viajes de Gulliver, que Swift comenzó en 1719: “Mr. Bates, mi amo”; “mi buen amo Bates”.) Es una criatura del Iluminismo.
La masturbación moderna es profana. No sólo consiste en algo que supuestamente convierte a quienes la practican en seres exhaustos, enfermos, locos o ciegos, sino que también es un acto con serias implicaciones éticas. Es esa parte de la vida sexual humana en la que el placer potencialmente ilimitado encuentra su censura social donde el hábito y la promesa de una “última vez” luchan contra los dictados de la conciencia y la sensatez; donde la fantasía silencia -aunque sea por un momento- el principio de realidad y donde el yo autónomo escapa del páramo erótico del aquí y ahora hacia un mundo lujurioso que él mismo ha creado, y queda suspendido entre la abyección y la satisfacción.
En algún momento entre 1708 y 1716 -”en 1712, o alrededor de esa fecha”-, el entonces anónimo autor de un breve tratado de extenso título no sólo nombró sino que realmente inventó una nueva enfermedad y un mecanismo novedoso, altamente específico, cabalmente moderno; un modo casi universal de generar culpa, vergüenza y angustia. Su título: Onania; or, The Heinous Sin of Self Pollution, and all its Frightful Consequences, in both SEXES Concidered, with Spiritual and Physical Advice to those who have already injured themselves by this abominable practice. And seasonable Admonition to the Youth of the nation of Both SEXES… [Onania; o, El atroz pecado de la autopolución y sus terribles consecuencias, indagado en ambos SEXOS, con consejos espirituales y físicos para aquellos que se han dañado con esta abominable práctica. Y una provechosa admonición a la juventud de la nación de ambos SEXOS…]
El autor denuncia que existe “una ofensa tan frecuente y tan flagrante” que no alcanza a ser explicada por las usuales fuentes de corrupción moral: “libros enfermizos, malas compañías, historias amorosas, discursos lascivos y otras Provocaciones a la Lujuria y al Desenfreno [sic]”. Cualesquiera sean sus causas inmediatas, ese pecado tiene tan amplia difusión porque quienes lo practican ignoran que están haciendo algo incorrecto, pues lo que hacen parece libre de las habituales objeciones de la conciencia y de la comunidad, y además no parece tener consecuencias dañinas para la salud.
Por ende, la ignorancia tiene mucho que ver con esto. Merced al “desenfreno” o sólo por hallarse “apesadumbrados y solos”, o bien por indicaciones de los íntimos, los jóvenes aprenden a abusar de sí mismos sin enterarse de cuán incorrecto y peligroso es eso. El secreto motiva esa ignorancia: “Las restantes acciones sucias deben tener un testigo, ésta no necesita testigo alguno”.
Promete a sus víctimas librarlas de vergüenza, culpa y restricciones derivadas de las convenciones sociales: los muchachos tímidos que son demasiado delicados como para acercarse a una muchacha pueden hallar de todas formas satisfacción para sí; las chicas pueden usarla para “combatir fuertes deseos” y rechazar encuentros desagradables sin “revelar a nadie su debilidad”. Y, por último, se supone que el acto es impune: ninguna condena a muerte, como hubiera sucedido con la sodomía; ninguna sanción criminal o social, como las suscitadas por la fornicación o el adulterio; ninguna consecuencia punitiva de ningún tipo. O eso es lo que piensan, con gran riesgo para sí, los masturbadores. No puede existir otro modo de explicar la existencia de un pecado tan terrible, endémico pero ampliamente minimizado como el de la autopolución voluntaria.
Para mayor precisión, el problema que había sido tan ampliamente ignorado, pero que habría de ocupar un gran lugar en la comprensión moderna de Occidente respecto del yo y la sexualidad, era el siguiente:
Esa Práctica antinatural por la cual personas de ambos sexos pueden corromper sus propios cuerpos sin la Asistencia de otros. Mientras se abandonan a la sucia imaginación, se esfuerzan por imitar y procurarse aquella Sensación que, según Dios dispuso, ha de acompañar al Comercio Carnal entre ambos sexos para la Continuidad de nuestra Especie.
El universo de potenciales perpetradores es más bien ilimitado: “ambos sexos”, a solas, sin ayuda externa. A diferencia de la sodomía, la polución nocturna y una multitud de otras ofensas, hombres y mujeres estaban en idénticas condiciones para cometer esa infracción, igual y moralmente propensos. Era la más democrática y la más lujuriosamente accesible de las prácticas antinaturales. Alcanzaba con que los pecadores se abandonaran a la “sucia imaginación” para lograr “imitar y procurarse” las sensaciones del orgasmo. Esa práctica artificiosa, que en otro tiempo había significado tan poco, habría de representar durante los próximos tres siglos las profundidades psíquicas de muchachos y muchachas, hombres y mujeres; del mismo modo señalaría un peligro para sus relaciones con los familiares, los amantes y, en términos más generales, con el orden social.
El autor anónimo, que, como descubriremos pronto, fue un cirujano de prestigio que escribió pornografía médica soft, inventa la brillante, casi completamente original y notablemente exitosa asociación entre el “entusiasta autoabuso” y la historia del Génesis sobre Onán, aquel que preferiría sembrar su semilla en la tierra antes que fecundar a la mujer de su hermano muerto y morir castigado por eso. Nacía el onanismo. El nuevo pecado, sugiere nuestro autor, tiene las mismas terribles consecuencias que el del Antiguo Testamento: la muerte. En este caso, no por la mano de Dios sino por la de la naturaleza, que, afectada, debilitará al pecador. En cierto sentido, Onania y todo lo que le siguió es un único y extenso esfuerzo por sustentar el planteo posterior de Freud de que es fácil cometer un crimen pero difícil borrar sus huellas; que tanto el secreto como la impunidad son ilusorios.
Situar al texto -alrededor de 1712- en la historia de la sexualidad y el autocontrol es, en cierta medida, un ejercicio de la historia de la medicina. Nuestro autor sostiene que primero pensó en ofrecer remedios religiosos. Pero mostró su obra a un piadoso médico, quien le habló acerca del problema de la gente que sufre por causa de un pecado secreto y le dijo que no había ayuda disponible para ellos. Este supuesto encuentro cambió la historia.
El médico piadoso -anónimo como el autor- “me recomendó [dice el narrador, que se identifica con el autor] dos remedios de gran eficacia”. El primero cura sudoraciones y gonorreas (descargas) de todo tipo, en hombres y mujeres, que no son resultado de enfermedades venéreas -fluor albus (un flujo vaginal blanco), efusiones nocturnas, emisiones seminales en el momento de la orina o de la defecación-; el otro cura la infertilidad y la impotencia, causadas o no por enfermedades venéreas.
Consultado por sus nombres, el editor Mr. Varenne -una tercera voz- aconseja: la “Tintura vigorizante” y el “Polvo prolífico”. Y hay más recomendaciones: la “Tintura vigorizante” funciona mejor junto con el “Cocimiento” y la “Inyección”, por ejemplo. La medicina parece apoderarse de la moral. El autor/narrador se distancia, en la práctica, del mercadeo terapéutico de Onania contando a sus lectores que fue el médico -no él- quien de su propio bolsillo empezó a imprimir ediciones del tratado -dos mil cada vez- y que, desde entonces, “administró los remedios con el mayor beneficio y éxito del mundo”.
Llamativamente, ese desvergonzado esfuerzo por inventar una nueva enfermedad y al mismo tiempo ofrecer su cura a un precio exorbitante se volvió el texto fundacional de una tradición médica que se convertiría en uno de los pilares de la medicina del Iluminismo y que ayudó a crear la sexualidad moderna. Gran cantidad de conferencias, cientos de artículos, entradas en enciclopedias, tratados didácticos y varios copiosos tomos habrían de encontrar su origen en 1712. Casi doscientos años después, cuando muchos empezaron a dudar de que la masturbación causara serios daños físicos, un célebre doctor francés encontró casi cien situaciones que eran signos o consecuencias del autoabuso.
Quién es Thomas W. Laqueur
♦ Nació en Estambul, Turquía, en 1945.
♦ Es escritor e historiador.
♦ Se doctoró en la Universidad de Princeton. Es profesor en el Departamento de Historia de la Universidad de California, en Berkeley.
♦ Escribió libros como Sexo solitario y La construcción del sexo.