Aunque nos encanta pensar en los éxitos, en realidad, la biografía de cualquier escritor se compone también de sus “fracasos”: las becas que no le dieron, los premios que no ganó, las reseñas negativas de sus libros, las notas de los editores que decidieron no publicar sus manuscritos.
Las cartas de rechazo son todo un género en sí mismo. Las hay formales, delicadas, pretenciosas, condescendientes o escuetas. Incluso, según cuenta Enrique Vila-Matas, las hay sin palabras. El escritor español, uno de los pocos en nuestra lengua que se ha atrevido a hablar de este tema, contó que una vez un editor le devolvió una novela con todas la metáforas tachadas y convertidas en otras “que proponía el anónimo responsable del informe de lectura”.
Hay respuestas peores. Él mismo cuenta el caso de una escritora que envió un poema a la revista The New Yorker y “le fue devuelto roto en pedazos” sin siquiera una palabra. La anécdota parece inventada. No pude corroborarla, pero me hizo pensar en las ventajas de la época analógica: la contundencia del papel nunca será igualada por los mails de las editoriales, que, sea por pereza o por temor a la facilidad de circulación, carecen de imaginación para el rechazo. Que te ghostee un editor hoy es la forma tácita de decirte “no, gracias”. Quizás por eso, las nuevas generaciones tienen menos entrenamiento que sus mayores en el arte de la perseverancia y se desalientan ante la menor crítica.
Stephen King cuenta que guardaba sus cartas de rechazo clavadas en la pared. Cuando el clavo no alcanzaba, buscaba uno más largo. Hay orgullo en esa colección: muestra el tamaño de la adversidad —o de la propia estupidez, como decía Walsh, porque hay rechazos de los que se aprende mucho— a la que todo escritor tiene que sobreponerse.
A pesar de que es obvio que sufría por este tema, Patricia Highsmith dedica varios capítulos de Suspense a contar cómo retrabajó una de sus novelas —La celda de cristal— a partir de las devoluciones negativas de varios editores. Muestra sin pudor cómo gracias a sus comentarios llegó a tener una mejor versión de ese libro, que era un desafío especial porque trataba de un tema poco común en su obra (la cárcel). No fue el único rechazo que tuvo: es legendario el caso de El precio de la sal, que no fue publicada hasta pasadas varias décadas de su escritura debido a que cuenta una historia de amor lésbico. Por supuesto, hay varias razones (no solo estéticas) para que una editorial descarte un libro.
Highsmith es un buen ejemplo de la mejor actitud ante un rechazo: seguía siempre hacia adelante sin cuestionar su talento pero sí algunas de sus decisiones estilísticas. Porque más allá del deseo de publicar, también se somete un manuscrito a un editor para saber qué es lo que se ha escrito: el autor está tan metido en la propia obra que a veces no logra verla de verdad.
Del lado de los editores, hay que reconocer que da mucho más trabajo decirle a alguien por qué su texto no funciona que elogiarlo para sacárselo de encima, una estrategia, en realidad, más insultante. Como en esta respuesta que recibió Jack London, “creemos que su cuento es excepcional y si no fuera porque nuestra revista tiene como política no publicar asuntos trágicos, sin duda le haríamos un lugar.”
Tampoco hay que tomarse las críticas como un ataque personal. “Ganar o perder una discusión, recibir una carta de rechazo o de aceptación de un manuscrito, no prueba nada del valor de la obra o de la persona”, escribió Sylvia Plath en su diario. La devolución que le hizo Alfred Knopf de La campana de cristal fue brutal. Leída hoy da escalofríos: “La autora no logra transformar su material en novela. Parece como si la señorita Plath contara estas cosas solo porque le pasaron. Uno nunca entiende, por ejemplo, de dónde viene esa angustia profunda que lleva a la protagonista al suicidio. Es una lástima porque Plath maneja bien las palabras y tiene buen ojo para el detalle. Tal vez ahora que ya se deshizo de este libro pueda usar su talento de manera más efectiva la próxima vez”. Plath se mató al año siguiente.
La lista de libros que fueron rechazados y luego publicados con éxito de ventas o buenas críticas es larga. El caso de Harry Potter y la piedra filosofal es uno de los más conocidos: fue rechazada doce veces antes de que Bloomsbury la publicara. Nabokov recibió de un editor esta opinión sobre Lolita: “Es nauseabunda hasta resultar insoportable incluso para un freudiano esclarecido”. Además, le aconsejaron que fuera al psicólogo y que enterrara el manuscrito bajo una piedra por mil años.
Entre los libros redimidos por la Historia también están: El señor de las moscas, de William Golding; rechazado 21 veces; Carrie, de Stephen King, 31 veces; Murphy, de Samuel Beckett, 40 veces; y muchos otros. El caso de Dublineses de Joyce, a quien también le rechazaron Ulises, es tan triste que también parece leyenda: cuando finalmente lo publicó, el editor le tenía tan poca fe que puso una cláusula que decía que el autor solo cobraría regalías una vez vendidas al menos 500 copias. A pesar de que el propio Joyce adquirió 120, el libro vendió solo 499.
Esta lista es, sin embargo, engañosa. Si estoy pudiendo hacerla es justamente porque se trata de excepciones: por cada uno de esos libros hoy famosos, hay miles o tal vez millones de libros mediocres que nunca vieron la luz de la imprenta quizás con justa razón (los árboles del mundo, agradecidos).
Otra cosa que llama la atención es el predominio de autores del mundo anglosajón. ¿Se rechaza menos en el mundo hispano? Claro que no. Simplemente, de eso no se habla. El único caso que se cita siempre -¿porque tiene final feliz?—es el de García Márquez.
Entre los mitos que rondan a Cien años de soledad figura el de que fue rechazada tantas veces que García Márquez decidió probar suerte en Buenos Aires, donde fue publicada por Sudamericana. Solo la segunda parte de esa anécdota es cierta: la novela salió por esa editorial en 1967 pero nunca fue rechazada. García Márquez sí había recibido un rechazo de un libro anterior, La hojarasca, que había enviado también a Argentina, esa vez a la editorial Losada.
Volvió con una nota firmada por Guillermo de Torre en la que el editor le sugería al autor que “se buscara otro oficio”. “Aquí no tengo la menor duda de quién es el imbécil”, le escribió García Márquez a un amigo, “¿tú crees que yo sería tan idiota como para dedicarle a un libro un año entero para salir a la postre con un esperpento? No, compadre, soy demasiado perezoso para cometer esa tontería. La voy a editar por suscripción popular y le voy a poner como prólogo el ribeteado y andrajoso concepto del Consejo editorial”.
Toda devolución que contenga argumentos y sugerencias es útil, más allá de que el autor decida descartarlos. Al fin y al cabo es la opinión de una sola persona: siempre puede haber un editor que piense diferente.
Las buenas cartas de rechazo son las que proponen una lectura de la obra, lo cual, claro, implica trabajo, como se ve en esta, que recibió Orwell de Faber & Faber en 1944: “Creemos que Rebelión en la granja es una obra notable: la fábula está trabajada con destreza y la narrativa mantiene el interés de quien lee, algo que muy pocos autores han logrado desde Gulliver. Por otra parte, no nos convence que esta sea la mejor forma de criticar la situación política de hoy. El punto de vista, que creo que podemos llamar trotskista, no es convincente. Creo que usted divide sus votos y no logra sumar adhesiones de ninguna de las dos esquinas —o sea ni de aquellos puristas del comunismo que critican a Rusia ni de aquellos alarmados por el futuro de las pequeñas naciones— . Después de todo, sus cerdos son mucho más inteligentes que los otros animales, así que son los que están más calificados para liderar la granja, de hecho, no habría Rebelión en la granja sin ellos: de modo que se podría argumentar que lo que se necesita no es más comunismo sino más cerdos orientados al bien común”. Quien firma esta carta es T. S. Eliot, que por entonces era el director de esa editorial. Una puede imaginarse a esos dos escritores tomando un café, discutiendo de literatura y política.
A nadie le gusta recibir un rechazo pero todo escritor sabe que son parte del camino. Como aconseja Neil Gaiman, la mejor reacción ante una negativa es sentarse frente al teclado y escribir algo “tan increíblemente brillante que cancele todas las historias por escribir; porque las cartas de rechazo llegarán y, si tenés la suerte de que te publiquen, también llegarán las reseñas negativas. Hay que aprender a sacudirse de hombros y seguir. La otra es abandonar el oficio y dedicarse a otra cosa”.