La madrugada del 22 de noviembre de 1880, en Concepción del Uruguay, Norberta Calvento tuvo un mareo. La proximidad del ropero de su aposento le permitió llegar hasta un frasco de colonia con el que perfumaba todos los días la esbeltez del cuello. “El peso de los noventa años” le pareció, al aspirar el aroma que desprendían los claveles cercanos depositados en un jarrón biselado, más apremiante que nunca. “No veré el próximo día”, pensó confusamente, antes de desplomarse en el suelo.
Dos horas más tarde despertó. Reconoció a su cura confesor. A su lado estaban dos sobrinos de la familia y un médico. El religioso le dijo: “Mañana se te espera en la iglesia”. Norberta no contestó: miraba las últimas luces de la tarde reflejarse en los objetos lejanos. La voz del cura decía: “Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la Gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en su enfermedad. Amén”. Norberta Calvento cerró los ojos. No los volvería a abrir nunca más. Su conciencia, absolutamente desvinculada del universo, había encontrado el descanso. Sobre la frente, y en la proximidad del santo óleo, pusieron perfume de violetas. Al día siguiente, su cuerpo yacente, amortajado con el vestido de novia que nunca habría de ser usado en vida, encontraría refugio en el panteón familiar.
Cuarenta y un años antes de la muerte de Norberta, un pequeño convoy fúnebre atravesó la calle principal de Concepción del Uruguay. Solamente siete vecinos acompañaban el tránsito del humilde cajón. Apenas unas horas antes, algunas personas compasivas habían velado el cuerpo todavía joven de una mujer llamada “La Delfina”. El pelo ya no era fulgurante como algunos años atrás, pero un gesto de abandonado descanso embellecía las facciones que la muerte, en un postrer esfuerzo, matizaría de un blanco azulino. Sobre el pecho de la mujer se habían colocado un escapulario de bronce y un rosario de cuentas. Una vieja casaca guerrera de color rojo vestía el torso todavía orgulloso.
Era una tarde anodina de 1839. Desde una de las ventanas de su casa Norberta Calvento observó la procesión mortuoria. Había esperado ese momento todos los días de los últimos dieciocho años. Lo había llenado de previsiones, poblándolo con la tristeza de jornadas insípidas y sin sol, y había rezado a cada uno de sus santos intercesores, prometiendo a cambio de sus oraciones, el sacrificio de una vida entregada a la caridad y el ayuno.
En los árboles cercanos algunos pájaros retornaban a sus nidos. Norberta se sorprendió: de la visión del paso de la pequeña procesión surgía una débil bruma que difuminaba cada uno de los objetos situados en el semicírculo de su campo visual, haciéndolos parecer preciosos e inofensivos. En el cajón de madera cargado por cuatro hombres, no iba una enemiga, sino una mujer como ella misma, perecedera e inerme. Los humildes acompañantes del cortejo se convertían en cosas sujetas a “natura” y, como la muerta, cercanos al polvo y el olvido. La tarde misma, le recordaba los viejos sermones leídos alguna vez en un libro ahora perdido, y no la antesala de las sombras nocturnas enemigas del diario reposo. Cerró la ventana. Vio a través de los vidrios las últimas nubes fugitivas que se perdían para siempre en la sucesión vertiginosa de los días, recogió unos claveles exangües del gran vaso azul que coronaba la mesa principal y, poniéndose una chalina sobre los hombros todavía robustos, salió a la calle para seguir el cortejo y despedir con un último adiós a “La Delfina”.
Dos mujeres y un hombre, Francisco Ramírez, “El Supremo Entrerriano”, vinculados por la historia, la tradición y la leyenda.
De Ramírez se sabe mucho: caudillo bravío del federalismo argentino, aliado y después enemigo del oriental José Gervasio Artigas, guerrero inmisericorde en las innumerables contiendas en las tierras mesopotámicas, bonaerenses, santafecinas y cordobesas, fundador de la efímera “República de Entre Ríos”, y con una muerte una muerte apoteósica a manos de hombres comandados por sus antiguos aliados. Su cabeza cercenada, como símbolo y muestra del orgullo mancillado, sería exhibida en el Cabildo de Santa Fe hasta su desaparición definitiva.
De las mujeres se conoce mucho menos: Norberta Calvento, hija de Andrés Narciso Calvento Galeano y de María Rosa Antonina González Martínez, había nacido en Concepción del Uruguay el 4 de julio de 1790. Integrante de una familia tradicional de la ciudad, recibió una educación esmerada a cargo de institutrices y religiosos. Ejecutaba piezas en el piano y algunos de sus numerosos hermanos fueron amigos del “Supremo Entrerriano”. La tradición habla de un compromiso matrimonial con el caudillo. En esto, como en tantas otras cosas acaecidas en el universo, la certidumbre es indemostrable.
De “La Delfina” se sabe mucho menos que de Norberta Calvento. En el acta de defunción redactada el 28 de junio de 1839 en Concepción del Uruguay se la designa como “María Delfina”. No hay otros datos. Su origen admite muchas conjeturas: hija de un hombre perteneciente a la nobleza con el grado de “Delfín” en el Imperio de Portugal, Brasil y Algarbes, habría nacido en Río Grande hacia 1798, reza una de ellas. Otra de las conjeturas la hace porteña y le da como nombre María Delfina Menchaca. Guerrera enemiga de las tropas artiguistas, y posteriormente prisionera, fue fortinera de las tropas federales (llegando a alcanzar el grado de coronela), amazona bravía y amante de Ramírez. Por ella, el caudillo no cumpliría su compromiso matrimonial con Norberta Calvento. Acompañó a Ramírez en su último, definitivo y fatal combate en tierras cordobesas.
Muchos son los enigmas relacionados a la vida de ambas mujeres. La literatura puede servir (uno desearía eso, al menos) para rescatar, dar vida y relumbre a esas existencias lejanas y apagadas por siempre. Sirvan como ejemplo algunos versos que las inmortalizan:
“Pero a la hora del jazmín abierto, sobre la reciedumbre de la tapia, vestida de novia estará siempre Norberta en el pretil de su ventana y oirá siempre en trote de los potros la quebrazón de un monte de tacuaras”.
Delio Panizza (1893-1965), poeta entrerriano.
“Ramírez, el caudillo enamorado”
“Las cañadas y las huellas
el trebolar y los pastos le están contando las horas a aquél supremo entrerriano. Atención, Pancho Ramírez, la muerte lo anda rastreando y para usted tiene el nombre del capitán Maldonado. Talonea tu fleje,
Delfina mía
amazona del viento,
no te me canses.
En rabiosos cuchillos
de lejanía
nuestro amor y la muerte
juegan su lance.
¿Dónde irán que no los pillen mi general de los gauchos que un día usó de palenque la misma Plaza de Mayo? ¿Dónde irán que no los pillen si el banderín colorado del pelo de su Delfina
su rastro está delatando? Ya regreso a tu grito
y en tu rescate
mi caballo es un rayo
y el campo es ancho.
Nadie toque tu cuerpo nadie te mate
muero oyendo tu grito de ¡Pancho, Pancho!
recitado:
Qué final Pancho Ramírez matrero y enamorado
en tu caballo de novio
la muerte ya se ha enancado. cantado:
Los sauzales de Entre Ríos te están llorando, llorando por quién murió defendiendo aquél amor rezagado.
Emponchado de niebla sigo tu huella
y mi sangre en los ceibos ha florecido.
Montonero del cielo ya sin espuelas
galopando han de verme pero contigo.
Ay supremo entrerriano Ay supremo entrerriano”.
Félix Luna
Ficha
Título: De pasión y de guerra
Autor: Juan Basterra
Editorial: Bärenhaus
Precio (en Argentina): En papel: $6800 Digital: $1000