¿Es un problema no encajar en lo que los otros pretenden? La historia de una mujer cuya familia esperaba que fuera un varón

“Todos los hombres que fui” es el primer libro de la narradora María Pérez. En el libro revisa su historia personal, familiar, generacional y cultural, e invita a revisar los mandatos y las creencias arraigadas en busca de la propia voz.

María Pérez y su primer libro "Todos los hombres que fui"

Soy de los 80; lo que significa que no fui emo ni tecno;que no soy pop; ni milenial; ni analógica. Simplemente no cuajo”, escribe la narradora María Pérez en su debut literario Todos los hombres que fui ―editado por Vinilo―, una historia que aborda el constante proceso de autodescubrimiento y la dificultad de encajar en las expectativas sociales.

A través de breves capítulos que funcionan como piezas de un rompecabezas vital, Pérez narra su tránsito por diferentes roles impuestos por otros y la pregunta que guía el relato es: ¿quién soy? Pérez estudió Abogacía, escribe poesía y formó parte de la antología Si Hamlet duda le daremos la muerte. Pero el camino para su primer libro lo hizo durante cinco años en el taller creativo de Juan Forn.

“Hijo”, “Nene”, “Gordo”, “Macho” son los títulos de algunos apartados del libro y, también, los roles que asume la narradora como moldes que no terminaron de encajar en su búsqueda por entender quién es realmente.

Criada en una familia que esperaba un varón y una mujer heterosexual, la autora relata con una singular prosa ácida su lucha contra mandatos y estereotipos (y cómo esperaban que se casara con un varón y no con una mujer). Todos los hombres que fui es, entonces, un desafiante proceso de autodescubrimiento.

Con momentos desgarradores y otros hilarantes, Todos los hombres que fui es una pequeña joya literaria sobre crecer siendo diferente y encontrar un lugar propio en el mundo. Un viaje íntimo y universal hacia la propia identidad.

Tapa "Todos los hombres que fui", de María Pérez (Vinilo Editora)

Así empieza “Todos los hombres que fui” (Fragmento)

Hijo

La cama que le compré a Martín por una página de ventas online tardó tres meses en llegar a casa. El primer mes tuve paciencia porque, en los reiterados mensajes que me mandó por celular, él me fue explicando los motivos por los cuales la cama no estaba en mi habitación:

No me llegaron los cortes, María.

Estoy esperando el flete.

Las elecciones presidenciales me afectaron muchísimo.

Nunca antes me pasó una cosa así.

Y yo entendía, porque ¿quién soy yo para andar cuestionando a Martín? Desde la improductiva y chabacana vida que tengo el lujo de transitar, ¿cómo puedo cuestionar a un trabajador?

El segundo mes debo reconocer que me puse incordiosa, principalmente por dos razones. Primero, porque sus excusas empezaron a involucrarme: como cuando me dijo que se demoraba porque yo había comprado la cama en demasiadas cuotas y él solo apuraba el proceso para aquellas personas que hubieran pagado en efectivo, o como cuando insistió en que las dimensiones que le había solicitado no eran normales (ni común ni king size) y que eso le complicaba mucho el trabajo.

La otra razón me tocó todavía más, y es que en el momento en que decidí mandar a hacer la nueva cama y envié la que tenía al exilio, conocí a una mujer con la cual tuvimos una esplendorosa conexión sexual inmediatamente después de haber tomado quince cervezas. El punto es que el colchón tirado en el piso de mi cuarto me provocó una sensación de estar ofreciendo “poca cosa”, aunque a ella no pareció molestarle.

El tercer mes de demora hablé con Martín casi todos los días. Sus respuestas fueron las siguientes:

Te la llevo hoy, no te preocupes.

Disculpame, Mari. Tendrá que ser el sábado que viene porque el fletero se descompuso.

¡Buen día! ¿Sabés que no consigo camión? Debe ser por el feriado.

¡Hoy te llega la cama! Cuando el hombre te la baje, tenés que pagarle el envío: son $2.000.

Buen día, Mari. Como acordamos por teléfono, te la envío gratis. Por favor, teneme un poco más de paciencia. Luego te confirmo el día.

María, vuelvo a pedirte disculpas. Sigo con muchos problemas económicos.

Así un mes completo, todas las mañanas, hasta que hoy llegó la cama de Martín. Y no solo vino la cama, sino que también vino él: entró, me miró a los ojos y luego se arrodilló en gesto de disculpa, con las manos en posición de rezo. Por supuesto, me cayó superbien. No pude decirle nada más que gracias por haberse demorado noventa días y hacerme enojar todas esas mañanas.

Martín…, qué lindo tipo resultó ser. Y pensar que lo amenacé con denunciarlo en diversos fueros judiciales: defensa al consumidor, penal por estafa, daños y perjuicios en lo civil. Incluso llegué a pedirle que me devolviera la plata y se quedara con la cama terminada e invendible por sus dimensiones extraordinarias.

Pero acá estoy: en calzones sobre la cama nueva, con sábanas limpias y recién puestas, comiendo una palta desde la cáscara, pensando en qué otras cosas improductivas seguiré haciendo, mientras siento un vacío horrible porque sé perfectamente que voy a extrañar las excusas de Martín. Sus mensajes eran de esos que llegan temprano por la mañana y que, ante todo, te recuerdan que alguien te está pensando. Como cuando empezás una relación y cualquier cosa que te dicen es indicadora del interés que la otra persona tiene por vos.

Martín, sos la última relación que tuve con un hombre y representás lo mismo que todas las relaciones con todos los hombres en mi vida: un sinfín de promesas que parecieran cumplirse solo después de mi insoportable insistencia y que me dejan siempre la misma sensación de error, de falta, la certeza de que algo mal hice o estoy haciendo, algo por lo que debo arrepentirme aunque no lo crea, algo por lo que sigo yendo a terapia una vez por semana hace cinco años. En otras palabras, un recurso perverso al cual me aferro para darle sentido a mi vida: pedir disculpas.

Es lo mismo que me sucede con mi padre, a quien de una u otra manera le pido perdón por no estar haciendo lo que pretende de mí. Aunque, en verdad, lo que digo que hago tiende a compensar lo que en efecto no hago ni voy a hacer: ser diputada o senadora, es decir, algo más que la simple y responsable empleada administrativa que soy. Lo cierto es que, por decisión propia, no hago nada de nada.

—Deberías probar un posgrado, ¿no? El otro día leí que para ser ministro de Corte tenés que tener al menos dos. Es muy importante ser ministro de Corte —dice siempre mi padre, y repite siempre igual la palabra ministro, separándola en sílabas, sin reparo. A veces me llama por teléfono y me dice: “Hijo, necesito que…”. Incluso ha llegado a decirme, en estado de emoción y de manera pública: “Sos el mejor de mis hijos”.

Cuánto debió molestarle haber tenido solo hijas mujeres. Qué desilusión más grande, cuánto esfuerzo para lograr que una de ellas fuera, al menos un poco, lo que él esperaba: un hijo varón. Porque eso es lo que yo vengo a encarnar en su retorcida lógica. Para él soy el mejor de sus hijos, el que va a terminar o mejorar todo lo que él es. Y todo lo que no es también. Porque él me dio la vida, los estudios, la carrera. Él, que se refiere a sí mismo en tercera persona, diciendo: “Ningún hombre superará a papá”. Y no, superpapá, no hay forma de superarte.

Lo increíble de la situación, lo que más descoloca en este maravilloso mundo de los roles familiares, es que mi padre no es ni juez, ni diputado, ni ministro, ni abogado. Mi padre es un terrateniente con una innegable capacidad para la administración, pero que heredó lo que mis abuelos le dejaron. Aunque da igual, ¿no? Porque estudiar es una tradición cultural: tengas padres universitarios o no, el estudio de grado es la primera herramienta de introducción de “clase” y, por ende, “la ley primera”. Sin estudio no sos nada ni pertenecés a nada.

Recuerdo el día en que me preguntó qué iba a estudiar. Yo tenía dieciséis años y estaba sola en casa, mis hermanas habían salido. Mi mamá trabajaba en el hospital y normalmente mi padre no estaba. Serían alrededor de las cinco y yo merendaba, apoyada contra la mesada de la cocina, una palta con limón y sal. La estaba cuchareando directamente desde la cáscara cuando él entró en escena como una aparición. Entonces, como suele hacer, demostró su incapacidad para iniciar una conversación y me hizo La Pregunta. Sobresaltada por su presencia, yo hice lo mismo que hago cada vez que hablamos: interpretarlo.

Esa tarde descifré el intempestivo interrogante por las palabras “futuro”, “trabajo” y “profesión”, y lo complací sin demostrar ni asombro, ni miedo, ni interés específico y respondí lo que me enseñó a decir desde que tengo uso de razón: que estudiaría en la UBA. También le dije que barajaba Antropología, Medicina, Psicología y a veces también Filosofía, aunque en realidad me inclinaba más por Sociología, sin saber bien por qué.

Tener en claro qué vas a estudiar a los dieciséis años carece de justificación. De alguna manera, es lo mismo que ocurre con los gustos de helado que elegís. Sí, claro, los que elegís te gustan, pero ¿cuándo empezaste a pedir dulce de leche y frutilla? ¿Cuándo excluiste sistemáticamente el pistacho o la frambuesa? ¿Los probaste antes? ¿Fue consciente esa elección? ¿Optaste por la frutilla y el dulce de leche después de que alguien los eligiera por vos? Lo único que sé es que así hacemos las cosas: porque sí y sin pensar. No hay un solo motivo que avale la teoría del “solo pediré helado de dulce leche y frutilla el resto de mi vida”; no obstante, es la manera en la que casi todos actuamos y nos parece bien.

Sobre esa misma base de razonamiento hice la elección de mi profesión y creo que a mi padre lo convenció mi respuesta, porque dijo:

—Qué bien.

Y agregó que no comiera la palta desde la cáscara porque era una costumbre horrible que yo le había copiado a mi abuelo, su padre, que era el que tenía los paltos en el campo. Luego decretó que yo tenía que estudiar Derecho, porque la abogacía abarcaba todas las carreras que le había mencionado y porque ya era hora de que hubiera en la familia algún representante legislativo o magistrado, o, por qué no, presidente de la nación.

Aunque ni la medicina ni la psicología tienen mucho que ver con la abogacía, hice lo que él quería. Estudié Derecho, descartando la frambuesa y el pistacho sin haberlos probado nunca, sin evaluar ni cuestionar absolutamente nada. Así nomás elegí mi profesión junto con el helado de dulce de leche y frutilla.

Pero ahora que puedo hablar con franqueza, quiero dejar en claro que no perdí del todo mi dignidad: al menos sigo comiendo palta desde la cáscara. Eso sí: lo hago con culpa, como en este preciso momento, que sigo sentada en la cama de Martín, pensando en que no está tan mal que a la cama le sobre espacio alrededor del colchón, porque encima de los tirantes que se ven tan antiestéticos puedo apoyar la cuchara, el carozo y la cáscara, mientras leo y pienso en cómo puedo sacar una foto a mi desayuno y mandársela a Martín con un mensaje que diga: “¿Viste? Para esto quería la cama así de grande”.

Quié es María Pérez

♦Nació en Junín en 1983.

♦ Estudió Abogacía en la Universidad de Buenos Aires (UBA).

♦ En 2010 publicó algunos poemas en la antología Si Hamlet duda le daremos muerte.

Todos los hombres que fui es su primer libro.

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