Estamos en la Inglaterra del siglo XIX. Las elegantes mujeres victorianas, con sus amplios vestidos exagerados y sus ajustados corsets, conviven con violentos piratas zaparrastrosos. Pero hay selecto grupo de mujeres que está en el medio de esos dos extremos: visten ropas opulentas pero son tan temibles como el más valiente de los corsarios.
Las peligrosas damas de la Sociedad Wisteria, la nueva novela de la escritora neozelandesa India Holton, es un libro de realismo mágico romántico e histórico sobre una ladrona que debe salvar a su tía de un pirata enloquecido y de su encantador y peligroso secuaz.
Cecilia Bassingthwaite es una de esas mujeres que va vestida como dama victoriana pero se comporta como un pirata. Ella vive con su tía y ambas pertenecen a la Sociedad de las Flores, un grupo de mujeres criminales que aborrecen el patriarcado y están enfrentadas a los hombres.
Un día, aparece el capitán pirata Ned Lightbourne y le informa que Lady Armitage, una dama de un club rival, ha enviado a un sicario a matarla. No sólo eso, sino que también su padre el pirata Patrick Morvath la persigue, en busca de venganza, por la muerte de su madre.
En este mundo, los personajes viven en abadías, castillos o mansiones que son capaces de flotar (como el barco del Capitán Garfio en Peter Pan) y el pirata Morvath se dedica a robar las casas de las integrantes de la Sociedad de las Flores. Él quiere asesinar a todas las mujeres, sobre todo a las que pertenecen a esta Sociedad, por su ímpetu feminista y antipatriarcal, como el de su exesposa que lo abandonó y lo alejó de su hija.
Editado por V&R y elegido como uno de los libros más leídos en 2021 según el diario The New York Times, Las peligrosas damas de la Sociedad Wisteria es una historia fantástica que gira en torno a una protagonista con un pasado oscuro y traumático, que a pesar de vivir con una tía controladora, tiene una vida bastante agradable. Pero, cuando la sociedad Wisteria pasa a estar en peligro, Cecilia se verá obligada a trabajar en equipo con un apuesto criminal para salvar a las mujeres que la criaron y así lograr su merecido ascenso social.
Ficha
Título: Las peligrosas damas de la Sociedad Wisteria
Autora: India Holton
Páginas: 392
Editorial: V&R
Precio (en Argentina): En papel $12699
Así empieza “Las peligrosas damas de la Sociedad Wisteria”
No podría ir a la biblioteca aquel día. La lluvia matinal había cargado el aire y Miss Darlington tenía miedo de que Cecilia se resfriara y muriera esa misma semana si salía. Por lo tanto, Cecilia estaba en casa, sentada con su tía en una habitación diez grados más fría que las calles de Londres, leyendo en voz alta La canción de Hiawatha, de ese «rebelde estadounidense Longfellow», cuando un extraño caballero llamó a su puerta. A medida que el sonido irrumpía dentro de la casa, interrumpiendo la lectura de Cecilia en medio de una rima, esta miró con expresión inquisitiva a su tía. La mirada de Miss Darlington se dirigió hacia el reloj sobre la chimenea, que marcaba con calma la una menos cuarto. La anciana frunció el entrecejo.
–Es una aberración la forma en que, hoy en día, la gente toca el timbre a cualquier hora inapropiada –dijo con el mismo tono que el primer ministro había recientemente utilizado en el Parlamento para criticar a los manifestantes de Londres: «¡Declaro enfáticamente…!». Cecilia esperó, pero la única reacción de Miss Darlington se redujo a la forma de sorber de su taza de té, por lo cual Cecilia entendió que el visitante abominable debía ser ignorado. Regresó a Hiawatha y, justo cuando se estaba dirigiendo «hacia la tierra de Pearl-Feather», los golpes volvieron con más intensidad, lo que la hizo callar y a Miss Darlington depositar su taza de té en su platito con un tintineo. El té salpicó y Cecilia rápidamente dejó el libro de poesía antes de que las cosas se salieran de control.
–Iré a ver quién es –dijo. Se puso de pie, se alisó el vestido y se acomodó su cabello rojo oro en sus sienes, aunque no hubiera ni una arruga en la muselina del vestido ni un solo mechón fuera de lugar en su peinado.
–Ten cuidado, querida –le advirtió Miss Darlington–. Quienquiera que intente hacer una visita a estas horas del día es obviamente algún tipo de rufián.
–No tengas miedo, tía. –Cecilia tomó un abrecartas con el mango de hueso de la pequeña mesa al lado de su silla–. No me molestarán.
Miss Darlington carraspeó.
–No vamos a suscribirnos a nada hoy –dijo en voz alta mientras Cecilia salía de la habitación.
En realidad, nunca se suscribían a nada, por lo tanto, ese fue un comentario innecesario, aunque típico de Miss Darlington, quien insistía en ver a su protegida como la temeraria varonera que había entrado bajo su cuidado diez años atrás: propensa a trepar árboles, modelar capas hechas con manteles y hacer compras no autorizadas en la puerta cuando se le daba la gana. Pero una década de educación adecuada había hecho maravillas, por lo que, ahora, Cecilia caminaba con compostura hacia la puerta; sus tacones franceses golpeteaban contra el piso de mármol lustrado y sus intenciones no estaban para nada dirigidas a adquirir ninguna suscripción. Abrió la puerta.
–¿Sí? –preguntó.
–Buenas tardes –dijo el hombre sobre el escalón–. ¿Puede interesarle un folleto sobre el sufrimiento del alca del Atlántico Norte en vías de extinción?
Cecilia desplazó la mirada desde la agradable sonrisa del hombre hacia el folleto que sostenía en la mano con guante negro. Notó de inmediato la escandalosa falta de sombrero sobre su cabellera rubia y el bordado que adornaba su levita negra. No tenía patillas ni bigote, y una argolla plateada le colgaba de una oreja. Volvió a mirarle la sonrisa, que se arqueó en respuesta.
–No –dijo y cerró la puerta. Con llave.
Ned permaneció un instante más con el folleto extendido mientras su cerebro esperaba a que su cuerpo se pusiera al día con los acontecimientos. Trató de recrear lo que había visto de la mujer que había estado de pie tan brevemente en la penumbra de la entrada, pero no pudo recordar el color exacto del cinturón alrededor de su suave vestido blanco ni tampoco si eran perlas o estrellas las que adornaban su cabello, ni siquiera lo profundos que eran sus ojos en invierno. Tan solo tuvo una impresión general de aquella «belleza tan rara y rostro tan hermoso» y de la implacabilidad tan aterradora de una muchacha así.
Cuando terminó de recrear la escena, sonrió abiertamente.
Miss Darlington estaba sirviéndose otra taza de té cuando Cecilia regresó a la sala de estar.
–¿Quién era? –le preguntó sin levantar la vista.
–Un pirata, creo –dijo Cecilia mientras se sentaba. Tomó el pequeño libro de poesía, comenzó a deslizar un dedo hacia abajo por la página para encontrar el verso en el que la habían interrumpido.
Miss Darlington depositó la tetera. Con un delicado par de pinzas moldeadas como un monstruo marino, comenzó a añadirle terrones de azúcar a su taza.
–¿Qué te hizo pensar eso?
Cecilia permaneció en silencio por un instante mientras recordaba al hombre. Era apuesto de una forma bastante peligrosa, a pesar de su ridícula levita. Una luz en sus ojos sugería que sabía que ese folleto no la engañaría, pero de todos modos se entretuvo con su actuación. Supuso que el cabello se le caería sobre la frente con la más mínima brisa y que la gran protuberancia en sus pantalones sería, en caso de que ella hubiera fijado su vista allí, una daga o, quizá, una pistola.
–¿Bueno? –insistió su tía y Cecilia aguzó los ojos como para en focarse en el recuerdo.
–Tenía un tatuaje de un ancla en la muñeca –dijo–. Se asomaba una parte por debajo de la manga. Sin embargo, no me ofreció estrechar la mano con algún saludo secreto ni se invitó a tomar el té, como cualquier pirata decente hubiera hecho. Por ende, lo tomé por un impostor y le cerré la puerta en la cara.
–¡Un pirata impostor en nuestra puerta! –Miss Darlington chasqueó la lengua–. ¡Qué inaceptable! Piensa en los gérmenes que puede haber tenido. Me pregunto qué buscaba.
Cecilia se encogió de hombros. ¿Había Hiawatha confrontado al mago ya? No podía recordarlo. Su dedo, que había recorrido tres cuartos de página hacia abajo, se deslizó hacia arriba de nuevo.
–El diamante Scope, quizá –dijo–. O el collar de lady Askew. Miss Darlington hizo rechinar la cuchara alrededor de su taza de un modo que estremeció a Cecilia.
–Imagina si hubieras salido como planeabas, querida Cecilia. ¿Qué habría hecho yo si este hombre hubiera entrado por la fuerza?
–¿Dispararle? –sugirió Cecilia.
Miss Darlington arqueó vehementemente sus dos cejas depiladas hacia los rizos que le caían sobre la frente.
–Por Dios, niña, ¿por quién me tomas? ¿Por una loca? Piensa en el daño que podría hacer en esta habitación una bala que rebota.
–¿Apuñalarlo, entonces?
–¿Y manchar con sangre la alfombra? Es una antigüedad persa del siglo XVI, lo sabes, parte de la colección real. Me costó mucho trabajo adquirirla.
–Robarla –murmuró Cecilia.
–Obtenerla por mis propios medios.
–Bueno –dijo Cecilia abandonando una batalla perdida a favor del tópico original de conversación–. Ese hombre tuvo mucha suerte de que yo estuviera aquí. «La luna lo contemplaba…».
–¿La luna? ¿Ya salió? –Miss Darlington miró la pared como si pudiera ver el orbe celestial a través del enjambre de cuadros enmarcados y del empapelado de la pared y, por lo tanto, transmitir su disgusto frente a sus travesuras diurnas.
–No, la luna miró a Hiawatha –explicó Cecilia–. En el poema. }
–Ah. Continúa entonces.
––«Contempló su rostro pálido y demacrado…».
–Un tipo repetitivo, ¿no es cierto?
–Los poetas tienden a serlo…