Ezequiel Pérez nació en Villa Ramallo, en el año 1987, dio clases de literatura latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires hasta hace muy poquito, cuando por amorosas razones personales se fue a vivir a Madrid. Su primera novela, Hay que llegar a las casas (UNAHUR), ganó el premio especial de Letras del Fondo Nacional de las Artes y fue seleccionadas entre las 5 finalistas del Premio Medifé/Filba 2022.
En su nueva novela, Mandarino, publicada por Eterna Cadencia, Pérez narra la expedición de un pueblo que ante la hambruna y la escasez de pesca se lanza en busca del pez dorado por el río Paraná. El narrador es Mandarino, Cronista Mayor del Desamparo y Cartógrafo de una Sola Línea. A la cabeza de la expedición va La Mansa, una mujer con el atractivo de una sirena que busca hacer tierra.
La esperanza y la desesperanza, los vínculos entre quienes aspiran a un futuro y las diferentes actitudes ante el desamparo; el dolor por abandonar lo que es propio, la nostalgia y otras emociones humanas se desprenden de un texto lírico y una lengua nueva, en la que hay un trabajo singular con los artículos; una lengua surgida de su trabajo como lector especializado de las crónicas de Indias y de las lecturas de autores como Juan José Saer, Sara Gallardo, Libertad Demitrópulos y Antonio Di Benedetto.
Va un fragmento, para que el lector comprenda el alcance de esta lengua nueva pero también muy antigua:
“Mi viejo, mi pobre viejo querido, me presta un trozo de su manta y cierra los ojos. Apoyo la mi cabeza al costado de la suya. El río se hace ancho y me dejo ir al amparo de la siesta. Sueño con el pie de la Mansa en el Paraná. Sueño que daqueste pisar en las aguas brotan tanzas y sogas y amarres que nos empujan hacia lo que el horizonte esconde; que estiro las mis manos y todo lo que toco es escurre dentre los mis dedos, Y sueño con una isla que se nos aparece en la distancia: una isla hecha de luces y de sombras. Eso es lo que sueño”.
Semanas atrás, cuando Ezequiel estaba a punto de partir a España para darle un giro excepcional a su vida, conversamos en Radio Nacional sobre su novela y sobre su escritura, en general: la búsqueda de un tono, de una voz, de una lengua.
Lo que sigue es una transcripción de esa charla.
— Hay algo con Mandarino, y en general con tu literatura, que me hace pensar que estás yendo por una dirección diferente a gran parte de la literatura argentina de los últimos 20 años, pero, al mismo tiempo, yendo al encuentro de autores clave de nuestra tradición. ¿Cómo surge, por qué esta forma de la literatura, hoy?
— Bueno, no sé muy bien cómo surge; sería reflexionar sobre algo que también es un misterio para mí. Yo creo que tiene que ver con el lugar desde el que se cuenta o desde el que se narra, que es un lugar todavía inexplorado. O que al menos yo encontré muy pocas exploraciones más allá de grandes como Saer, Juan L. Ortiz, Zama, de Di Benedetto o Libertad Demitrópulos. Después, hay algunos casos particulares en la actualidad, pienso en Selva Almada, por ejemplo.
— Sí, también, claro. Bueno, y en su última novela, en No es un río, aparece eso. Sí.
— Claramente. Es una geografía, también, que aparece bastante inexplorada y es contar desde ese lugar. Es lo que me sale, porque básicamente tiene que ver también un poco con la historia de mi vida y de mi formación como lector.
— Entiendo, es tu historia y estamos hablando de aquello que está al otro lado de lo urbano, ¿no? Una exploración de territorios no solo literarios sino concretos, geográficos.
— Sí. Porque aparte digo, hay un gesto que veo en cierta literatura que no es la que me sale a mí, que es la de, por ejemplo, el citadino que va al campo y de repente encuentra una revelación en esa especie de otredad. En mi caso, se cuenta o se intenta contar desde ahí y, en todo caso, si hay maravilla o revelación es la maravilla que está al lado. O sea, la que se descubre o se redescubre desde el que cuenta. Desde ahí es un poco lo que me interesaba transitar. Y sobre todo no quedarme en el gesto costumbrista, que es tal vez uno de los, no sé si decir peligro pero es una posible decisión. Es decir, poder discutir desde ese margen de la literatura algunas cuestiones que son centrales.
— Pienso en Mandarino y pienso en agua, pienso en tierra, pienso en fuego. Y, claro, es todo lo que nos sigue resultando completamente fascinante a los humanos y sigue dando elementos para construir literatura.
— Yo creo que sí. Y que, aparte, está al lado. Eso es lo que más me interesa. De hecho, la expedición de Mandarino es una expedición que no sé si recorre mucho en términos espaciales. Y, sin embargo, en todo momento es estar viendo lo que estaba al lado y maravillándose con eso.
— Bueno, aunque no sea muy largo el territorio a recorrer o aunque esté dando vueltas sobre lo mismo, es también una novela sobre el tiempo, y la presencia de las noches y los días, que también siguen dando mucho para pensar en la literatura.
— Claramente. Sí, sí, sí, es eso. Es el gesto de ver con nuevos ojos, en todo caso, lo que estaba ahí. Por eso también lo ligué un poco con la lengua de las crónicas de Indias. Porque me parce que ahí hay un punto de vista que es el de quien se encuentra por primera vez algo y tiene que tratar de traducirlo en palabras. Y es algo que, además, se escapa completamente de su, no sé, llamémoslo aparato cultural, perspectiva de mundo, cosmovisión, y tratar no de darle un nombre pero sí de incorporarlo al lenguaje me parecía un gesto que yo quería reclamar para el que usa la lengua del conquistador sin serlo.
— “Tengo para mí” se repite Mandarino permanentemente.
— Exactamente. Ese gesto de ver con ojos nuevos las cosas que están al lado.
— Ahora, a diferencia de los cronistas de Indias, él no es un extranjero. En todo caso, es extranjero de esa situación.
— Exacto. Pero, y ahí es donde yo traté de explorar esa novedad, lo que le toca es nombrar lo que ha sido nombrado por otros. Es decir, incorporar a esa lengua que es artificial, artificiosa, lo que ya había sido nombrado por otros que tuvieron la facultad de fundar con la lengua territorios y gentes, etcétera. Es decir, qué pasaría si un pescador, un hijo de pescadores, al ladito del río Paraná, de repente se pusiera a nombrar las cosas por primera vez.
— Entiendo. Algo que se daba también en tu novela anterior, que es esta cuestión de hombres, y de hombres vinculados entre sí. En el caso de Mandarino está la relación con el padre, la relación con el tío, la relación con el abuelo. Esta cuestión de linaje, diría yo, ¿no? ¿Qué te aportaba eso a la hora de elaborar esta idea del que ve con los ojos nuevos?
— En todo caso, una refundación de esos lazos o de esa genealogía. Es decir, también llegar a un punto, creo que en la primera novela es un poco la tensión sobre ciertos lazos que están híper codificados, como el del padre e hijo en un pueblo, o el de amigos en un pueblo, ¿no? Y desarmarlos. Ir desarmándolos y, en Mandarino, ir redefiniendo esos vínculos a medida que se atraviesa el viaje. Es decir, como barajar y dar de nuevo un poco el lugar que nos toca.
— Cuando escribías y te iban saliendo las cosas como el “tengo para mí” o, por ejemplo, en “mi viejo, mi pobre viejo querido”, que además suena a tango, no a folclore.
— Totalmente.
— Pero que también forma parte de esta lengua. ¿Qué es esta lengua?
— Es una lengua extraña que, en todo caso, si utiliza algún elemento o de las crónicas de Indias o los mitos o la épica, etcétera, lo baja a tierra, o por lo menos era lo que intentaba. Mi pobre viejo querido es un epíteto extraño porque no es “el de los pies ligeros” (N. de la R.: Aquiles, en la Ilíada). Es el pobre. Es decir, es un epíteto que no sé si alguien quisiera tener para sí.
— Sí, y además uno está esperando algo ahí con eso porque pareciera que te está anunciando algo que, en realidad, no llega.
— No, y es el puro tránsito de un personaje que está ahí, que hace su propio viaje y que me parece que Mandarino aprende a respetar.
— ¿Vos sos especialista en la literatura de la época colonial, verdad?
— Yo leí durante muchísimos años y leo, desde que me recibí te diría, la literatura que podríamos llamar colonial. Es una perspectiva decir...
— Literatura de la Colonia.
— Claro. Son textos escritos durante la época colonial, tempranos. Eso es a lo que me dediqué yo. Sin embargo, lo que aparece en mi novela no es la lengua de la colonia o la lengua de los textos coloniales, es una lengua tamizada y pasada por muchos filtros, a los que fui acomodando. O sea, la lengua fue una búsqueda. Una búsqueda larga, aparte, porque no salió así, de una. Fue una búsqueda también de formas de decir. El “tengo para mí”, por ejemplo, es algo que de repente encontré y dije: es algo que diría Mandarino habitualmente. La cuestión de los artículos, por ejemplo, que en realidad viene de, voy a develar el misterio, viene del primer verso del Mío Cid. O sea, “De los sos ojos tan fuertemientre llorando”. Viene de eso, que yo lo vi y dije: qué es esto. Qué es esta sintaxis extraña. Y dije: por qué no un personaje que hable de esa manera en toda la novela, que haga de ese artículo también un artificio que habla de su propio cuerpo y del de los demás. Porque aparece cada vez que se remite a una parte del cuerpo (N. de la R: “los mis dedos”, “las mis manos”), como si tuviera que ser mediada siempre por algo, ¿no?
— Una forma pudorosa.
— Pudorosa. Como si no se pudiera poseer del todo algo que tiene que ver con el cuerpo.
— Bueno, no no aparece prácticamente nada vinculado a lo sexual y eso también es llamativo, si pensamos en la situación en la que se encuentran.
— Sí. Aparece, por ejemplo, un mirar por entre las frazadas de La Mansa, desnuda, en el río. Algo lejano.
— Algo lejano y muy delicado. Cuando te especializaste en esa literatura, imagino que debe haber habido una fascinación por esos textos.
— Hubo una fascinación y la hay todavía, lo cual es algo que me mantiene con el deseo intacto. Y yo creo que tenía que ver un poco con la extrañeza del lenguaje. Con la fascinación también de verla en funcionamiento dando clase. Es algo que a mí me llama mucho todavía la atención. Dando la clase sobre Colón o sobre el Inca Garcilaso de la Vega, y de repente ver que hay mucho misterio en eso. Es un texto tan viejo, vamos a decirlo así, y con mucho misterio, y con un esfuerzo muy grande por tratar no de entender pero sí de poner en palabras, que a mí me parece que es algo muy literario. Digo, la literatura no busca ni hacerse entender ni explicar absolutamente nada, busca en todo caso manifestar algo de ese asombro del estar en un lugar completamente extraño.
— ¿Hay algo de leer esa literatura escrita en tiempos tan lejanos que se asemeja a traducir de otra lengua?
— Yo creo que sí. Y aparte es una lengua extraña. Digo, es una lengua que uno tiene que acomodar, o dejarse llevar por esa lengua. Creo que el momento en el que uno hace clic cuando lee ese tipo de textos es el momento en el cual ya no sabés cómo se escribe. Es decir que querés ponerte a escribir algo y decís: ¿y esto cómo se escribe? Claro, porque estás leyendo tantos textos que de repente tienen otra grafía u otra sintaxis que se te confunde. Cuando me pasó eso, entendí que podía llegar a escribir Mandarino.
— Hay una lírica en tu prosa, cierto vínculo con la poesía. ¿Cómo te llevas con la poesía?
— Me llevo muy bien. No escribo poesía y tal vez sea mi propio misterio el por qué no. No diría que es por un respeto desmedido hacia el género porque un poco no creo en eso, o sea, creo que sí podría. Pero sí creo que encaré por la narrativa, que me permitió algo que aún no me senté a hacerlo con la poesía. Mi vínculo con la poesía es fundamental, te diría. Soy un lector de poesía.
— Nombraste a Juan L. antes.
— Juan L. Pero también, qué sé yo, Lezama Lima por ejemplo.
— También un constructor de lenguaje, ¿no?
— Un constructor de lenguaje que es muy generoso en sus artificios, también. Es decir que hay algo en ese tensionar la lengua de la poesía que me es muy atractivo. Y creo que cuando escribo pienso un poco en eso. Más allá de lo argumental, a lo que hay que darle bolilla en la narrativa, pero más allá de eso la mayoría de las veces arranco por la voz. O sea, arranco por una voz que torsione un poco esa mirada del mundo para poder decir algo.
— ¿La voz narradora?
— Sí. Es una de las primeras cosas en las que pienso.
— ¿Cuánto tiempo te llevó tener la voz de Mandarino?
— Mucho tiempo.
— O sea, venías escribiendo la novela y no estaba la voz.
— Exacto. Yo creo que la voz se fue construyendo a medida que se iba construyendo el texto. Y creo que tenía que ser así porque es una voz artificiosa, que tenía que encontrar peso y tierra en el texto porque si no iba a ser muy expulsiva.
— Para el lector.
— Sí, para el lector. Uno piensa también en, bueno, cómo va a ser leído esto. Es decir, no es que condicione la forma de escritura pero sí un texto que tenga su verosimilitud, que llegues al final del texto y digas: bueno, hay un tipo llamado Mandarino que hablaba así.
— Y escribía así.
— Y escribía así. Y contó esta historia de esta manera porque era la forma en la que tenía que contarse esta historia.
— ¿Cuánto tiempo te llevó escribir la novela?
— Y yo te diría que unos cinco, seis años.
— Y estamos hablando de un texto breve. Eso me hace acordar algo que hablamos con Hernán Ronsino. Él dice que hay una figura fuerte del lector ansioso que va tras las novedades, pero que la escritura -y los escritores- precisan tiempo. Que el escritor no tiene que correr satisfacer esa ansiedad.
— Completamente de acuerdo. Ronsino en ese mapa de lecturas ocupa un lugar destacado, me parece un grandísimo escritor. Y aparte le escuché decir hace poco algo con lo que me identifico mucho y es que al texto hay que tenerle paciencia. Hay que tenerle mucha paciencia y que uno no puede correr. Estoy muy de acuerdo con esa perspectiva de no ver en la escritura una carrera porque no sé a dónde se llega. O sea, cuando uno corre una carrera es porque sabe a dónde se va a llegar y, en mi caso, no tengo idea a dónde se va a llegar, así que hay que tenerle un poco de paciencia. En los momentos en los cuales creía que la voz de Mandarino no salía, creo que lo que me jugó a favor es tenerle paciencia al texto.
— Cuando empezaste a escribir o cuando todavía no encontrabas esa voz, si yo te preguntaba de qué trataba Mandarino, ¿qué me hubieras respondido?
— Es una buena pregunta porque no hubiese tenido idea. Creo que el texto estaba un poco buscando hacia dónde iba. También creo que sí había al principio algo del orden del deseo, de un pueblo entero saliendo en expedición a buscar la concreción de algo o la posibilidad, incluso, de prometerse una utopía. No de plantearla en términos de accesible o lo que fuera sino de, bueno, nos la podemos plantear, que eso ya es un montón. Es decir, hay ciertos sectores que no nos podemos permitir lo utópico porque no lo podemos pensar o escapa de nuestras posibilidades y asumir esa posibilidad era ya el punto de partida. Después aparecieron los personajes, lo que hacían, las maravillas.
— ¿Qué fue lo primero?
— Lo primero, mirá, fue una imagen: un grupo de personas y muchísimas piraguas remontando el Paraná, en expedición.
— Un cuadro.
— Un cuadro, sí. Y la certeza de que ahí había algo. También la posibilidad de la literatura de hacer que esa imagen, que era una imagen contradictoria, una piragua de expedición es el peor de los medios de transporte, y sin embargo que siguieran en búsqueda de no se sabía muy bien qué. Pero que siguieran.
— Algo interesante es el momento en que de pronto aparece también la disputa por el terrenito (risas). Es re loco, o sea, llegás a un lugar donde no hay nadie pero se te aparece uno que te va a poner una cerca.
— Totalmente, sí. No lo pensé así en ese momento pero tiene actualidad. El lugar que te pertenece y del que te expulsan. Y el alambrado, que a mí me parece uno de los artificios más extraños a los que nos acostumbramos y naturalizamos de una manera muy fuerte. Es decir, que un poste y un pedazo de alambrado de repente te definen a dónde no podés entrar. O sea, pertenencia y expulsión. Porque el que está adentro también deja afuera. En este caso, a casi todos.
— Tu trabajo es un trabajo sobre la crónica pero hay también un trabajo sobre la literatura epistolar, porque aparecen cartas que son importantes dentro de lo que es la narración. ¿Cómo ves ese género, que hoy ya tiene otro sentido porque existen los mensajes de texto, los WhatsApp? El género epistolar, como tal, se congeló.
— Se congeló. Una lástima. Yo hasta no hace mucho escribí cartas, eh.
— ¿En papel?
— En papel, sí. Y me parece que hay algo de la presencia, del cuerpo en la carta, que no se puede reemplazar. Es decir, incluso en el trazo. Quienes estamos acostumbrados por ahí por cuestiones profesionales a leer manuscritos nos damos cuenta de un montón de cosas en la escritura más personal. Cosas que percibís del otro y de su estado de ánimo o de su cansancio.
— El manuscrito sería como una foto de la otra persona.
— Yo creo que sí. Creo que hay algo de esa otra persona que no es muy evidente, y ahí está lo que me interesa mucho más, pero que aparece por ahí eso en un trazo, en cómo dibujó la “O”, en cómo se cayó del renglón de repente, que dice mucho.
— Y hay algo físico, porque por ejemplo, esto es muy personal, pero con la muerte de mis viejos lo único que yo no puedo tirar es lo que está manuscrito por ellos. No puedo.
— Tal cual. Mirá, hace poco encontré de mi abuela, a quien no conocí, copiados de su puño y letra, versos de Sor Juana. Y es la única conexión que tengo con mi abuela porque no la conocí, tengo una foto de ella nomás, y de repente me dijo un montón de cosas eso.
— ¿Por qué copiaba versos de Sor Juana, sabés?
— Qué buena pregunta.
— No tenés idea.
— No lo sé. Pero me interesa mi abuela como amanuense.
— Claro.
— De repente en ese gesto de una noche, un día, no sé, decidió con un libro de Sor Juana al lado transcribirlo para tenerlo con su letra.
— Es espectacular. ¿Qué vínculo había con la literatura en tu casa, en tu familia?
— Muy poco. Muy poco. No fue una casa de gran biblioteca ni de grandes lectores. Sí tuve la suerte de crecer en un pueblo que tenía una biblioteca popular muy surtida.
— Y tuviste grandes maestros, seguramente.
— Y yo tuve buenos maestros que me incentivaron la lectura. Y tuve muy buenos amigos, que estaban en la misma. Entonces me resultaba natural ir una vez por semana a la biblioteca, sacar tres libros y compartirlos y charlar sobre eso. Así que creo que un poco ahí empezó esa alegría de leer, también.
— En Hay que llegar a las casas, tu anterior novela el tema de los muchachos jóvenes en los pueblos es importante y vinculado al tema del suicidio adolescente y juvenil, que es algo de lo que en general no se habla. Incluso en los medios existe el cuidado por un posible efecto contagio. Pero en tu novela se habla de manera muy fuerte sobre eso. Me gustaría preguntarte cómo te animaste a escribir algo así.
— Bueno, también fue surgiendo. Yo crecí con esa idea también, la idea de que algunos amigos se suicidaban y que no se podía hablar de eso. Lo cual después se estudió y el efecto contagio que no sabemos muy bien si es así. Lo que sí me pasaba a mí era una gran desazón frente a eso. El pueblo, sobre todo, te da esa sensación o esa idea de encierro y de no poder escapar, que a veces se traduce en eso, ¿no? Y entonces yo lo quise asumir como también una posibilidad de explorar cierto misterio que no tengo del todo resuelto.
— Algo así como le misterio del que no encuentra la salida.
— Exacto. Pero que tampoco sé si es eso. Porque sería por ahí resumirlo, hacerlo más chiquito, reducirlo a algo que no sé si tiene esa explicación pero que en todo caso transitaba o quise transitar. Fue algo que tuve que transitar en el pueblo también que los amigos o que algún amigo pueden elegir o lo que sea que sea eso.
— Pueden elegir no seguir cerca de uno, ¿no?
— Exacto.
— Te hago la última pregunta: ¿qué clase de lectores imaginás para Mandarino?
— No sé muy bien, no puedo proyectar una idea de lector o de lectora. En todo caso, creo que es un texto para darse la posibilidad de no entender de una. Es decir, que no se entienda algo y que esté bien. A veces, uno le exige explicaciones a la literatura, o que nos hable o empatizar rápidamente y, de repente, está bien entrar a un texto que lo que propone es una lengua.
— Y un viaje por el Paraná.
— Y eso, subirse a la canoa y ver adónde te lleva.