“¡Viva la pepa!”: cómo el psicoanálisis argentino descubrió el LSD

En este libro, Fernando Krapp y Damián Huergo rastrean la historia de la llegada del ácido lisérgico, un poderoso alucinógeno, a los divanes del país para su uso clínico.

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Albert Hofmann, el químico e
Albert Hofmann, el químico e intelectual suizo que descubrió el LSD.

En la década de 1950, una valija recorrió cerca de doce mil kilómetros desde Suiza hasta Argentina. El extravío de esta valija puso en peligro la realización de esta historia pero, como en los mejores relatos, la persistencia dio un giro a la situación y puso en marcha la maquinaria una vez más: otra valija, otros doce mil kilómetros, otra oportunidad. ¿Qué contenía ese equipaje?

“A principios de la década del cincuenta, dentro de uno de esos aviones, en uno de los compartimentos sobre los cuarenta y dos asientos de pasajeros, cubierta por un bolso de mano de cuero, viajaba desde Europa la primera valija con ampollas de LSD que iba a tocar suelo y bocas y manos y mentes y divanes en la Argentina”, escriben Fernando Krapp y Damián Huergo en su nuevo libro, ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD.

Poco tiempo había pasado desde la publicación de Las puertas de la percepción, el influyente libro de Aldous Huxley sobre el uso de alucinógenos, cuando un grupo de psicoanalistas en Buenos Aires decidió experimentar con ellos en el campo de la psiquiatría. Esta historia se había mantenido como un mito o un título sensacionalista durante mucho tiempo, hasta la publicación de este libro, editado en conjunto por Ariel y Notanpuan.

¡Viva la pepa! satisface esa deuda pendiente y arroja luz sobre la figura del psicoanalista argentino Alberto Tallaferro. Él fue el primero en buscar ampollas de ácido lisérgico para su uso en un contexto clínico, junto con un grupo de médicos, psiquiatras e intelectuales que se unieron a la experimentación.

Damián Huergo y Fernando Krapp siguen las huellas a veces borrosas de figuras como Alberto Fontana, Luisa “Rebe” Gambier de Álvarez de Toledo, Francisco Pérez Morales, Noé Jitrik, Arminda Aberastury o Enrique Pichon-Rivière, hombres y mujeres que tuvieron en sus manos, en esas pequeñas ampollas, las llaves para explorar otros mundos.

Ficha

Título: ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD

Autores: Fernando Krapp y Damian Huergo

Editorial: Ariel y Notanpuan

Precio (en Argentina): En papel: $15500 En digital: $4199

Así empieza “¡Viva la pepa!”

El laboratorio Sandoz envía la primera partida de LSD al país

El comienzo fue blanco.

Blanco el laminado de la mesa de acero con patas de metal. Blanco el portalámpara de cuello redondo en el centro de la sala. Blanco el armario donde se acumulan frascos anchos —con etiquetas blancas— repletos de cornezuelo de centeno. Blanco el delantal que flamea por la sala como un fantasma discreto y prudente. Blanca la piel sin arrugas del hombre congelado en el tiempo y la eternidad, sentado sobre una silla de madera. Blanco el mango de la lupa pegada a su ojo. Blanca la luz que centellea por calles y edificios de Basilea y, con la fuerza de un baldazo de agua, se derrama por el ventanal de doce hojas del ambiente. Blanco el cartel pegado en la puerta, que anuncia con letras negras la Sección Farmacológica del laboratorio Sandoz.

Y blanca, también, la estampilla pegada en la parte superior del sobre que envuelve una valija. Una valija pequeña, fina, de cuero marrón y duro. Una valija con una veintena de compartimentos del tamaño de un botón, o mejor, del tamaño de una ampolla de LSD. Una valija que cruzará el océano Atlántico, que volará al día siguiente, o al otro, con destino a Buenos Aires, Argentina.

El hombre de blanco es Albert Hofmann. Conoce cada detalle del laboratorio, el contenido de cada frasco, el voltaje de cada lámpara que cuelga sobre las mesas sin polvo. Con los ojos cerrados, puede dar cuenta de por dónde entra la luz del sol a la mañana y por dónde se evanesce al precipitarse la noche. En verano, sabe qué hojas del ventanal hay que entornar para refrescar el ambiente, y en invierno, por cuál rendija entra un chiflón. Esa es la sensación que se desprende de las imágenes que lo tienen como protagonista en la galería de fotografías en blanco y negro del Archivo Corporativo de Novartis, el pulpo que fusionó a los gigantes farmacéuticos Ciba-Geigy y Sandoz en 1996.

Albert Hofmann ingresó en el laboratorio de investigación químico-farmacéutica de la empresa Sandoz de Basilea en la primavera de 1929, apenas finalizó los estudios de química en la Universidad de Zúrich. Luego de desechar dos ofertas de empresas consolidadas de Basilea, entró como colaborador del profesor Dr. Arthur Stoll, fundador y director de la Sección Farmacológica. «Elegí ese puesto de trabajo porque me ofrecía la oportunidad de ocuparme de sustancias naturales», dice en la autobiografía LSD. Mi hijo monstruo. El descubrimiento de una «droga maravillosa», publicada por primera vez en 1979.

El departamento químico-farmacéutico era un brazo menor en el laboratorio Sandoz. Una especie de burbuja con margen económico para la experimentación y el desarrollo científico. El equipo estaba integrado por cuatro licenciados en Química en la sección de investigación y tres en la de producción. El principal objetivo de Stoll era aislar los activos indemnes de plantas medicinales probadas y presentarlos en forma pura. Con meticulosidad, había inaugurado el análisis de drogas vegetales como el digital (Digitalis), la escila (Scilla maritima) y el cornezuelo de centeno (Secale cornutum).

Albert Hofmann cescribió la estructura
Albert Hofmann cescribió la estructura de la quitina, pero es más conocido por ser el primero en haber sintetizado, ingerido y experimentado los efectos psicotrópicos del LSD.

Durante seis años, Hofmann acompañó al Dr. Walter Kreis, uno de los principales colaboradores de Stoll, en la investigación de sustancias activas de la escila. El paso siguiente en su carrera de investigador fue enfocarse en una obsesión propia. En el paréntesis que se abre entre la finalización de una investigación y la apertura de una nueva, Hofmann le anunció a Stoll que tenía una propuesta, que necesitaba conversar con él unos minutos. Cuando quedaron solos en el laboratorio, Hofmann, con calma, mediante un lenguaje específico, con palabras del fondo del placar pero habiéndose garantizado previamente que no tuvieran manchas ni arrugas, le contó que estaba interesado en un nuevo campo de actividades: los alcaloides del cornezuelo de centeno.

No hay registros de los gestos de Stoll al escuchar las palabras. Sin embargo, no es difícil imaginarse una sonrisa llena de dientes al escuchar que el joven colaborador quería retomar una investigación que el propio Stoll había iniciado casi dos décadas atrás y había suspendido sin darla por concluida.

En 1917, cuando Hofmann tenía apenas 11 años, Stoll había iniciado el estudio del cornezuelo de centeno. Al poco tiempo, en 1918, había logrado aislar la ergotamina, el primer alcaloide obtenido en forma químicamente pura, que había contribuido a la elaboración de medicamentos contra la migraña. Luego, por decisión del laboratorio Sandoz, que priorizó otras líneas de desarrollo, la investigación del cornezuelo de centeno se detuvo.

La conversación entre el maestro y el joven colaborador de la Sección Farmacológica sucedió en 1935. Cuenta Hofmann que Stoll aprobó la solicitud de inmediato, sin dejar de darle, con la misma mano, un empujón de aliento y una advertencia: «Le prevengo contra las dificultades con que se encontrará al trabajar con alcaloides del cornezuelo de centeno. Se trata de sustancias sumamente delicadas, de fácil descomposición y, en cuanto a estabilidad se refiere, muy distintas a las que usted se ha encontrado en el terreno del glicósido cardíaco. Pero si así lo desea, inténtelo».

En ese diálogo, con esa mano que alentaba y advertía, quedó signada la carrera profesional de Hofmann. De un modo involuntario pero no ingenuo, se empezaron a mover capas ancestrales, suelos geológicos. Apenas tres años después, en 1938, en la víspera de la Segunda Guerra, el laboratorio blanco de Sandoz estalló en un big bang de colores que aún hoy, con los ojos abiertos o cerrados, continúa alumbrando nuestras noches y nuestros días.

Desde Basilea a Buenos Aires hay 11.237 kilómetros. En la década del cincuenta no había vuelos directos. El primer paso era llegar a Zúrich por tierra y, en el aeropuerto, subirse a un avión Douglas DC 4. Luego, una serie de escalas aleatorias: Fráncfort, Madrid, Río de Janeiro, Natal, Ezeiza, en el mejor de los casos. Un total de treinta y seis horas, volando a menos de 4000 metros de altura, soportando turbulencias y tormentas del Atlántico imposibles de prever, porque faltaban veinte años para que un grupo de ingenieros en el sur de Alabama inventara los radares meteorológicos.

Los aviones DC 4 habían sido construidos por la empresa estadounidense Douglas Aircraft Company. Un aporte para los combates aéreos en la Segunda Guerra. Cuando finalizó el conflicto que quebró el mundo en dos, dejaron de transportar soldados, municiones y prisioneros y empezaron a volar por líneas comerciales y civiles. Aerolíneas de capitales nacionales como Japan Airlines, Australian National Airways o KLM, compraron parte de la escuadra militar, o alguna de las variaciones que armaron los ingenieros aeronáuticos y tuvieron a los DC 4 como modelos.

Damián Huergo y Fernando Krapp,
Damián Huergo y Fernando Krapp, autores de "¡Viva la pepa!".

La empresa Aerolíneas Argentinas, creada en 1950 por un decreto del año anterior sancionado por el Poder Ejecutivo a cargo de Juan Domingo Perón, también contaba con una flota de aviones Douglas. Se estima que entre los DC 3 y los DC 4, la Argentina sumó treinta y seis aviones para volar a Europa y a los Estados Unidos. A principios de la década del cincuenta, dentro de uno de esos aviones, en uno de los compartimentos sobre los cuarenta y dos asientos de pasajeros, cubierta por un bolso de mano de cuero, viajaba desde Europa la primera valija con ampollas de LSD que iba a tocar suelo y bocas y manos y mentes y divanes en la Argentina.

El cornezuelo de centeno es un hongo imperceptible, casi invisible en el paisaje ondulante de los cultivos de cereal. Un inquilino o un parásito que se instala en las espigas de la avena, el trigo, el mijo, el candeal y, claro, el centeno. Un esclerocio menor que el tamaño de un dedo, con una forma dura y de color pardo violáceo, que provoca la hipertrofia del grano. En español, en términos científicos, se lo conoce con el nombre Claviceps purpurea. En inglés, Spikedrye o, más vulgarmente, Ergot of rye. En francés, seigle ivre, «centeno embriagado». Y en alemán, Mutterkorn o Tollkoriz, el «grano enloquecido». En la cultura popular germana existe la leyenda de que, en los campos sembrados, los cereales ondulan no por el soplido del viento sino porque un demonio, «la madre de los granos», camina entre medio envenenando todo lo que toca a su paso. Y agregan: cuando la cosecha se echa a perder, se debe a que sus hijos, «los lobos del cornezuelo del centeno», anduvieron por el territorio, probando sus dientes, alimentando sus cuerpos, antes de huir por el sendero que marca la claridad de la luna hacia la oscuridad absoluta.

Durante la Alta Edad Media, el consumo de pan de centeno contaminado por cornezuelo causó en Europa envenenamientos masivos. «El mal» que había generado epidemias y miles de muertes, como llama Hofmann a los acontecimientos en su autobiografía, apareció bajo la forma de dos particularidades: como peste convulsiva (ergotismus convulsivus), caracterizada por síntomas epileptiformes y convulsiones, y como peste gangrenosa (ergotismus gangrenosus), que se manifestaba en gangrenas que generaban momificaciones en las extremidades. Al ergotismo también se lo conocía como «fuego sacro» o «fuego de San Antonio», porque eran los antonianos, devotos del santo patrón, quienes se ocupaban de cuidar a los enfermos. En el siglo XVII se encontraron las causas del envenenamiento y, tanto en Europa como en algunas zonas rurales de Rusia, disminuyeron la frecuencia y dejaron de registrarse epidemias. La bola de fuego, encendida en el doblez de un cereal, siguió rodando solo en los libros de historia.

Siguiendo uno de esos principios paradojales que sostienen el equilibrio siempre en tensión del universo, el cornezuelo no solo generó muerte y peste, sino que también salvó y mejoró vidas. Su primer antecedente como remedio data de 1582. El médico municipal de Fráncfort, Adam Lonitzer, lo usaba como oxitócico para inducir el trabajo de parto. Si bien era un remedio a disposición de las comadronas, tal como se registra en herbarios de la época, el cornezuelo ingresó en la medicina oficial en 1808, por un trabajo del médico estadounidense John Stearns. Su vigencia duró poco. En 1824, el médico David Hosack, de la misma nacionalidad, fundamentó los peligros del cornezuelo para inducir partos y su función quedó relegada —siempre en el ámbito de la obstetricia— para evitar o controlar las hemorragias después del parto o de un aborto.

La siguiente incursión del cornezuelo lejos de la tierra y de los cereales fue en la química. Hofmann registra que desde mediados del siglo XIX empiezan a realizarse los primeros trabajos químicos. El objetivo era aislar las sustancias activas de esta droga y generar una fuente de alcaloides con aplicaciones farmacológicas, tales como la ergotamina, que se utiliza contra la migraña y los trastornos nerviosos. Sin embargo, su «gran golpe», el punto de giro en su historia, fue en la década del treinta. En laboratorios ingleses y norteamericanos, cuenta Hofmann, se empezó a desentrañar la estructura química de los alcaloides del cornezuelo. Precisamente, en un laboratorio del Rockefeller Institute de Nueva York, los químicos W. A. Jacobs y L. C. Craig lograron aislar más de treinta variedades de alcaloides. En todos encontraron un componente en común: lo denominaron «ácido lisérgico».

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