“Diría que abrí los ojos, pero no estoy seguro. No diría que desperté. Mirado atrás, el sueño fue como meterse a una tetera. Esperar el hervor desvanecido en burbujas que empujan hasta el ruido. Todas juntas éramos. Abrí los ojos y vi, claro, pero nada se veía igual. Dios sabe si hay más verbos para referirse a estas cuestiones”. Así es el magnético comienzo de El vasto territorio, la primera novela del escritor chileno Simón López Trujillo, publicada en Argentina por Caja Negra en agosto de este año.
Si hay un organismo que se caracteriza por ser extenso en el mundo de lo vivo es el hongo. Quien haya oído hablar del micelio puede asegurar con entusiasmo que se trata de algo tan real como alucinante. Una red que se expande, como un tejido transparente, por debajo de la tierra y sostiene, al igual que las raíces a los árboles, la estructura de todo el reino fungi de nuestro planeta.
La vastedad parece entonces una palabra de cabecera si hiciera falta describir a los hongos: esos bichos raros de la materia viviente, unas estructuras bien mágicas, de estipe, anillo y sombrero, capaces de hacer maravillas o estragos entre quienes los rodean. De algo de todo esto va El vasto territorio, la novela –publicada por primera vez en 2021 por Alfaguara– con la que López Trujillo obtuvo el Premio Municipal de Literatura de Santiago en 2022.
En un intercambio con Infobae Leamos, el autor habló sobre la vastedad, el mundo fungi, la novela como denuncia, la crisis del modelo forestal extractivista, la influencia de las ideas del filósofo Spinoza, y la profecía y la metáfora como lugares para “proyectar una alternativa”.
Reino fungi
“La novela tiene un mito de origen claro. Una vez, viendo un documental sobre el reino fungi, me enteré del hongo Cryptococcus gattii, que a fines de los noventa produjo un brote infeccioso en la isla de Vancouver, Canadá, donde murieron varias personas y mamíferos. Lo curioso, decían, es que dicho hongo patógeno es endémico del eucalipto. Entonces, apareció la pregunta: ¿esto no podría pasar en Chile, donde el monocultivo forestal tiene más de tres millones de hectáreas, en las que predominan el pino radiata y el eucalipto?”, cuenta López Trujillo.
La trama de esta novela, ambientada en el paisaje de Curanilahue, al sur de Chile, se teje entre dos historias que se desarrollan en paralelo. Por un lado, la vida de Pedro, un trabajador forestal que sufre la precarización laboral de una plantación de eucalipto, padre de dos hijos, Patricio y Catalina; y, por el otro, la de Giovanna, una micóloga dedicada a la investigación académica.
Un brote de un tipo de hongo, el Cryptococcus gattii justamente, enferma a cinco trabajadores, entre ellos Pedro. La inhalación del polvillo que libera esta especie genera efectos letales en los pulmones y el sistema nervioso de los humanos. Es así como Pedro entra en coma pero, después de dos meses, a diferencia del resto y en contra del alto porcentaje de riesgo de muerte –el 98% de los infectados–, sobrevive.
La voz del profeta
El asunto es que, al despertarse, Pedro comienza a decir. A partir de lo que parece una profunda conexión con la naturaleza, predica en una voz que ya no es suya. El milagro de su supervivencia llega a oídos de “los colegiantes”, una congregación religiosa que, guiada por Baltasar, su líder, lo bautiza Pedro “el Vasto”, lo secuestra de la habitación donde está internado y lo toma como su profeta.
“En un ensayo que me encanta, a partir de su lectura de las figuras mesiánicas en el Ariel de José Enrique Rodó, el crítico Dardo Scavino menciona que, cuando los conceptos y las categorías para el pensar se agotan o se ven cooptadas, las metáforas y las profecías son precisamente un lugar para proyectar una alternativa”, dice López Trujillo.
En esta novela, inaugurada con una dedicatoria del filósofo Baruch Spinoza y cargada de metáforas asociadas a tensiones actuales del mundo real –crisis del modelo forestal, extractivismo, contagios, incendios–, hay una clara indagación sobre la dialéctica naturaleza-deidad-humanidad.
Simón López Trujillo: “Quería cuestionar esos modos de defensa de la naturaleza desde un mero conservacionismo, donde proteger la naturaleza es depurarla de toda presencia humana”.
Los pasajes con la voz de Pedro “el Vasto”, escritos en itálica, están cargados de una potencia lírica mayor que la del resto de los narradores. En palabras de López Trujillo: “Son, literalmente, reescrituras o ‘sofritos’, como me gusta llamarlos, de dos Spinozas: el filósofo, en particular citas de su Tratado de la reforma del entendimiento, y de Juan de Espinosa Medrano, poeta barroco peruano, cuyo Apologético fue fundamental para la escritura de esos sermones”.
Si Dios es la naturaleza, ¿puede de un momento para el otro revelarse y descargar toda su furia contra la propia humanidad? “La filosofía de Baruch Spinoza, aunque tremendamente compleja, me inspiraba por su Dios que es a la vez naturaleza (Deus sive natura): una única sustancia infinita de la que el resto de los seres forman parte. Pero también en cuanto no propone una teleología ni salvación final, pues la vida no es más que un agregado de seres que se devoran o apoyan unos a otros. Efectos sin destino”, repasa López Trujillo que, además de ser escritor y traductor, es licenciado en Filosofía.
Como todo relato eficiente, esta novela tiene una historia aún más relevante, silenciosa y profunda que se esconde por debajo de lo que aparece en la superficie: el ecocidio en las tierras chilenas por el monocultivo de eucalipto y lo amenazante que puede resultar la naturaleza vuelta en contra de la humanidad.
Una novela de denuncia
La novela está dedicada a Rodrigo Cisterna, un dirigente sindical asesinado el 3 de mayo de 2007 por las fuerzas policiales chilenas en el contexto de una protesta por la regularización de las condiciones salariales de los trabajadores de la Planta Horcones, en Curanilahue, al sur de Chile.
Sobre este gesto, el autor cuenta: “La novela está dedicada a él, entre otras razones, para evidenciar cómo la violencia de estas grandes empresas forestales se expresa también sobre sus propios trabajadores”. La injusticia se denuncia y a la vez se narra. A partir de la ausencia de Pedro, sus hijos, Patricio y Catalina, se apañan solos, se adaptan a una nueva vida de huérfanos y muestran la realidad de una clase social más baja que la de Giovanna, quien tiene la supervivencia saldada.
Las visiones de la naturaleza, entonces, varían según los ojos con los que mira cada personaje, no solo por su punto de vista, sino también por la clase y el contexto en los que esa mirada fue educada. “No es lo mismo el paisaje sureño bucólico y turístico que estudia Giovanna que el que habitan Patricio y Catalina o el de las cooperativas campesinas que cruzan los sueños de Pedro. Allí, la violencia extractivista se expresa de modo tremendamente real, vinculado a experiencias y memorias particulares. Quería cuestionar esos modos de defensa de la naturaleza desde un mero conservacionismo, donde proteger la naturaleza es depurarla de toda presencia humana”.
Como el micelio, la literatura avanza en una red invisible: la intertextualidad. Se conectan autores pasados y presentes, el cánon y la vanguardia; lecturas y producciones conviven como un mismo organismo que evoluciona a la medida de cada tiempo. “En este libro me interesaba revisitar cierta tradición del realismo social que fue muy importante en Chile hasta antes de la dictadura. Pienso en autores como Manuel Rojas, Carlos Droguett y Marta Brunet. Me interesaba homenajear esa tradición, reivindicando el particular trabajo sobre el lenguaje y la forma narrativa que hay allí”, dice el autor.
Las notas al pie
En las páginas de la novela, López Trujillo pinta un lienzo a su medida. El autor, como un pequeño dios, construye una forma capaz de acompañar el contenido de lo que escribe. Dentro de los recursos que despliega, incluye las notas al pie como parte de la geografía de la página. Recrea una voz distinta, más arriesgada, una que corrige al narrador e interrumpe la prosa. En muchos casos, para hacer una aclaración; en otros, para acotar y dejar huella de su propio juicio.
Según López Trujillo, se trata de “una suerte de segunda omnisciencia que mira el relato desde un futuro que va por debajo”. Y agrega: “Esta voz otra corrige al narrador, pero también habla de la posibilidad de una vida tras la catástrofe, donde lo que precisamente está fuera de juego es la identidad, pues el contagio ha hecho imposible la referencia a uno mismo. Eso abre o exige otras formas de comunidad, que las notas intuyen sin narrarlas en detalle ni declararlas del lado de lo utópico ni lo distópico”.
En todo caso, el esquema que dibuja queda planteado como un paisaje dividido en dos partes indisociables: abajo, la tierra con sus raíces y micelio en formas de notas al pie; arriba, tallos, troncos, hojas y flores, todo aquello que florece. Una visión de la naturaleza a la medida de una página.
Así empieza “El vasto territorio”
1. El sueño de los niños eucalipto
Diría que abrí los ojos, pero no estoy seguro. No diría que desperté. Mirado atrás, el sueño fue como meterse a una tetera. Esperar el hervor girando desvanecido en burbujas que pujan hasta el ruido. Todas juntas éramos. Abrí los ojos y vi, claro, pero nada se veía igual. Dios sabe si hay más verbos para referirse a estas cuestiones.
Claro de un bosque. La perspectiva era como tomada desde abajo. Digo, como si alguien hubiera enterrado unos ojos, regándolos con cuidado y sol medido, hasta que los párpados que cubrían la semilla se dejaran trizar y abrieran la cría que busca hacia el cielo siempre como telón. Si eso es mirar, ¿me entiende? Yo no sé qué vi pero vi tanto. Demasiado encima, y a lo largo, veía el prado siendo el prado, el bosque, el bosque, pero el musgo dentro me decía cosas y yo sabía que no podría repetir nada de lo que escuchaba. Solo oía y era eso. Todo junto brotado de pronto como el agua que sube haciéndose vapor.
Hojas, liquen, brote, piedra, agua, mucha agua, semen, sí, un poco, animalejos muertos, residuos de bestia, petróleo, casi níveos por el hongo, un poquito de fuego había pero se apagaba, soplaba mucho viento, siempre el viento llevando todo lejos, haciendo cosas, no era el fuego, sabe, lo del principio, era el viento solo que volvía y hablaba consigo mismo. Como decía, mucha agua pero también muchas plantas vi. No eran verdes, las plantas por debajo no eran las mismas, ellas decían las cosas en un idioma mejorado, se hablaban por los nervios, sabían lo que cada una quería preguntarse antes de hacerlo, no se tenía que pensar mucho, el viento lo aplacaba todo, traía lluvia, dejaba mojarse y eso era un placer. Bañarnos recuerdo, sí, como recuerdo otras cosas de los antiguos. Los aromas de unas flores que alguien dejaba en la mesa de la cocina, la casa de mi infancia. Pero no era casa eso, creo, más bien hablamos de un pozo. Eso sí, recuerdo, sí, del agua por arriba. No debajo. En la tierra éramos todos y ni palabra o pestañeo a nadie sobre lo que vi. Si hablo ahora no es porque me lo hayan pedido. Es por mi hijo. Él y yo fuimos mudos. Plantas secas mucho tiempo. Pero ya no.
Los motores de las sierras se apagaron al unísono, Pedro bajó los brazos y apoyó su máquina en un tronco. Se quitó el casco y secó el sudor crecido detrás de la visera. Con el cambio de hora, anochecía más temprano, pero la hora de salida seguía siendo la misma: volver era tan oscuro como llegar. Recogió sus cosas y fue a cambiarse con el resto de la cuadrilla.
En su cabeza, el calor de un cigarro imaginario lo acompañaba en los vaivenes que daba el camión. Media hora en la que jugaba a resolver una hoja de sudoku, sin hablar con nadie. El Pato, su hijo, le había regalado un libro de esos ejercicios orientales que tan extraños le parecieron en un comienzo. En realidad, es muy simple, le decía él. Solo se trata de encontrar el número correcto. Ahora, con bastante paciencia puesta en ellos, ya iba por la mitad del cuadernillo. Acababa de empezar el nivel difícil y se esforzaba por no quedarse dormido antes de terminar el tercer ejercicio, con la hoja apoyada en el hombro de un compañero que roncaba y el lápiz mina temblando a merced del camino de tierra.
Hacia el final del trayecto, decidió bajarse un poco antes y pasar a comprar algo para la once. De camino al almacén, jugueteaba en su bolsillo con un collar de frutos de eucalipto que había fabricado hace poco. Esos pequeños conos cubiertos por un musgo verde eran como gemas brillantes, esmeraldas secretas que atesoraba entre sus dedos. Antes, se las solía regalar al Pato para su colección, pero ahora él estaba grande y le confeccionaba gargantillas a la Catita. Bajo el frío de la noche, su respiración era intercalada por una tos pesada y profunda, como de perro. Pedro, cansado y cabizbajo, con una bolsa de pan colgando entre los dedos, caminaba con el puño pegado a la boca.
Al abrir la puerta, Catalina soltó el lápiz con el que hacía sus tareas y se le abalanzó encima. Pedro la abrazó y luego fue hasta la cocina, sacó una olla, la llenó de agua y de unas hojas secas y alargadas que extrajo de un frasco de la alacena superior. Tapó la olla con un trapo, prendió el fuego y se echó en una silla a esperar que hirviera todo.
–¿Otra vez se está haciendo esas mandingas, papá?
–Son vahos de eucalipto, hijo. Ex-pec-to-ran-tes, sirven para la tos.
–Sí sé, ¿quiere que lo ayude?
–No, mijo. Vaya a enseñarle a su hermana.
Cuando el agua hirvió, Pedro levantó el paño y un vapor aromático inundó la cocina. La Cata preguntó a qué hora iban a comer. Su hermano le pedía que se concentrara en el ejercicio, que cociente significa la cantidad de veces que algo está contenido en algo, que pusiera su mano en la suya, se quitara la otra del mentón y tomara bien el lápiz grafito.
Pedro cerraba los ojos, dejando que el vapor le quemara el rostro. Respiraba adentro y hondo, hasta sentir que los pulmones se le abrían como las puertas de un vagón y una cierta alegría lo elevaba, un entusiasmo que le hizo recordar la vez en que con María viajaron al norte, los planes que hacían para casarse, los colores que se veían por la ventana de ese tren que llegaba desde Concepción a La Calera, siete y media en la mañana, sentados juntos en el segundo carro, el olor balsámico y de pronto el calor que sube por las fosas nasales y hace salir una flema atorada adentro hace semanas, como las ruedas de una máquina detenida que comienzan a girar, una tos violenta y la esmeralda acuosa que Pedro escupió sobre el lavaplatos.
Más tarde, cuando Catalina se durmió, Pedro arrojó a un rincón de la pieza su mochila vieja y hedionda con la ropa del día aún adentro. Al tirar de las botas para sacárselas, sintió en la palma una presencia extraña, extendida como un vello húmedo por el cuero. Echó unas chuchadas en voz baja y se limpió el musgo en el pantalón, en los brazos y en el pecho del delgado pijama que usaba hace tantos años. Ese organismo pegajoso le recordaba la faena de la madrugada siguiente y el aroma del bosque. Se metió a la cama y en un solo movimiento las sábanas hábilmente sustrajeron el cuerpo de la luz. Cerró los ojos. Volvió a toser. Afuera, una pálida luna quieta a la que ladraban los perros del vecino y que dejaba ver ciertos objetos: el par de botas a los pies de la cama, algo de la ropa tendida en una silla, un velador con fotos familiares y un retrato oscurecido, la mitad del televisor, tres extremos de una cruz clavada sobre la cabecera de fierro, reflejos en el cristal de una camiseta de Fernández Vial autografiada y enmarcada en la pared, varios cosméticos y cremas cubiertas por una fina capa de polvo que al iluminarse parcialmente parecía ser gotas de agua.
Curanilahue no era así hasta hace un tiempo. El agua no tenía ese color. Por qué la Catalina no quiere hacer su tarea. Cuándo es la reunión de apoderados. Qué cresta le pasaba hoy día al chucha del Juan Carlos. Qué será esta tos de mierda. Tenía razón María, la ciudad se ha vuelto tan triste. Cómo se llamaba la profesora de matemáticas. Tan pobre. Había que irse. Parece que el martes. Qué lindo era el río antes. El agüita fresca. Tan bonita ella. Las vías del tren recién llovidas y la barba de viejo sobre los espinos. Mi papá contento de saber que me casaba. ¿Pamela? Ella con su traje de apicultora. Su vestido de primavera. ¿Mariana? Los tarros de miel en el patio. El agua cristalina donde beben las abejas. El estero crece inmenso. Flota una casa.
Ficha
Título: El vasto territorio
Autor: Simón López Trujillo
Editorial: Caja Negra
Páginas: 136
Precio (en Argentina): En papel: $6900 En digital: $3285
Quién es Simón López Trujillo
♦ Nació en Santiago de Chile en 1994.
♦ Es escritor, traductor y filósofo.
♦ Recibió el Premio de narrativa joven Roberto Bolaño y becas de residencia artística en MacDowell Colony, Estados Unidos y Andreas Züst Bibliothek en Suiza.
♦ Ha publicado el libro-objeto Intemperie (2017), la plaquette de poesía Maestranza (2018) y la novela El vasto territorio (2021) por la que obtuvo el Premio Municipal de Literatura de Santiago al año siguiente.