En los últimos años, la censura de libros en Estados Unidos no paró de crecer, así como la preocupación de escritores, docentes, padres y estudiantes ante la prohibición de libros en escuelas y bibliotecas. Según ha advertido PEN América, organización que crea conciencia sobre la protección de la libre expresión en todo el mundo a través del avance de la literatura y los derechos humanos, desde 2021 hubo casi 6 mil libros prohibidos y los vetos aumentaron un 33% en el último año escolar.
Aunque esto se está repitiendo en mayor o menor medida en casi la mitad de los estados del país, la situación más grave se viene dando en el estado de Florida, actualmente gobernado por el republicano Ron DeSantis, que promovió las leyes que avalan la censura de libros que “representen o describan una conducta sexual”. El problema es que, lejos de girar en torno a la pornografía o el contenido sexualmente explícito, esto se usa para prohibir cualquier alusión a la comunidad LGBT+.
En la última lista de 673 libros que han sido retirados de las aulas -además de varios clásicos como El cuento de la criada de Margaret Atwood, El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez o Ángeles y demonios de Dan Brown-, se encuentran dos libros de la autora más vendida en Argentina según el grupo Ilhsa, que maneja una parte importante del mercado literario: la chilena Isabel Allende.
Uno de ellos es su primera novela, La casa de los espíritus. Este libro, publicado originalmente en 1982, se convirtió en el título más exitoso de su obra. Pero, para las autoridades del estado de Florida, la inclusión de temáticas como la sexualidad, el trabajo sexual, el aborto o la homosexualidad transformó a este clásico atemporal de la literatura latinoamericana en una amenaza para niños, niñas y adolescentes estadounidenses.
El otro libro de Allende que retiraron de las escuelas es uno de sus últimos trabajos: la novela Más allá del invierno, publicada en 2017, cuyo comienzo puede leerse al final de esta nota. Pero, lejos de poder considerarse pornográfico o explícito, las referencias a la sexualidad son pocas y meramente nominales, sin llegar nunca a describir escenas subidas de tono o que giren en torno a la genitalidad, como estos tres ejemplos:
♦ “Inició a los pacientes en el término LGBT, lesbianas, gays, bisexuales y transexuales, cuyas sutiles diferencias debió explicar en detalle. Eso era una novedad entre los jóvenes de Estados Unidos”.
♦ “Tenía varios enamorados de ambos sexos y una libertad imposible de obtener en Chile, donde habría soportado el escrutinio de una sociedad intransigente”.
♦ “Echaba de menos sexo, romance y amor. El primero lo conseguía de vez en cuando, el segundo era cuestión de suerte y el tercero era un premio del cielo que seguramente no le tocaría”.
“Para mí es un honor que me hayan prohibido. Y además, lo más gracioso es que apenas prohíben un libro, todo el mundo lo quiere leer, sobre todo los jóvenes. Como está prohibida en los colegios inmediatamente los niños quieren saber por qué lo prohibieron. No me afecta para nada, pero es un problema porque es irónico”, dijo Allende en una reciente entrevista para Infobae Leamos con la periodista Belén Marinone.
Y explicó: “Han tratado de prohibir todo lo que tenga que ver con raza para que no se hable de la esclavitud, que no se hable del pasado de los Estados Unidos, o sea, se trata de cambiar la Historia en lo posible y todo lo que les parezca anticristiano o demasiado sexual; pero no les molesta para nada la violencia. O sea, tú puedes tener la violencia extrema en un libro y esa no lo van a prohibir. Pero anda tú que se acuesten dos personas o que haya una pareja gay, ya está”.
Ante el alarmante crecimiento de la censura de libros en Estados Unidos, docentes, directivos, padres y estudiantes no se han quedado de brazos cruzados. En los últimos meses, han empezado a surgir clubes de lectura y hasta “santuarios de libros prohibidos” donde se regalan los títulos en cuestión. Los niños, niñas y adolescentes no deberían ser la excusa para atentar contra la libertad de expresión y los derechos de la comunidad LGBT+ y la gente de color. ¿Se revertirá la tendencia en 2024? ¿O seguirá la prohibición de libros con su preocupante y sostenida alza?
Así empieza “Más allá del invierno”, de Isabel Allende
Lucía, Brooklyn
A fines de diciembre de 2015 el invierno todavía se hacía esperar. Llegó la Navidad con su fastidio de campanillas y la gente seguía en manga corta y sandalias, unos celebrando ese despiste de las estaciones y otros temerosos del calentamiento global, mientras por las ventanas asomaban árboles artificiales salpicados de escarcha plateada, creando confusión en las ardillas y los pájaros. Tres semanas después del Año Nuevo, cuando ya nadie pensaba en el retraso del calendario, la naturaleza despertó de pronto sacudiéndose de la modorra otoñal y dejó caer la peor tormenta de nieve de la memoria colectiva.
En un sótano de Prospect Heights, una covacha de cemento y ladrillos, con un cerro de nieve en la entrada, Lucía Maraz maldecía el frío. Tenía el carácter estoico de la gente de su país: estaba habituada a terremotos, inundaciones, tsunamis ocasionales y cataclismos políticos; si ninguna desgracia ocurría en un plazo prudente, se preocupaba. Sin embargo, nada la había preparado para ese invierno siberiano llegado a Brooklyn por error. Las tormentas chilenas se limitan a la cordillera de los Andes y el sur profundo, en Tierra del Fuego, donde el continente se desgrana en islas heridas a cuchilladas por el viento austral, el hielo parte los huesos y la vida es dura. Lucía era de Santiago, con su fama inmerecida de clima benigno, donde el invierno es húmedo y frío y el verano es seco y ardiente. La ciudad está encajonada entre montañas moradas, que a veces amanecen nevadas; entonces la luz más pura del mundo se refleja en esos picos de cegadora blancura. En muy raras ocasiones cae sobre la ciudad un polvillo triste y pálido, como ceniza, que no alcanza a blanquear el paisaje urbano antes de deshacerse en barro sucio. La nieve es siempre prístina desde lejos.
En su tabuco de Brooklyn, a un metro bajo el nivel de la calle y con mala calefacción, la nieve era una pesadilla. Los vidrios escarchados impedían el paso de luz por las pequeñas ventanas y en el interior reinaba una penumbra apenas atenuada por las bombillas desnudas que colgaban del techo. La vivienda contaba sólo con lo esencial, una mezcolanza de muebles destartalados de segunda o tercera mano y unos cuantos cacharros de cocina. Al dueño, Richard Bowmaster, no le interesaban ni la decoración ni la comodidad.
La tormenta se anunció el viernes con una nevada espesa y una ventolera furiosa que barrió a latigazos las calles casi despobladas. Los árboles se doblaban y el temporal mató a los pájaros que olvidaron emigrar o resguardarse, engañados por la tibieza inusitada del mes anterior. Cuando se inició la tarea de reparar los daños, los camiones de basura se llevaron sacos de gorriones congelados. Los misteriosos loros del cementerio de Brooklyn, en cambio, sobrevivieron al vendaval, como se pudo verificar tres días más tarde, cuando reaparecieron intactos picoteando entre las tumbas. Desde el jueves los reporteros de televisión, con la expresión fúnebre y el tono emocionado de rigor para las noticias sobre terrorismo en países remotos, pronosticaron la tempestad para el día siguiente y desastres durante el fin de semana. Nueva York fue declarado en estado de emergencia y el decano de la facultad donde trabajaba Lucía, acatando la advertencia, dio orden de abstenerse de ir a dar clases. De cualquier forma, para ella habría sido una aventura llegar a Manhattan.
Aprovechando la inesperada libertad de ese día, preparó una cazuela levantamuertos, esa sopa chilena que compone el ánimo en la desgracia y el cuerpo en las enfermedades. Lucía llevaba más de cuatro meses en Estados Unidos alimentándose en la cafetería de la universidad, sin ánimos para cocinar, salvo en un par de ocasiones en que lo hizo impulsada por la nostalgia o por la intención de festejar una amistad. Para esa cazuela auténtica hizo un caldo sustancioso y bien condimentado, puso a freír cebolla y carne, coció por separado verduras, papas y calabaza, y por último agregó arroz. Usó todas las ollas y la primitiva cocina del sótano quedó como después de un bombardeo, pero el resultado valió la pena y disipó la sensación de soledad que la había asaltado cuando empezó el vendaval. Esa soledad, que antes llegaba sin anunciarse, como insidiosa visitante, quedó relegada al último rincón de su conciencia.
Esa noche, mientras el viento rugía afuera arrastrando remolinos de nieve y colándose insolente por las rendijas, sintió el miedo visceral de la infancia. Se sabía segura en su cueva; su temor a los elementos era absurdo, no había razón para molestar a Richard, excepto porque era la única persona a quien podía acudir en esas circunstancias, ya que vivía en el piso de arriba. A las nueve de la noche cedió a la necesidad de oír una voz humana y lo llamó.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, procurando disimular su aprensión.
—Tocando el piano. ¿Te molesta el ruido?
—No oigo tu piano, lo único que se oye aquí abajo es el estrépito del fin del mundo. ¿Esto es normal aquí, en Brooklyn?
—De vez en cuando en invierno hace mal tiempo, Lucía.
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—Miedo sin más, nada específico. Supongo que sería estúpido pedirte que vengas a hacerme compañía un rato. Hice una cazuela, es una sopa chilena.
—¿Vegetariana?
—No. Bueno, no importa, Richard. Buenas noches.
—Buenas noches.
Se tomó un trago de pisco y metió la cabeza bajo la almohada. Durmió mal, despertando cada media hora con el mismo sueño fragmentado de haber naufragado en una sustancia densa y agria como yogur.
El sábado la tempestad había seguido su trayecto enardecido en dirección al Atlántico, pero en Brooklyn seguía el mal tiempo, frío y nieve, y Lucía no quiso salir, porque muchas calles todavía estaban bloqueadas, aunque la tarea de despejarlas había comenzado al amanecer. Tendría muchas horas para leer y preparar sus clases de la semana entrante. Vio en el noticiario que la tormenta seguía sembrando destrucción por donde pasaba. Estaba contenta con la perspectiva de la tranquilidad, una buena novela y descanso. En algún momento conseguiría que alguien viniera a quitar la nieve de su puerta. No sería problema, los chiquillos del vecindario ya se estaban ofreciendo para ganarse unos dólares. Agradecía su suerte. Se dio cuenta de que se sentía a sus anchas viviendo en el inhóspito agujero de Prospect Heights, que, después de todo, no estaba tan mal.
Ficha
Título: Más allá del invierno
Autora: Isabel Allende
Editorial: Sudamericana
Precio (en Argentina): En papel: $13999 Digital: $3285