Cubría el juicio a un militar nazi y descubrió el oscuro pasado de su padre en la Segunda Guerra Mundial

En “Hijo de un bastardo”, Sorj Chalandon descubre los terribles secretos de su progenitor, un hombre misterioso que le mintió hasta en su lecho de muerte.

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Sorj Chalandon se topó con
Sorj Chalandon se topó con un pasado distinto al que su padre le había contado y decidió investigar a fondo su propia historia a pesar del dolor.

El padre del escritor y periodista francés Sorj Chalandon le mintió a su hijo hasta en su lecho de muerte. Toda su vida, este hombre lo había convencido de que, durante la Segunda Guerra Mundial, había formado parte de la resistencia francesa contra el nazismo. Pero, antes de morir, le confesó que, en realidad, era un oficial de las SS y que había defendido el búnker de Adolf Hitler en Berlín. Pero, según descubrió Chalandon tiempo después, eso también era mentira.

En 1988, Chalandon recibió el Premio Albert Londres por su cobertura del juicio a Klaus Barbie, un alto oficial de las SS durante el régimen nazi conocido como “el carnicero de Lyon” porque torturó personalmente a prisioneros franceses de la Gestapo mientras estaba destinado en aquella ciudad francesa. En ese entonces, su padre le pidió que lo colara en el juicio. El periodista pensó que era para ver cómo juzgaban al nazi que mató y torturó a su íntimo amigo y jefe de la Resistencia, Jean Moulin. Pero algo le llamó la atención.

Con un ojo en el juicio y el otro en su padre, Chalandon notó que este sonreía cuando el oficial de las SS hablaba pero se encogía de hombros cuando lo hacían los testigos de la resistencia francesa. Algo no cuadraba. Fue tras ese juicio que su padre le “confesó” su oscuro rol durante la Segunda Guerra Mundial, y así lo creyó hasta su muerte, algunos años después, cuando su hermano le envió un dosier que probaba que había salido en 1946 de una prisión francesa en la que había estado recluido desde antes de mayo de 1945, por lo que no podría haber estado defendiendo el búnker de Hitler.

Para desentrañar los oscuros secretos de su padre, Chalandon se sirvió de sus dotes como periodista e inició una investigación al respecto que culminó en su nueva novela, Hijo de un bastardo, con la que fue finalista del Premio Goncourt y permaneció durante meses en todas las listas de los libros más vendidos en Francia.

Con una intensidad desgarradora, Hijo de un bastardo (editado por Seix Barral) narra el combate cuerpo a cuerpo de un hijo para liberarse de un padre que “durante cuatro años llevó cinco uniformes distintos”, un hombre misterioso y mitómano que no dudó en traicionar a su patria, a su familia y hasta a sí mismo. Pero mientras explora de forma soberbia las distintas caras del mal, una pregunta incómoda emerge: ¿se puede obviar el historial psicótico de alguien al tratar de explicar su comportamiento?

Así empieza “Hijo de un bastardo”

Domingo, 5 de abril de 1987

—Es ahí.

Me sorprendí a mí mismo murmurándolo. Ahí, al final de esta carretera.

Una comarcal zigzagueante que cruza las viñas y los campos apacibles de l’Ain y luego acomete la subida de una colina entre muretes de piedra y los primeros árboles del bosque. Lyon queda lejos, al oeste, detrás de las montañas. Y Chambéry, del otro lado. Pero ahí no hay nada. Apenas algunas granjas de enormes piedras irregulares al pie de las estribaciones rocosas del Jura.

Sentado en un talud, saqué de mala gana mi pluma. No tenía nada que hacer aquí. Abrí mi cuaderno sin apartar los ojos de la carretera.

«Fue ahí», hace cuarenta y tres años menos un día.

La misma carretera en el horizonte, bajo la luz fría de una primavera idéntica a esta.

El jueves 6 de abril de 1944, al amanecer, aparecieron por esa curva. Un Citroën de la Gestapo, seguido de dos camiones civiles conducidos por unos individuos de la zona. Uno de ellos se llamaba Godani, quien luego, de regreso en Brens, en casa de su patrón, dirá:

He hecho un trabajo sucio.

Pero esa mañana solo había el ruido del viento y el de un tractor que avanzaba renqueante por el campo.

Me puse en marcha lentamente, para retrasar el instante en que aparecería la Casa.

Un camino a la izquierda, una larga verja negra de hierro forjado, el zumbido de un abejorro, el enojo de un perro detrás de un granero. Y enseguida el edificio. Macizo, achatado, coronado por una techumbre de tejas onduladas y un tragaluz. Dos pisos con postigos verdes que dominan el valle, racimos de lilas blancas por encima de los setos, diente de león en la hondonada y la gran fuente seca, con sus caños dormidos en medio de un patio con escaso césped.

Es ahí.

La señora Thibaudet me esperaba al pie de los tres peldaños de la escalinata.

¿Es usted el periodista?

Sí, en efecto. El periodista. Le respondí con una sonrisa mientras le tendía la mano.

La mujer entró delante. Abrió la puerta del comedor y se quedó inmóvil en un rincón de la habitación, con los brazos caídos. Luego bajó los ojos. Parecía incómoda. Miraba las paredes para evitar mirarme a mí.

Yo había alterado su tranquila jornada.

Todo el pueblo tuvo conmigo ese mismo azoramiento educado, esos mismos silencios al final de las frases. Tanto los jóvenes como los ancianos.

¿Un forastero que va a pie por la carretera que lleva a la Casa? Pero ¿a quién busca? ¿Qué quiere descubrir, tantos años después?

Sorj Chalandon, periodista, corresponsal y
Sorj Chalandon, periodista, corresponsal y escritor francés de origen tunecino, ganador del Premio Albert Londres y finalista del Premio Goncourt.

Izieu estaba harto de oírse decir que todo el pueblo estaba tendido en el suelo delante de los alemanes. Que probablemente un cabrón había denunciado la colonia de niños judíos.

¿Quién había sido? Pues mire, podía ser Lucien Bourdon, el labrador lorenés que acompañaba a la Gestapo durante la redada y que se volvió a Metz dos días después. Sí, el crimen podía ser obra de ese traidor, incorporado más tarde a la Wehrmacht y arrestado en Sarrebruck por el ejército americano con el uniforme de un guardia del campo de prisioneros. Pese a todo, por falta de pruebas, no se le había podido achacar el martirio de los niños de Izieu.

¿Y quién más? ¿Wucher, el confitero de La Bruyère que había metido a su hijo de ocho años, René-Michel, en la colonia de Izieu con el pretexto de que era revoltoso? Su chico había sido incluido en la redada del 6 de abril con todos los demás, pero lo bajaron del camión durante su traslado a Lyon. Fue liberado por los alemanes delante de la tienda de su padre, ya que no era judío. Wucher enseguida fue considerado como sospechoso por la Resistencia. Habría puesto a su hijo allí para espiar a los otros. Unos días más tarde, aquel hombre fue llevado por los partisanos a los bosques de Murs y fusilado. Sin haber llegado a confesar nada.

¿Quién había vendido a la colonia? ¿Había sido denunciada anónimamente? El pueblo estaba cansado de esa pregunta. En 1944, si hubiera habido un delator, podría haber sido cualquiera de sus habitantes. Un pueblo de 146 sospechosos. Y ese gusano quizá viviera todavía allí, recluido en su casa.

Venían de todas partes, aquellos niños. Judíos polacos que se habían convertido en jóvenes de París antes de la guerra. Muchachos alemanes expulsados de la región de Baden y del Palatinado. Chicas de Austria que habían huido del Anschluss. Chiquillos de Bruselas y kinderen de Amberes. Francesitos de Argelia, refugiados en la metrópoli en 1939. Algunos incluso habían sido internados en los campos de Agde, Gurs y Rivesaltes y luego liberados clandestinamente por Sabine Zlatin, una enfermera despedida de un hospital lionés por ser judía. Sus padres habían aceptado la separación, pensando que al acabar la guerra se reunirían todos de nuevo. Era su última esperanza. Nadie podría hacer daño a sus hijos. La enfermera Zlatin había encontrado para ellos una casa en el campo, con vistas a la Cartuja y a la cara norte del Vercors. Una colonia de vacaciones. Un remanso de paz.

En mayo de 1943, camuflado en un caserío a la entrada de Izieu, ese refugio se convirtió en la Casa de los niños. Un lugar de paso, el eslabón sólido de una cadena de salvamento orientada a otras familias de acogida y a la frontera suiza. Pierre-Marcel Wiltzer, subprefecto patriota de Belley, era quien había sugerido ese refugio a la enfermera polaca y a Miron, su marido.

—Aquí estarán tranquilos —les había prometido el funcionario superior.

Y lo estuvieron durante casi un año.

No había calefacción, sino estufas de leña, tampoco agua corriente. En invierno, para asearse, los educadores calentaban el agua en un caldero. En verano, los niños se lavaban en la gran fuente. Se bañaban en el Ródano. Jugaban en la azotea, desde donde cantaban por las noches. Saciaban su hambre. La subprefectura les había proporcionado cartillas de racionamiento y los adolescentes cuidaban del huerto.

En la «Colonia de niños refugiados del Hérault», su nombre oficial, como indicaba el papel timbrado, no había alemanes ni estrellas amarillas. Tan solo el miedo nocturno de los pequeños separados de sus padres. Desde las colinas se dominaban el Bugey y el Delfinado, nada podía ocurrirles. Ni siquiera se ocultaban. La hierba era alta, los árboles, frondosos, sus voces, cristalinas. La guerra estaba lejos.

Unos cuantos adultos fueron a ayudar a Sabine y Miron Zlatin.

Cuando Léon Reifman llegó delante de la Casa, sonrió:

—¡Qué paraíso!

Estudiante de Medicina, participó en la creación de la Casa para ocuparse de los niños enfermos. En septiembre de 1943, Sarah, su hermana médica, lo reemplazó. Al joven lo estaba investigando el STO. No quiso poner en peligro la colonia. Los Zlatin también contrataron a Gabrielle Perrier, de veintiún años, nombrada profesora en prácticas en la Casa de Izieu por la inspección académica. Otro regalo del subprefecto Wiltzer. Se le dijo que esos escolares eran «refugiados». Oficialmente, no había ni un solo judío en la colonia. Esta palabra jamás se pronunció. Antes de separarse de sus hijos, los padres les advirtieron del peligro que corrían si llegaban a confesar su origen. Algunos de los que sobrevivieron, ausentes aquel 6 de abril, contaron más tarde que cada uno de ellos se creía el único judío de la Casa. Pero todo el mundo sabía que a la maestra no la engañaban.

Klaus Barbie, el oficial de
Klaus Barbie, el oficial de las SS conocido como "el carnicero de Lyon". Cuando Chalandon cubrió su juicio, descubrió un enigma sobre su propio padre que tardaría años en resolver.

Durante el año escolar, cuatro adolescentes estuvieron internos en el colegio de Belley. Tan solo volvían a la colonia por vacaciones. Para los más jóvenes se había habilitado un aula en el primer piso. Había allí pupitres, libros, pizarras, todo prestado por los municipios vecinos, y un mapamundi colgado de la pared. La profesora, que nunca se separaba de su silbato, los cuidaba a todos. Tranquilizaba tanto a Albert Bulka, a quien en la colonia llamaban Coco, de cuatro años, como instruía a Max Tetelbaum, de doce.

—Aquí era donde daban la clase —soltó la señora Thibaudet.

Arriba de la escalera de madera y baldosas hexagonales rojas había un cuarto que parecía un desván. En las paredes blancas, viejas fotos desvaídas con rasgaduras. Imágenes de una plácida vaca, de unos caballos, de una montaña. Un dibujo chovinista mostrando a un gallo y a un niño.

Hacía frío.

La propietaria dejó vagar la mirada por la pared, una vez más. Con un gesto de la barbilla señaló tres pupitres, medio escondidos en un rincón sombrío.

Silencio.

—¿Solo quedan esos?

—Solo, sí. No se han conservado más que esas mesas.

Yo la miré y ella bajó los ojos. Como pillada en falta.

—Cuando llegamos, todo estaba húmedo debido a las goteras del tejado. Amontonamos en el patio la ropa, los colchones, y los prendimos fuego.

No lograba captar su mirada.

¿Lo quemaron todo?

Ella se encogió de hombros. Voz quejosa.

—¿Qué quería que hiciéramos con todo eso?

Entonces me acerqué al primer pupitre, con su asiento cerrado. En la madera había trazos antiguos de tinta negra.

—¿Puedo?

La mujer del pueblo no contestó. Se limitó a encogerse de hombros otra vez.

Podía.

Contuve el aliento y abrí el pupitre. Mi mano temblaba. Dentro, en el batiente, había un papel pegado, el principio de un calendario amarillento, caligrafiado con tinta violeta. «Domingo 5 de marzo de 1944, lunes 6 de marzo, martes 7 de marzo.» El alineamiento de todo un mes.

—¿Y esto?

La propietaria se inclinó sobre el rectángulo negro cernido de madera.

—¿Una pizarra?

Sí. La pizarra de uno de los niños, olvidada al fondo del pupitre. Jamás hallada, jamás vista. Jamás del interés de nadie. Una mano torpe había trazado en ella la palabra manzana.

Alcé la mirada hacia la mujer. Ella permanecía indiferente. Como si estuviera en otra parte. Se alisaba el delantal con las dos manos.

Me volví hacia la pared.

Un instante apenas. Nada. Un llanto sin lágrimas. El tiempo de grabar para siempre en mí esas siete letras. Oí incluso el rechinar de la tiza en la pizarra. ¿Quién había escrito esa fruta?

Cuando me volví de nuevo hacia la mujer, esta me observaba, molesta.

Mi emoción la incomodaba.

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