“Soy de lxs que creen que uno de los problemas del mundo, o uno de sus estados evolutivos que está llegando a su fin, es el sistema binario. El sistema del o esto/o aquello. La manera buena/mala, blanca/negra de percibirlo todo. El universo no está construido así. La materia no es así. El cerebro no es así. Nada es así. Es una falacia”, escribió la artista y escritora británica Genesis P-Orridge en No binarix, su libro de memorias
Editado por primera vez en español por Caja Negra, No binarix fue el último libro publicado en vida por la mente creadora detrás de colectivos artísticos como COUM Transmissions y bandas de música experimental como Psychic TV. P-Orridge lo escribió de manera vertiginosa, con la conciencia de su propia muerte acechando después de un diagnóstico de leucemia, enfermedad a causa de la cual murió en 2020 a los 70 años.
No binarix es el tipo de memoria que podríamos esperar de alguien que asumió como misión vital la técnica del cut-up del escritor William S. Burroughs. Cortocircuitar el control implicó para P-Orridge una práctica expandida, que no solo debía aplicar a su medio privilegiado, el lenguaje, sino también a las formas de vida establecidas y a su propia identidad.
Es así que No binarix surge como un libro de memorias no convencional, fluido, fragmentario, mutante. El yo está constantemente intervenido por su relación con otros y otras: desde William Burroughs -cuyo primer encuentro narra en el prólogo compartido al final de esta nota-, Ian Curtis, Timothy Leary y Lady Jaye, con quien decidió acabar con el paradigma masculino/femenino y dar nacimiento a un nuevo ser unificado, dos mitades de una nueva “totalidad pandrógina”.
No binarix es también el testimonio vibrante de una época revolucionaria, que teje en su narrativa experiencias contraculturales y estéticas pioneras como lo fueron el grupo de arte performático extremo COUM Transmissions, las bandas industriales Throbbing Gristle y Psychic TV y la aventura esotérico-comunitaria conocida como El Templo de la Juventud Psíquika. Experimentos que le valieron redadas policiales, acusaciones de obscenidad y hasta una temporada de exilio entre Katmandú y los Estados Unidos.
Así empieza “No binarix”
¿Cómo cortocircuitamos el control?
Pensé que debía ser un engaño.
El nombre y la dirección de William S. Burroughs estaban justo ahí, en el medio de una revista llamada FILE [Archivo].
Ahí estaban, en la sección “lista de solicitudes del banco de imágenes”, en la parte de las Páginas amarillas reservada al arte postal. Cualquier artista podía solicitar una imagen de otro artista que vivía a millas de distancia. Y ahora, justo enfrente de mí, solicitando “Ideas y Camuflaje en 1984″, estaba la dirección de la casa de Burroughs en Londres. Yo no dudaba de que vivía en los Estados Unidos; sin mencionar que estábamos en el año 1972, y 1984 parecía todavía muy lejano. Con la certeza de que se trataba de una broma, escribí a esa dirección diciéndole dónde podía meterse su camuflaje y ordenándole a Allen Ginsberg, a él y a cualquiera de los otros beats que DEJARAN de actuar como si me conocieran tan solo para obtener credibilidad contemporánea.
Algunas semanas después llegó a mi buzón una vieja postal de Marruecos; cayó sobre el suelo empedrado debajo de un hacha y un martillo que estaban recortados, como protección, al interior de la rojísima puerta de entrada de la Ho Ho Funhouse, la casa comunal de Hull que en aquella época compartía con mi colectivo de arte performático y no convencional, que también era una banda. ¡En el dorso había un saludo firmado por William S. Burroughs contándome que había disfrutado de mi reciente carta y que le encantaría que nos encontráramos la próxima vez que yo estuviera en Londres! “Tan solo llámame y pagaré por el taxi hacia aquí desde donde sea que estés”, escribió, añadiendo su número telefónico.
¡Guau! ¡Me contestó!
Esto era mucho más que emocionante.
El almuerzo desnudo había cambiado mi vida, The Third Mind [La tercera mente] era mi biblia, y tenía aún más ganas de leer Los chicos salvajes, que estaba por publicarse. Su técnica de escritura de cut-up, que había desarrollado junto al artista y escritor Brion Gysin, era una enorme influencia para mi música en aquel momento. La idea de fragmentar la tediosa narrativa cotidiana para crear significados nuevos e inesperados, incluso proféticos, me resultaba fascinante.
La primera vez que lo conocí, Burroughs estaba viviendo en la calle Duke, en St. James, Londres. No tenía idea de qué esperar. ¿Sería el viejo cascarrabias Bull Lee de las sagas de Kerouac, gracias a las cuales me enteré de él por primera vez, o el personaje biográfico apenas disimulado de Yonqui, William Lee? Estaba entusiasmado por descubrir a la persona REAL.
Luego de hacer dedo desde Hull, en el este de Yorkshire, durante toda una noche miserablemente lluviosa e inclemente, me había quedado en lo de mi amigo, el artista Robin Klassnik, durmiendo en el suelo de su estudio en el número 10 de la calle Martello, en Hackney, al este de Londres. Robin me despertó con una taza de café instantáneo tibio, colmada de azúcar.
–Conoces a personas bastante irritantes, Gen –dijo Robin mientras yo trataba de no hacer muecas ante su nauseabundo preparado.
–¿A qué te refieres? –pregunté adormilado.
–Algún estúpido idiota estuvo llamando toda la mañana diciendo que era William Burroughs y preguntando por ti. Así que le dije que se fuera a la mierda y que no llamara más –anunció Robin orgullosamente.
–¡Ay, mierda! ¿Qué hora es? –pregunté.
–Las once de la mañana. Te dejé dormir; te veías cansado.
–Robin, ese no era un estúpido idiota fingiendo ser William Burroughs –dije, restregándome la cara y mirándolo luego fijamente con una alegre incredulidad–. Ese realmente era William Burroughs. Espero que aún me reciba después de tu diatriba.
En Yorkshire, yo vivía en una comuna y robaba toda la comida que podía, y la complementaba con galletas rotas que lograban rescatar de la desgracia a una taza de té aguada. Recolectaba frutas y vegetales magullados de la calle luego de la hora de cierre del mercado local de agricultores, y me llevaba a casa carne donada por el templo masón de la zona. Las señoras de la cocina solían dejar pescado, carne y pollo –que sobraban de los fastuosos banquetes masónicos– en la puerta para nuestros “pobres gatos”, pero nosotros, humanos desposeídos, estábamos primero.
No acostumbraba viajar en taxi, pero pagaba William. Imaginé que estaba bastante cómodo económicamente. Después de todo, era un escritor famoso. He aprendido, desde entonces, que no importa cuántas personas sepan tu nombre, eso no tiene nada que ver con tener una abultada cuenta bancaria. Di varias vueltas a la manzana, con mucha ansiedad, porque había llegado temprano y pensé que se enojaría si llegaba demasiado tarde o demasiado temprano. Me figuraba en mi cabeza a un tipo hiperinteligente y nada concesivo, que estaría esperando en silencio que lo impresionara. Temblaba como si estuviera por dar un examen.
Mientras subía nervioso las escaleras angostas y escuchaba el suave eco de mis botas Doc Martens en la oscuridad, me convencía cada vez más de que se daría cuenta enseguida cuán tonto era yo y me echaría de allí, humillado como el ser inferior que era.
Llamé a su puerta.
La abrió antes de que mi mano estuviera de vuelta a mi lado, sin darme la chance de recomponerme. Y ahí estaba, una leyenda viviente, enfundado con toda prolijidad en un traje, con sus párpados entrecerrados; las bolsas convexas que estaban debajo de sus ojos acuosos eran de un rosa nada saludable.
Parecía destrozado, y era apenas un poco pasado el mediodía.
–Genesis –dijo, estirando la última sílaba con esa famosa voz.
Oh, Dios, esto es real, pensé. De verdad es él.
Nos estrechamos la mano con amabilidad. Nada que ver con el repugnante apretón de manos, mojadas como un pez, de Philip Larkin, pensé de nuevo, trazando pequeñas comparaciones para calmarme. Burroughs me invitó a entrar en su departamento, que era sorprendentemente más pequeño de lo que esperaba, y tuve que apretujarme contra una figura de cartón en tamaño real de Mick Jagger que había que pasar para entrar.
¡Dios, odio al jodido Mick Jagger!, pensé en secreto, seguido de: Cuidado, recién llegas y ya estás siendo pesimista.
El volumen de un televisor de mierda a color estaba al tope frente a la única ventana, y la luz del sol estaba bloqueada por unas gruesas cortinas verdes. William se sentó en un sillón mugriento. Tomó un largo sorbo de Jack Daniel´s y me contó que se había pasado todo el día cambiando de canal con el control remoto.
Jamás había visto un televisor a color antes.
Tomó el control y cambió de canal un par de veces más, como si estuviera buscando algo debajo de ese ruido blanco.
–He estado haciendo esto toda la mañana –dijo, cambiando de canal una vez más–. A veces me ayuda cerrar los ojos y simplemente escuchar el ruido. Subir el volumen hasta el máximo.
Y así comenzó. Empezó a hablar en ese famoso monotono hipnótico, en esa voz submarina de drogadicto que tenía. Se originaba en su garganta, un sonido ronco y sostenido que al llegar a la boca seca se convertía en un quejido nasal de St. Louis. Yo esperaba que me pusiera en aprietos. Que me pusiera a prueba. Que desafiara mi inteligencia para asegurarse que no estaba perdiendo el tiempo. O, lo que era más probable, que inventara alguna excusa para sugerirme cordialmente que me fuera luego de algunos minutos, habiendo decidido que su compañero de pluma era menos interesante en persona.
Pero en cambio me preguntó si quería beber algo, y cuando dije que sí se acercó y sirvió más Jack Daniel´s en dos vasos. Noté que sus hombros estaban apenas encorvados. Se volvió a sentar y por casi un minuto no dijimos nada. Si bien me observaba, no lo hacía de una manera antipática.
–Así que eres músico –dijo.
–Estoy en una banda llamada COUM Transmissions –contesté.
Tomó un sorbo y una sonrisa de las más leves se propagó por su cara. Se veía tan cansado. Era como si su piel quisiera desprenderse de su rostro.
–Estás en nuestras canciones –le comenté, tomando un sorbo del whisky–. Uso tus técnicas de cut-up cuando escribo letras. Leo algo en el periódico y simplemente corto y empalmo las palabras.
–Entonces estás en el camino correcto –dijo.
Tomó el control remoto y, por un momento, pensé que ya lo había perdido, pero cambió de canal un par de veces, hasta detenerse en la imagen granular de un partido de fútbol, y luego la apagó.
–Si no hubiese leído El almuerzo desnudo, jamás se me habría ocurrido –comenté.
–¿Puedes agarrar ese libro que está sobre mi escritorio? –dijo, mientras levantaba una mano temblorosa y señalaba un volumen de cuero lleno de pedazos de papel.
Lo levanté y atiné a dárselo.
–No, ábrelo –dijo.
Abrí el libro y lo primero que vi fue una fotografía de un soldado con un lanzallamas recortada de una revista y pegada justo al lado de la imagen de una niña que estaba arrodillada frente a una caja llena de cachorritos, recortada y pegada de tal modo que encajaba de forma muy prolija con el ala resplandeciente de un avión.
Ahí estaba, justo frente a mí, la misma técnica que me había inspirado a dejar atrás todas las maneras comprobadas de hacer las cosas. Di vuelta página tras página del libro. Algunos de los collages habían sido pegados hacía tan poco que un pedazo de periódico cayó fuera del libro. Me disculpé y volví a pegar la imagen de un sangriento cadáver en el lugar al que pertenecía.
–Estás siendo demasiado cuidadoso –me dijo, tomando un largo sorbo de whisky. Me arrojó una vieja revista–. Encuentra una imagen que te guste y pégala ahí.
Di vuelta algunas hojas de la revista, arranqué un anuncio de Harrods y lo apreté con la mano sobre las pequeñas gotas de pegamento.
–Ahora estás aprendiendo del maestro. Pero tengo que pedirte que hagas algo a cambio –me dijo, arrastrando las palabras.
Mi mente esbozó varias posibilidades. Si hay algo que será para siempre cierto acerca de William es que nunca se sabía qué vendría después. Era lo más maravilloso de él. Era un ejemplo viviente de la técnica del cut-up.
–¿De qué se trata? –dije, mientras cerraba el libro de los collages, restregando un poco de pegamento entre mi índice y mi pulgar.
–¿Me puedes servir otro trago? –dijo, levantando su vaso en el aire–. Y también puedes servir uno para ti.
–Todavía me queda un poco –dije con timidez.
–Brindo por conocer gente interesante –dijo, mientras hacía un gesto con la cabeza para que me terminara lo que quedaba.