Cuando la vida se pone río bravo

Cuando hablamos del Premio Nobel, dije que no estaría mal que lo ganara Ramón Ayala. Creo que el músico, que murió hace unos días, es un poeta profundo y social. Pero que se mira a sí mismo con ironía. Este artículo reproduce el newsletter “Leer por leer”.

Muchas veces, en momentos difíciles, me repetí una frase: “Ah, la vida es un río bravo, pescador”. Como llenándome. Cerrando los ojos. Ah, la vida es un río bravo.

Gracias por estar de nuevo compartiendo lecturas. Te quiero contar algo que, bueno, no es un libro. Son poemas cantados del hombre que dijo lo del río bravo. De un señor que se murió hace unos días, Ramón Ayala. Si sos argentino, casi seguro que lo escuchaste. Seguro escuchaste, cantaste, eso de “Río, río, mío, mío” o “El pooobre mensúuuuu”. ¿Por qué lo pongo acá? Porque sus versos me conmueven, porque me parece alta poesía.

Hace un par de meses, cuando entre los periodistas culturales tirábamos nuestros candidatos al Premio Nobel de Literatura, dije —tengo testigos— que yo postularía a Ayala. Que habla de un país que no sólo no termina en la General Paz sino que ni se le acerca. Que logra unir en pocos versos el paisaje grandioso y la cotidianeidad del trabajo. El río y el sudor. El río y el sustento. La selva y el látigo.

¿Hablaba del lugar donde vivía, de su experiencia de trabajo? No, Ayala nació en el litoral donde ocurren sus canciones -más específicamente, en Misiones- pero desde que asomaba a la adolescencia creció en Buenos Aires. No fue pescador, no fue cosechero, no fue mensú. Lo suyo no es biografía: es arte. Y pensamiento.

La cosecha de yerba. El trabajo en la poesía de Ayala.

Hace algunos años, en 2013, lo entrevisté. Fui a su casa, un primer piso por escalera en un barrio de clase media baja de la capital argentina. Vi sus bibliotecas repletas. Ahí me dijo que para él “el paisaje tiene un eje y un motor y un cerebro: es el hombre. Los pájaros no hablan, ni las víboras ni los elefantes, el que habla es el hombre y el hombre es el cerebro y es la voz de la tierra”.

Decía, serio, y también se burlaba. De él, de las instituciones, de predicar. Así que después de esa frase puso voz gruesa y profirió: “Eres un pedazo de tierra modelada con patas y con ojos andando en el paisaje, tienes la obligación de quererla y defenderla y andar por ella”.

En la Argentina no decimos “eres”, no decimos “tienes”. Pero para una sentencia como esa Ayala tomaba -¿con ironía?- el registro “de poeta”. Un guiño.

Ayala sabía que su obra era más que su nombre. Que “El viejo río que va..” movería muchos corazones, aunque la mayoría no supiera quién era el autor de la letra.

Pero ¿por qué hablé del Nobel? Por versos como estos:

Algo se mueve en el fondo del Chaco Boreal

Sombras de bueyes y carro buscando el confín

Lenta mortaja de luna sobre el cachapé

Muerto el gigante del monte en su viaje final

Habla de un árbol talado. La luz que lo envuelve. El gigante del monte, derrotado.

Camino y selva. El Impenetrable, en Chaco.

¿Por qué el Nobel? Por versos como estos:

Ya se va por la barranca el viejo pescador

Racimo de espuma y de metal

Colgando del hombro el “pan del agua” que le dio

Su amigo el río Paraná

Espuma y metal... ¿Es el aparejo, las herramientas del pescador? Y la bella idea del “pan del agua”. El río que le da de comer al pescador… ¿cómo no va a ser su amigo?

Las canoas de los pescadores en el Río Paraná. (Elena Lidl)

Y sobre todo esto, leé despacio:

Barba rala, piel morena, ojos de sombra, tabaco y chala.

Allá se va el pescador bajo su ancho sombrero

Como si llevara puesto un inmenso girasol

En cada mano, un dorado, tremendo tigre del río

Lomo de sol, panza abierta, muerte en los ojos dormidos

Lomo de sol —el dorado—, panza abierta, muerte en los ojos dormidos. Cada vez que lo escucho me estremece. El pescador bajo su sombrero “de girasol”. Y el pescado que es el pan pero también el tigre caído, la compasión de “los ojos dormidos”.

Yo seré muy floja, muy sentimental, pero me dan ganas de abrazar al pescador y al pescado.

Río Paraná

¿Por qué el Nobel?

Por esa canción sencilla que protagoniza el cosechero, el peón de campo, y que es capaz de ver la alegría del trabajo sin perder de vista sus amarguras. Recita:

Ahí van los cosecheros rumbo Chaco adentro

Para traer el sustento de sus días en el algodón

Los copos blancos caen bajo el sol

Y los ojos se visten de alegría y esperanza.

Y más adelante canta:

Rumbo a la cosecha cosechero yo seré

Y entre copos blancos mi esperanza cantaré

Con manos curtidas dejaré en el algodón mi corazón.

La tierra del Chaco, quebrachera y montaraz

Prenderá mi sangre con un ronco sapucay

Y será en el surco mi sombrero bajo el sol

Faro de luz.

La esperanza, las manos curtidas, el sol del Chaco en picada sobre la cabeza pero el sombrero como faro. ¿Lo ves? ¿Ves el paisaje y al hombre?

Algodón, plata blanda.

Y acá a continuación, las cosas por su nombre, porque el trabajo puede dar alegría pero en fin que el trabajo es trabajo, es dinero, es metal a veces más precioso que la vida:

Algodón que se va, que se va, que se va

plata blanda, mojada de luna y sudor

Plata blanda. El paisaje. La producción. El metal/el dinero y el fruto blanco. Y el esfuerzo. Plata blanda: acá pondría emojis de aplausos.

Me conmueve Ramón Ayala, ese que vino a la Capital en la adolescencia y le cantó toda la vida a un lugar que ya no habitaba. ¿Como una nostalgia de la niñez? ¿Como buscando algo que efectivamente se le había quedado en esos ríos?

El mensú

Y, finalmente, la que tal vez sea su canción más conocida: El mensú. Una denuncia brutal de la explotación que tal vez quede atenuada por la belleza de las palabras.

Selva, noche, luna, pena en el yerbal, arranca. Se siente la humedad, el verde. Pero “el eje del hombre es el paisaje”, ha dicho Ramón, entonces el latir del monte quiebra la quietud/ con el canto triste del pobre mensú.

Mensúes, a principios del siglo XX.

El mensú, se sabe, es un peón rural que trabaja en condiciones de semiesclavitud en los yerbatales. Ayala, en este verso, le da la palabra. El canto triste, en el que habla el mensú, dice: Yerba verde, yerba en tu inmensidad/ quisiera perderme para descansar/ y en tus hojas frescas encontrar la miel/ que mitigue el surco del látigo cruel.

Ahí está. ¿qué diría el mensú? Que su casa es la selva, que necesita descansar, que el látigo duele. Y a verso seguido, el látigo:

¡Neike! ¡neike!/ El grito del kapanga va resonando/ ¡Neike! ¡neike!/ fantasma de la noche que no acabó/ Noche mala, que camina hacia el alba de la esperanza/ Día bueno que forjarán los hombres de corazón.

“Neike”, se sabe, en guaraní significa algo así como “Vamos”. El grito de los capataces arriando a los peones. El látigo. Y en el fondo, la idea que te sirve para seguir: el alba de la esperanza. Hace algunos años, en la Fiesta del Chamamé de Corrientes (gran gran gran evento) vendían remeras que decían “Neike”: una de esas palabras metidas en una cultura, dolor e identidad.

Si me preguntan por literatura social de la buena, contestaré “Ramón Ayala”. Y de muestra basta El mensú.

El poeta murió este 8 de diciembre en Buenos Aires, a los 96 años. Lo seguiré cantando a los gritos en las rutas. Y en cada vuelta en que la vida se ponga río bravo.

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