¿Qué sabemos de las culturas que vivían en nuestro territorio antes de la llegada de los españoles? Poco y nada: un rumor de diaguitas, tehuelches y araucanos, salido del manual de cuarto grado. Alguna foto, colgada en nuestra memoria, de los altísimos onas envueltos en pieles; palabras sueltas en guaraní. La existencia del Camino del Inca, devenido destino turístico de aventura. Los curiosos consultan el pasado prehispánico en un museo etnográfico que suple la falta de un museo de Arqueología, largamente reclamado por los expertos, y la academia investiga y debate puertas adentro con poco presupuesto y mucha pasión.
Atento a esta carencia, el Museo Nacional de Bellas Artes inauguró en abril de 2019 un espacio que llamó Sala Permanente de Arte Prehistórico y Colonial. Allí reunió una selección de piezas de tres colecciones: la colección Goretti, integrada por más de 1.500 objetos, la colección Guido Di Tella, que fuera ingresada al museo en 1986, y piezas que la Cancillería argentina había adquirido al coleccionista Francisco Hirsch. La Asociación de Amigos del museo tuvo mucho que ver con su existencia, y también la tiene con la edición de un libro lujoso como pocos: Significado y belleza del arte prehispánico de la Argentina. Noroeste, Pampa y Patagonia, editado por Matteo Goretti y la Fundación CEPPA.
Se trata de un libro de gran formato, de más de 400 páginas y 250 imágenes, que reúne textos encargados a reputados expertos y está editado con calidad. Pero no es el formato lo que lo hace lujoso: parafraseando a Joanne Pillsbury, una de las autoras, lo es porque “trata sobre cosas que emocionan los sentidos”.
Goretti plantea en la introducción que su objetivo es llegar al gran público, y actualizar debates sobre “los sistemas ideológicos y de representación de los antiguos pueblos autóctonos”. Para lograrlo convoca a una serie de autores “en la intersección entre arte y arqueología”, … “para despojarnos del prejuicio de que no es posible considerar bellos a estos objetos”. Responde así a la falta de enfoque estético de la arqueología profesional que, en su ambición de considerarse ciencia, se concentró en la catalogación de los objetos, sin profundizar en sus funciones y en su carga de contenido simbólico.
Las civilizaciones autóctonas eran sociedades ágrafas (no tenían escritura, por lo que no dejaron crónicas o testimonios escritos). El desafío de interpretación, entonces, es doble. Para José Emilio Burucúa se trata de “…descubrir las destrezas particulares que los pueblos americanos desplegaron en el campo de la fabricación y el diseño de objetos útiles y simbólicos, en la transmisión visual de las formas y los significados de experiencias centrales en sus vidas, el nacimiento, el desarrollo biológico y moral, … la memoria del pasado, de los ancestros y de la historia, la relación con los muertos, el mundo de los espíritus y poderes luminosos, el más allá y el futuro”.
La transmisión visual se centró en la repetición de formas, muy al estilo del arte religioso occidental, pero con construcciones más cercanas a Egipto: la representación de seres híbridos, con algún elemento que los volviera memorables. Aves, felinos y reptiles (el jaguar, la harpía, el búho, el yacaré y las víboras), combinados entre sí y con figuras humanas, conformaron una cosmogonía de fácil reconocimiento, un lenguaje visual para ser leído y decodificado por todos.
La circulación de esos objetos se vio interrumpida por la llegada de los españoles al territorio. Su recuperación y resignificación es azarosa obra de coleccionistas y arqueólogos. Daniel Schávelzon y Ana Igareta trazan una muy interesante historia de la Arqueología desde el momento mismo en que los seres humanos comenzaron a desear poseer objetos por su valor utilitario, simbólico y económico. Egipto, Grecia, Roma, las Cruzadas, el “anticuarismo”, la aparición de los museos y del coleccionismo (una práctica inaugurada por las grandes familias y la realeza), destacan la costumbre universal de viajar y explorar y de traer objetos valiosos o extraordinarios. Los objetos llegados de América tuvieron como destino los gabinetes de curiosidades. “Lógicamente nadie sabía lo que eran y menos aún aceptarían con agrado que las habían hecho los mismos pobladores a los que conquistaban. Separaron al arte del artista, creación de creador…”.
Schávelzon e Igareta destacan el papel de los coleccionistas en la preservación de los objetos que luego fueron donados a los museos públicos. Coleccionar era una afición y una actividad comercial aceptada hasta que José Imbelloni “fomentó la idea de que las colecciones privadas simbolizaban las pretensiones de poder de las clases altas y que el Estado debía apropiarse de ellas”. Transcurría la primera presidencia de Juan Domingo Perón, y se iniciaba un proceso negativo de resignificación del coleccionista que sólo se vio saldado hace pocos años, con la promulgación de la Ley Nacional de Patrimonio Arqueológico.
Diversos expertos les agregan contexto a los objetos magníficamente reproducidos en el libro. Ana María Llamazares analiza piezas destacadas, como la placa llamada Lafone Quevedo, realizada con la técnica de bronce a la cera perdida. Se trata de un personaje de alto rango, vestido con una túnica de figuras geométricas. Sobre su cuerpo aparecen manchas de jaguar y escamas de serpiente. A ambos lados posan dos felinos de orejas redondas y a sus pies, dos lagartos cabeza abajo. La autora especula que puede tratarse de un chamán.
También se ocupa del Disco Vázquez/Di Tella, un bronce con restos de pintura que no es otra cosa que una cabeza cercenada (probablemente se trate de un cacique vencido), rodeada por dos serpientes de dos cabezas. La pieza es oriunda de la cultura Santa María, 1000-1350 d.C, Catamarca.
Néstor Kriscautzky hace hincapié en los procesos de poblamiento, recalcando que “el noroeste carece de barreras ecológicas infranqueables”. En su texto analiza la relación con la naturaleza y sus posibilidades, sean éstas las plantas con cualidades medicinales que oficiaron como remedios o como potentes alucinógenos, o los animales como los camélidos (utilizados como transporte o materia prima para los textiles), y los perros, cuya domesticación fue fundamental en el proceso de extinción de los grandes mamíferos, ya que se comían las crías. Describe también con detalle las estrategias seguidas para acumular agua, preparar tierras para el cultivo, y elaborar trampas de caza, y la etapa agroalfarera, con algunas piezas de una belleza descomunal, como la máscara de piedra de la cultura Condorhuasi que se exhibe en el museo arqueológico de Catamarca, la urna de cerámica de la cultura Santa María que pertenece al Museo Etnográfico Ambrosetti, y el disco de bronce de la misma cultura que pertenece al Museo de La Plata.
Matteo Goretti analiza las figuras híbridas de la cultura La Aguada, que relaciona con el chamanismo y el fenómeno visionario. Detecta numerosas figuras que combinan atributos de uno o varios animales con partes humanas, y sostiene que esto debe ser interpretado como un significado propio e independiente. La figura híbrida “…por el recorte y la combinación de sus partes significantes de atributos poderosos, debe ser interpretada como una unidad creadora de aquellas. Las especies no la constituyen sino, por el contrario, están constituidas por ella. Es la divinidad creadora, no su alegoría”.
Las piezas que analiza son bellísimas; muchas de ellas son vasijas que exigen que las leamos de modo rotativo; allí se despliega claramente una estrategia de comunicación visual que se basa en repetir y combinar elementos de una iconografía compleja. Entre ellas, hay una figura de cerámica que representa a un chamán que porta un guante con garra de felino que no puedo dejar de mirar.
Irina Podgorny analiza las pinturas rupestres halladas en las cuevas de la Patagonia, y nos invita a comprenderlas en perspectiva: “… la cueva o el paraje debe entenderse en su ubicación dentro del paisaje, es decir de un territorio usado, vivido y experimentado…”. Las fotos que subrayan esta perspectiva son contundentes.
Por último, Joanne Pillsbury escribe sobre materiales y significados de las artes suntuarias. Repasa las “decisiones estéticas y materiales sobre cómo expresar sus creencias más profundas”. Comienza así un recorrido por piezas de un alto nivel de sofisticación realizadas en oro, plata, aleación de cobre a la cera perdida (las hachas de la cultura Santa María, utilizadas como artículos ceremoniales, son extraordinarias), y un material especialmente valioso: la concha Spondylus, ligada a la idea de la fertilidad, el agua y la abundancia. También los tejidos de fibra de camélidos y las plumas, ambas técnicas muy desarrolladas en los pueblos del noroeste. “Las artes suntuarias sirvieron en gran medida, y los siguen haciendo, para el establecimiento de identidades; afirman el estatus, el privilegio, la separación y la distinción”.
Es imposible resumir la diversidad de ideas y emociones que este libro inspira. Pero podemos hacer nuestras las palabras del enorme Alberto Durero, que en 1520 tomó contacto con algunas piezas de América, y escribió que “He visto cosas… mucho más hermosas de contemplar que los prodigios de la naturaleza…. Porque vi entre ellas asombrosos objetos artísticos, y me maravillé del ingenio sutil de la gente de tierras extranjeras”. El artista reconocía a sus pares allende los mares y compartía con ellos, en palabras de Pillsbury, “…el deseo humano de fijar creencias, valor y permanencia a una existencia fugaz”.