Era un verano particularmente caluroso en San Pablo. Lucía Calogero tenía 28 años, un vestido fresco y dos teléfonos que usaba para trabajar en la mano. Corría el año 2016 y Lucía tenía un puesto importante: era gerenta de marketing de una de las multinacionales alimenticias más importantes a nivel global.
Toda su energía estaba concentrada en seguir construyendo esa carrera audaz y dedicada que había emprendido hacia el éxito. Un workshop sobre la alimentación en 2025 la había llevado hasta esa ciudad brasileña y a pensar aún más en el futuro. Tenía una vida absolutamente exitosa, según creían todos.
Lo que no sabía Lucía es que ese verano su mundo se transformaría para siempre. Cuando llegó al aeropuerto de San Pablo para regresar a Buenos Aires ―junto a un compañero de trabajo― seguía pendiente de sus dos teléfonos y el carry on que había llevado. Pero estaba desconectada de lo que sucedía alrededor.
“Esto es un secuestro” fueron las palabras que la hicieron caer en la realidad. Así empezó el cambio.
Pasaron algunos años más hasta que tocó fondo, en 2020, en medio de la pandemia, y dejó todo ese mundo empresarial “contenedor” por lo desconocido.
Hoy, tras diecisiete años de trayectoria en el mercado del consumo masivo, Lucía vive una transformación profunda y cambió el mundo corporativo por el de la naturaleza y los hijos. Ahora es Health Coach (entrenadora de salud) en nutrición holística por el Institute of Integrated Nutrition de New York y fundó junto a su familia ensamblada “Bien de la Tierra” (@biendelatierra.arg), un emprendimiento de producción de alimentos agroecológicos.
También escribió el libro Me importa un rábano, que se puede descargar gratis desde Bajalibros, y es fruto de una búsqueda espiritual de muchos años y de un giro rotundo de su vida. ¿El objetivo? Sumar frutas y verduras a nuestras recetas, buscando formas creativas para incorporar más nutrientes a las comidas.
“La imagen de mujer exitosa tenía un costo muy grande”, dice Calogero en diálogo con Infobae Leamos y sigue: “Estaba llena de rótulos. Y de repente me había convertido en la mamá que se ocupaba de sus hijos, que hacía panes y que hacía la huerta. O sea, la mujer que yo siempre disminuí”. Ahora cuenta su increíble historia.
De los tacos altos a las alpargatas
Lucía Calogero es cálida, simple y siempre sonríe. Su tono es tranquilo, lleno de energía y su historia de vida es magnética. Hija de Aurelia, oriunda de Paraguay, y Domingo, de raíces calabresas. De orígenes humildes, su familia y crianza forjaron en ella la cultura del esfuerzo y el amor por la comida. Su relación con el mundo de la alimentación y la industria alimenticia comenzó cuando estudiaba la licenciatura en Comercialización en la universidad.
Tras participar de una charla a cargo de una empresa de alimentos, su interés en el tema se despertó inmediatamente y no dudó. Preparó su curriculum y, completamente decidida, lo envió a dos lugares. Comenzó a trabajar en uno de ellos. Y se quedaría en el sector más de diecisiete años. Pasó de ser asistente a directora de Marketing en poco tiempo. “La alimentación de las personas me fue conquistando cada vez más y, sin darme cuenta, me especialicé”, dice Calogero. Luego vinieron un posgrado en Construcción de Marcas y numerosas capacitaciones.
Pero hubo un día que Lucía identifica como punto de inflexión. Ese día empezaba a dejar los tacos altos por las alpargatas.
―Yo estaba “dormida” porque tuve mil señales para darme cuenta. Había un señor con camisa blanca, pantalón negro y un cartel que decía mi nombre en el aeropuerto. Lo ví y le dije “vamos, vamos”. Viajaba con otro compañero, que estaba igual que yo, éramos dos entes del mismo planeta. Nos subimos al auto y nos habla en un portugués muy cerrado y nos explica que estaba con un acompañante porque era un aprendiz. El verdadero chofer era el que estaba al lado, que estaba secuestrado por este mismo señor.
―¿Y qué pasó?
―En San Pablo el tráfico es muy pegado, los autos van muy juntos. Los dos hablábamos por teléfono y, de repente, se abren las puertas del auto y se suben dos personas con revólveres. El señor que manejaba se da vuelta con un revólver, con un tubo enorme, un silenciador. No me olvido más, lo tengo grabado. “Esto es un secuestro”, nos dice.
El secuestro duró entre seis y ocho horas, recuerda Lucía. Tras desvalijarlos y dejarlos en un callejón de una favela unos vecinos los ayudaron llamando a la policía. El despliegue fue enorme: gendarmería y acompañamiento de la empresa, abogados, personas designadas para cuidarlos.
“Cuando volvimos, yo fui directamente a trabajar”, dice Lucía y se tapa la cara.
El imán de la espiritualidad
Sesión de terapia. En la conversación con el psicólogo, al pasar, Lucía desliza que había sufrido un secuestro exprés, nada grave. “Me invitó a que me retirara del consultorio y que fuera a hacer algo que me conecte conmigo”. Recuerda al pie de la letra lo que le dijo en ese entonces su analista: “Me estás contando que te secuestraron como quien va a comprar limones a la verdulería”.
La secretaria del presidente de la compañía en aquel momento le sugirió que empezara yoga, meditación, lo que fuera. Fue a una reunión de El arte de vivir. “Había un chico vestido de blanco sentado “así”, diciendo lo pacífico, lo amoroso, la armonía, la paz y cómo se tenía que vivir en la vida”, describe y detalla su pensamiento de ese día: “Este tipo no tiene idea de nada, no laburó en su vida”. Se levantó y se fue.
Pero el hombre que estaba dando la charla, la cortó y la buscó en las escaleras. “Te pido que te quedes hasta la respiración”, le dijo y Lucía accedió para no quedar mal con quien le había recomendado el espacio. “Fue un espacio o una experiencia que viví que realmente me hizo conectar con algo mío de lo que estaba escapando”, asume hoy y cuenta un detalle asombroso: “De ahí me fui a Alemania a una meditación a favor de la paz en el mundo con Ravi Shankar”. Luego vinieron un instructorado de yoga, un curso de Meditación trascendental y un viaje al Tíbet.
“El trabajo corporativo me conectaba con un costado mío muy próspero. Era muy trabajadora, muy responsable, muy comprometida, muy joven, y ponía toda mi energía, mi fuerza, mi pasión en lo laboral y me evadí de algunos dolores que tenía y emprendí un camino solitario”, señala Lucía. “Hoy abrazo todo eso porque todo eso fue lo que me hizo llegar hasta acá, esa conexión conmigo misma”, agrega.
Lucía siguió su incansable carrera corporativa. Mientras, dejaba pasar “filtraciones”, tal como ella las define. Y llegó lo que más había esperado: el puesto de su vida, embarazada de seis meses.
¿Puedo hacer todo?
Lucía estaba en pareja y cursaba su sexto mes de embarazo de su primer hijo, Teo, cuando escuchó la frase para la que había trabajado toda la vida: “El puesto de directora es tuyo”. Lucía entró en un dilema incómodo: “¿Qué es más importante: la oportunidad de mi vida o este hijo, que es mi primer hijo, que llegó después de dos años de buscarlo?
“Puedo hacer las dos cosas”, se respondió a sí misma. “Puedo tomar este puesto y ser la profesional que siempre quise y puedo ser una mamá genial”, pensaba.
―A los 34 me llega esta situación de dilema. Dije “bueno, puedo hacer las dos cosas”. Entonces, tengo una foto que es tremenda, que estoy con la panza de nueve meses, lanzando una innovación, presentando arriba del escenario, con el micrófono colgado. Trabajé hasta la semana 40. Teo nació en la 41. Y te digo más: estaba en la nube de Valencia.
―¿Por qué?
―Me decían que querían que volviera a trabajar cuando estaba de licencia. Yo me sentía, de alguna manera, en deuda, porque me habían dado la posibilidad del puesto cuando estaba embarazada. Y volví. Cuando Teo tenía dos meses volví a trabajar. Lo ponía en un huevito arriba del escritorio. Hasta tengo el recuerdo de cuando hacía la presentación de los planes de marketing con Teo colgado dentro de la mochilita. En el medio me separo.
―¿Y qué pasó?
―Me separé cuando Teo tenía un año, con un bebito, en un proceso mío de conexión con quién realmente era. Y me acuerdo que laboralmente era muy exitosa, pues claro, era una mujer en un puesto directivo, en una multinacional, siendo una mamá genial, que iba y venía con el chiquito en brazos. Me fui de viaje, también estaba colaborando con un centro de primera infancia en Añatuya, en Santiago del Estero, con otro en Salta. Para la imagen de las personas, yo era una mamá genial, que integraba la mujer profesional con la madre presente. Pero, lo cierto, es que eso en mí tenía un costo muy grande. Era un montón todo lo que me estaba pasando. Creo que ni yo me podía aguantar.
―¿Qué te acordas de ese momento?
―Me fui de mi casa con un bebito de un mes. Alquilé un AirBnb. La primera noche dormí en un acolchado en el piso y el día siguiente tenía que estar en la charla de Forbes de Summit Mujeres Power. Yo, inspirando a las personas, en mi peor momento, en el más vulnerable, más vacío en cierto punto, porque no sabía quién era, con un bebito y con el puesto de mis sueños. No sabía cuál era mi salida pero siempre estudié.
Lucía siempre había trabajado en la industria alimenticia y tenía mucha información de lo que comía la gente. Había escuchado miles de focus groups de alimentación infantil, de hábitos alimenticios, lo que comían las madres, lo que comían los chicos, lo que comían las familias. Sabía tanto de lo que la comunidad hacía que decía: “qué interesante esto y qué perdidos estamos en algún punto”. “Nos habíamos volcado a los productos ultraprocesados al 100 por cien, nos volcamos a los productos empaquetados”, recuerda. Y empezó a sentir agobio.
Hasta que pegó el volantazo y renunció a todo, un día antes de la pandemia de Covid-19.
Cerca de la tierra
“¿Qué hago? Tengo tanta información que no puedo seguir donde estoy”, se dijo Lucía. Ya no tenía la cabeza en las nubes o en la pantalla de algún celular y se conectó consigo misma. “Yo era mi trabajo y necesitaba encontrar la verdadera identidad”. Los primeros meses no fueron fáciles, “mi ego, que estaba arriba del caballo, se desplomaba hasta los talones de las hormigas”, cuenta Lucía en el libro Me importa un rábano.
Así, empezó a pensar en el cambio que necesitamos hacer como sociedad y a conectar más con el campo (aunque todavía se paraba sobre una lomada para agarrar señal de Internet). Estudió nutrición holística y la pandemia la obligó a vivir junto a Santiago, su pareja, y los hijos de ambos en el campo, en San Antonio de Areco. Dice que no sabía ni plantar una lechuga y ahora promueve la alimentación agroecológica. Así también nació “Bien de la Tierra”, un emprendimiento reconocido por los clientes que buscan productos orgánicos.
Se propuso conectar con lo que más le gusta: comunicar, transmitir, compartir el amor por la comida. Así nació Me importa un rábano, desde la propia experiencia de incorporar más frutas y verduras en la alimentación de esta enorme familia ensamblada. “Es importante darle el valor que la alimentación tiene, sobre todo para nuestros chicos”. En su libro ofrece recetas facilísimas porque la cocina, dice, es mucho más que el acto: alimenta los vínculos.
¿Cómo hacerlo en tiempos acelerados? “Nuestros chicos comen alimentos procesados desde que se levantan hasta que se acuestan. Eso es una realidad,y solamente se puede cambiar con convicción”. El primer paso para dar es que “siempre haya frutas y verduras en casa, comerlas por nuestra salud y el ejemplo para otros”. La estrategia, entonces, es no dejar de ofrecer, darte el tiempo y darle el valor a la comida.
“El impacto que la comida tiene en el cerebro de los chicos es enorme”, dice Lucía, ahora apurada porque tiene que ir a buscar a sus hijos al colegio. Su vida cambió. Ahora usa alpargatas, entrega ella misma los pedidos de “Bien de la Tierra” y casi no lleva maquillaje. Sonríe. “Lucía Calogero está empezando recién ahora y esto no para”.
“Me importa un rábano” (Fragmento)
Los que me conocen me han escuchado decir muchas veces, “es muy fácil ser feliz y estar en paz cultivando zapallos en la puna”. Era mi frase de cabecera. Casi (o totalmente) ninguneando a aquellos que elegían o tenían una vida sin la presión del furioso mundo empresarial, cuyos horarios eran flexibles o simplemente eran felices con poco.
Era también una crítica aguerrida de las mujeres que “no trabajaban” (de lo que yo en su momento consideraba trabajo, que era ir a la oficina todos los días). Subestimaba enormemente el trabajo en el hogar. No me consideraba una mami más. Me sentía una mujer imponente, arreglada, que hablaba con gente importante y muy conectada. DIOS mío, me leo y me recuerdo en esas situaciones. Pero esa misma mujer es la que transitó un proceso enorme de DECONSTRUCCIÓN.
El trabajo me generaba una adrenalina que confundía con felicidad. Mi ser apasionado y dedicado me hacía ser “exitosa” y eso retroalimentaba mi ego que se sentía reluciente.
Y así, hasta las lágrimas derramadas que no tenían la lógica de la vida exitosa. Mi estado era el de histriónica, motivadora, guerrera, y muy irritable si las cosas no salían como yo quería. Eso me empezó a pesar. Si tuviese que describir en una palabra cómo me sentía sería AGOBIADA. Hasta que tuve el coraje de profundizar.
Soy una mujer espontánea, quizás demasiado. Siempre tuve un sentido del humor y una claridad comunicacional que me salvaron la vida, sobre todo en la relación con mi entorno. Porque lidiar con la guerrera, a veces no era tarea fácil.
*La edición papel de Me importa un rábano se consigue en las principales librerías.