Hace un tiempo, en alguna entrevista, el escritor Leo Oyola (autor de Kryptonita, Chamamé, Ultra/Tumba, entre otros libros) comentó que él decía que hacía género policial pero una vez una persona lo corrigió y le dijo que en realidad lo que él escribía era género “delincuencial”. ¿Por qué? Porque sus historias siempre estaban del lado de los delincuentes, contaba desde esa perspectiva y se apropiaba de esa cosmovisión. Una distinción nada sutil y a la vez fundamental para pensar la esquina del mundo desde dónde se mira el mundo.
Es en esta distinción entre lo policial y lo delincuencial (sin terminar de definirse por una o por otra, por lo menos en un comienzo) es por donde se desliza de forma difusa Diario de Rosario, la novela de Paloma Fabrykant publicada por Orsai.
La historia comienza con droga (cocaína), un viaje (al Rosario del título que es un punto ardiente en este sentido) y una protagonista que trabaja de camarógrafa y está siempre lista para estar en la primera línea de batalla y filmar para una productora (La Parrilla) el trabajo policial de choque en sectores a los que podríamos llamar “marginales”. Y así continúa a lo largo el todo el texto.
En este sentido, la novela muestra sus cartas desde la primera línea y nunca la abandona: jerga callejera (efecto de realidad, diría el teórico francés Roland Barthes), la apuesta es por un tipo de acción específica (la violencia de los márgenes: narcotráfico, asesinatos, el consumo como forma de vida, sexualidad como punto de fuga, allanamientos como parque de diversiones adrenalínico, etc.) y ningún momento que indique poner un freno porque el plan parece ser que frente a los hechos (de esta ficción que se autopercibe extrema) solo se puede reaccionar y nunca contemplar ni reflexionar.
La novela maneja todo el tiempo ese clima de virilidad exacerbada al que la narradora quiere llegar constantemente: “Narcocriminalidad era mi boliche personal, donde se me ha juntado más ganado que en un cumpleaños en casa. Había uno regordo al que no habría mirado nunca por la calle, pero de verlo separarle las piernas a un caco en el piso me volví loca. Otro que, en medio de un quilombo, cuando se nos vino mucha gente encima, quedó pegado a mí y, haciéndose el boludo, me empezó a acariciar la cara interna del muslo con la punta de la escopeta. A otro halcón, después de Roca, lo iba a esperar a la base. Decía que salía correr y se metía en mi auto. Lo devolvía todo transpirado”, escribe en la pág. 63.
Seguir a la Policía, ganarse su confianza, interactuar con la Fuerza de todas las maneras posibles (desde la camaradería distante hasta la intimidad más deseada), conocerla desde todos los ángulos lleva a pensar en una historia que tiene un solo matiz ideológico (claramente la derecha y su imaginario de seguridad, represión, etc), pero la narradora muchas veces explica por qué elige ese mundo: “Mis viejos no querían que viniera, mis hermanas tampoco. Hace años que quieren que deje este laburo. Pero si no hago esto, ¿qué voy a hacer? Intenté mil cosas y nada me llena. Sentada en una oficina me marchito. Cuando intenté laburar en la Fiscalía fue un desastre. Al menos con la Policía encontré un lugar donde se valoran algunas de mis capacidades, las más rústicas pero no por eso menos útiles.” ¿Se trataba solamente, al fin y al cabo, de tener una buena salida laboral?
Y, más adelante, la aparición de la familia aporta una capa más de sentido: “Mi mamá no lo entiende, ella es superzurda. Con mi papá se exiliaron durante la dictadura porque eran militantes peronistas. A los pocos años volvieron, pero ella nunca claudicó en sus ideales. El odio a la yuta en mi vieja no es prejuicio automático de burgués progre; es miedo real a la gente que la quiso secuestrar. Cómo no la voy a entender. Ella me crió en ese pensamiento, pero yo dediqué mi vida a llevarle la contra. Primero con las artes marciales (ella quería que fuera escritora no peleadora), después dedicándome a algo frívolo como la televisión. Laburar para la cana es la estocada final. No sé por qué le hago esto.”
Lo que parece una novela que intenta espantar al “burgués progre” y su odio automático a la Policía devela su verdadera esencia: una protagonista que busca su camino en la violencia simbólica contra todo lo que sus padres tienen en un altar. Lo que lleva a las siguientes preguntas: ¿para entrar a la propia vida hay que enfrentar la ley de los padres? ¿Hay existencia propia sin parricidio?
Tal vez la esencia de la novela -el magma enmascarado y tapado con toda esa violencia con la que por momentos se atraganta esta historia- no sea realmente sobre policías y ladrones (o legalidad vs. ilegalidad), sino sobre los temas que abundan en cualquier sobremesa tranquila donde circula un mate: el vínculo entre padres/madres e hijas.
El problema de escapar (sea arriba de un vehículo o montado a varias líneas de cocaína) es que las geografías (reales o mentales) se pueden abandonar, pero los problemas –los eternos problemas- nos siguen a todos lados.
Quién es Paloma Fabrykant
♦ Nació en Buenos Aires, en 1981.
♦ Trabajó en periodismo, publicidad y guion de TV.
♦ Es autora de Cómo ser madre de una hija adolescente (escrito por una hija adolescente) y de MMA. Artes marciales mixtas.
♦ Practicó deportes de combate y participó profesionalmente en peleas de vale todo
♦ Cubrió operativos policiales vinculados con el tráfico de drogas.